Jesús uno de tantos.

Ese mensaje hasta a los romanos, de haberlo conocido, les hubiera parecido asumible y aceptable, como lo era el mensaje de tantos y tantos filósofos del tiempo de Jesús.
Sin embargo en la figura de Jesús que aparece en los evangelios hay algo más. Hay toda una asunción del espíritu del Antiguo Testamento, especialmente de todos aquellos que lucharon y predicaron primero el apartamiento y luego la liberación de los poderes extranjeros.
El pueblo judío era diferente de todos los pueblos del entorno y así debía continuar su situación (y así parece continuar en nuestros días). Son unos y únicos y eso les hacía y les hace odiosos o despreciables, según como se mire, a todos cuantos se han relacionado con ellos.
Los ejemplos que hemos traído aquí –Teudas, Jacobo, Simón, Menahem-- son perfectamente asimilables a Jesús. Hay excesivos ejemplos en los Evangelios donde se muestra la otra cara de Jesús, la del libertador temporal, la de persona irascible e intransigente.
Era un pensamiento y más que nada un sentimiento imbuido de nacionalismo teocrático, de resistencia, de afán por expulsar de la tierra que Dios les había concedido a los ejércitos invasores.
¿Eran realistas en sus aspiraciones? ¿Podían creer que se podía derrotar al ejército más poderoso del mundo? Los hechos confirman el sentimiento que les embargaba. Algo así sucede hoy día: los irredentos del Islam piensan lo mismo. La fe todo lo vence.
Jesús era uno más entre los predicadores histéricos de la época. La voluntad y la confianza en Dios les darían la victoria y vencerían al opresor. La historia, la “sagrada”, se repite: podrían destruir murallas con la voz poderosa del que cree, no harían falta ni arietes ni armas de guerra; las aguas se dividirían a su paso, sin necesidad de embarcaciones a propósito; con cánticos, rezos y estandartes se podría doblegar la fuerza de guerreros expertos dotados de lanzas, escudos y temibles espadas…
¿Les tomaban en serio los ocupantes romanos? En modo alguno. Incluso las acciones armadas eran rasguños sin importancia en la piel del Imperio pero que, eso sí, había que reprimir con dureza. Y respecto a movimientos intelectuales, morales o nacionalistas, siempre que no pasaran a las obras, los predicadores eran tolerados cuando no considerados más o menos locos.
Jesús es un milenarista más que personifica energías difusas a fin de cuentas despilfarradas en empresas sin futuro.
Los creyentes evidentemente no creen en un Jesús histórico, creen en un personaje construido por Pablo y seguidores. Los creyentes sobrevuelan por encima del Jesús que se desprende de la historia. No creen en un Jesús revolucionario. Tampoco creen en un Jesús crucificado según las leyes romanas, que no aplicaban tal tormento sino a los que se alzaban contra el poder establecido: encontraron, quizá por traición de uno de los suyos, a un Jesús con una tropilla armada, de noche y en un paraje próximo a la ciudad y aplicaron la ley, realmente “dura lex” contra él y posiblemente alguno de su seguidores, cosa que no se sabe; los demás lograron huir.
Nadie les impide creer ficciones, pero quienes pretenden ajustarse a lo poco que la historia puede decir de él, no pueden tragar la rueda de molino que empareja Jesús con Jesucristo. Son dos personas distintas, si se puede decir que Jesucristo sea persona y no un infundio de una mente desquiciada, aunque realmente sabia, Pablo de Tarso.