El san Jerónimo de lengua viperina y genio endiablado (4)


Yo he convivido con dos santos, una de ellas monja y otro sacerdote joven. En la monja percibí lo que es amar a los demás, pero sin que se enterara el resto de las monjas, que no eran santas y alguna de ellas verdaderas harpías. El otro se notaba que era santo porque iba con sandalias en pleno invierno y también porque recitaba los textos de la misa con una seriedad y profundidad impactante. Con la primera la charla era fluida, agradable, había empatía. Con el segundo eso era imposible. Saludos fríos, silencio ante su palabra, falta de comunicación... Hasta su risa parecía forzada y se aburría con nuestras conversaciones insulsas.

Hay que tener cuidado con estos santos. Cuando nos tropecemos con uno de ellos, hay que cederle el paso, bajar la cabeza en señal de respeto, mostrar cierta sumisión, no mirarle a los ojos y apartarse de su lado: vive en otro mundo que no llegamos a calibrar.

San Jerónimo fue uno de estos santos. Asceta, anacoreta, integrista, exaltado… Lo hicieron santo cuando se obviaron las manifestaciones de su carácter, cuando se olvidó su verbo intransigente y ácido y cuando primó su enorme aportación teológica y bíblica. Entonces subió a lo más alto en el escalafón del santoral, santo, doctor de la Iglesia, fundador.

Para el vulgo, para el creyente de base, un santo es un semidiós, un intermediario entre los hombres y Dios, un abogado y protector. Ha dejado de ser hombre.

Parecería que el santo es un “modelo” y podríamos concebirlo así. Sin embargo, siempre sería un modelo de imposible imitación. Difícilmente podría un creyente tener como modelo a alguien que se ha separado del mundo, que se ha entregado a prácticas imposibles, que se ha sometido a unos votos inadmisibles e inasimilables dentro de la vida habitual de la gente.

Nadie en vida hubiera considerado santo a San Jerónimo. Fue un exaltado, un fundamentalista, un intransigente e intolerante. Su violencia verbal era proverbial y ha quedado de manifiesto en muchos de sus escritos, como queda de manifiesto en su relación escabrosa y sucia con Jovi-niano.

Joviniano (†405) fue un monje y teólogo que se había trasladado a Roma después de una vida ascética en Milán, dirigido por San Ambrosio. Se alejó de la convicción común entre eclesiásticos y monjes de que el ascetismo es la vía mejor de perfección. Joviniano defendía la vida normal como medio de santificación; que las vírgenes no son mejores que las casadas; que el ayuno y las penitencias deben desterrarse como medios de perfección; que la vida anacoreta no tiene fundamento bíblico… Se adelantó mil seiscientos años a su tiempo, aunque en su tiempo tuvo muchísimos seguidores.

Tales afirmaciones encendieron la ira de Jerónimo desde su cenobio en Jerusalén. Siempre aportando citas bíblicas, del NT, ensartó una serie de aberraciones doctrinales que lograron el objetivo de hundir a Joviniano. En defensa de la virginidad, habla del matrimonio como que debe ser “blanco”: “Si nos abstenemos del concubinato, honramos a nuestras mujeres. Pero si no nos abstenemos, no las honramos sino todo lo contrario, las profanamos” (no está nada claro que entiende por concubinato dentro del matrimonio). Defendiendo su sistema de vida, cubre de tal manera de insultos a Joviniano, que hasta su amigo romano Domnio le envió una larga lista de afirmaciones suyas para que rectificase.

Sabía que Joviniano tenía muchos seguidores en Roma, por eso no se atrevió a publicar sus dos tratados “Contra Joviniano” hasta que éste fue condenado por dos sínodos. Ambrosio tachó las opiniones de Joviniano como “aullidos de fieras y ladridos de perros”. Más lejos fue Agustín, que apeló al Estado y consiguió que Joviniano fuera azotado con látigo de puntas de plomo y luego desterrado a una isla de Dalmacia. Conseguido esto, Jerónimo dijo: “No son crueldades las cosas que se hacen ante Dios con pía intención”. A su muerte, escribió: “En medio de faisanes y carne de cerdo más bien eructó que exhaló su vida”.

“Las principal habilidad de Jerónimo –dice Grützmacher—consistía en hacer aparecer como canallas y desalmados a todos sus adversarios, sin excepción”. Se enemistó con Lupicino, obispo de su ciudad natal, Estridón: “Para la boca del asno los cardos son la mejor ensalada”. A su antiguo amigo Pelagio, asceta, culto y de moral intachable, lo tilda de simplón, engordado con gachas de avena, demonio, perro corpulento, “animalote bien cebado que hace más daño con las uñas que con los dientes. Ese perro es de la famosa raza irlandesa… …hay que acabar con él de un solo tajo con la espada del espíritu… para hacerle callar de una vez por todas…”

En sentido contrario, sus modelos de perfección retratan al personaje que escribe sobre ellos. Un anacoreta que vivió en el fondo de una mina, alimentándose con cinco higos al día [se supone que se los traían]; otro que durante treinta años sólo comía mendrugos de pan y saciaba su sed con agua turbia; Pablo de Tebaida, el que se alimentó durante sesenta años con el pan que le traía un cuervo, del que puso en duda su existencia, cuya biografía relatando tremebundas historias se hizo muy popular; la historia de una cristiana acusada falsamente de adulterio tor-turada [y describe los suplicios parece que con regodeo], herida hasta siete veces con la espada sin conseguir matarla…

Éste era el buen santo Jerónimo.
Volver arriba