Jesús, entre lo irreal y lo probable.


Ni siquiera los fanáticos pueden desprenderse de la lógica, la deducción y el uso racional de sus no aplicadas entendederas. Creen en Dios y creen, como es lógico, que ese “su” Dios existe “por ahí”; creen en el poder de Dios para con quienes le adoran; creen que ellos son su pueblo y que su Dios ama a su pueblo.

Por supuesto que en esto, en el creer, como en muchos aspectos de la vida, se dan muchos grados, muchísimos. Grados que han variado también a lo largo de los siglos. Deducimos por las revueltas religiosas que en tiempos de Jesús los crédulos en grado sumo eran inmensa mayoría. O, quizá, los más fervorosos arrastraban a la plebe amontonada.

Creían en Dios, en su dios. “Lógicamente”, ese su Dios tenía la obligación condigna de librarles de la injusticia, cual era la de estar dominados por potencias paganas e increyentes. A los fieles, a los que confían en Dios, les basta con la fe para que Dios actúe (“si tuvierais fe bastaría con que dijerais a ese monte…”).

Y en todo tiempo y lugar ha habido multitudes que han creído en lo increíble (lo cual no deja de ser una contradictio in términis que decían los lógicos escolásticos) con tal de que lo dijera el gurú, el profeta, el que habla en nombre de Dios. También hoy el poder de la palabra de un obispo es de tal naturaleza que confirma en la fe al más incrédulo.

Ante la afirmación del obispo señalando las concordancias entre Jesús y Dios, ya pueden venir todos los filósofos hegelianos a discutir verdades sobradamente admitidas por la historia: nada le hará vacilar al fiel creyente.

Pero la realidad para el que somete sus creencias al juicio de la razón avalado por la historia es bien simple. Jesús puede ser a la vez un personaje irreal o un personaje hipotético; se puede decir de él que era hijo de un carpintero, ¿quién lo va a negar?; se puede incluso afirmar que discutió de leyes siendo jovencito con los doctores; y que de mayor aglutinó en torno a él a gente humilde, pescadores, artesanos o lo que fueran.

Más todavía, puestos a admitir a “un tal Jesús” podemos pensar que tuvo problemas serios con las autoridades judías. A los romanos les daban igual las discrepancias intestinas. Para ellos les parecían cosa corriente y por demás insignificante las disputas entre ellos.

Es lo máximo a lo que se puede llegar cuando de Jesús se habla. Vivió en una época turbulenta y agitada. Y para muchos, también con el seso sorbido por soflamas redentoras, el que podría llevarles a la liberación del yugo romano. Uno más pero con más labia y mensaje más cautivador.

¿Hijo de Dios, salvador del mundo, intermediario entre Dios y los hombres? ¿De dónde sacan todo esto? Dicen que de los Evangelios. Insistir en que estos textos no son garantía alguna de historicidad causa hasta cansancio. Pueden tergiversar determinados pasajes, pueden quebrar el sentido de otros, pueden forzar la interpretación de algunos… pero también hay otros muchos que definen a Jesús de otra manera, por ejemplo como un agitador violento.

¿Con cuál quedarse? La persona que piensa se queda con la interpretación más probable y más cercana a la realidad, la que imperaba en el siglo I, desde los antecesores de Jesús hasta el fatídico final. Y respecto a lo de “hijo de Dios”, si no fuera porque, como buen judío y siempre judío, todos ellos se consideraban hijos de Dios…

Podríamos empezar hasta por el mismo nombre: Jesús, “Dios salva, Dios salvará”. Éste es un ejemplo donde reluce aquel dicho de poner el carro antes de los bueyes. Como querían que hubiera alguien que tenía que salvar al pueblo, visto su devenir vital se le llama Jesús. ¿Seguro que era ése su nombre? ¿No sería pura conveniencia?

“¿Cómo expresar mejor que la creación de Jesús implica en detalle una falsificación, en la que el nombre sirve de pretexto y posibilidad para esa catálisis ontológica?” (Michel Onfray)
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