Miedo y culpa ¿superados? (3/3) Miedos inducidos.

El sentimiento de culpa (de origen) “super-yoico” difiere del simple miedo a ser castigado por Dios. Este último miedo es una anticipación del sufrimiento postmortem, un temor que acompaña y puede estropear una buena tarde de lectura bajo la sombra de un pino; o incrementar en muchos enteros el miedo a morir.
Hay quien ha vivido obsesionado por ese final muchísimo más amenazador que la propia muerte. Este sentimiento era más habitual en otros tiempos, pero hasta hace cincuenta años era el pan nuestro de cada día en nuestra propia España.
Recalco que este miedo incrementado es algo propio de las religiones autoritarias: ni los griegos ni los judíos primitivos (preexilares) lo tenían (ni siquiera varios grupos puristas postexilares, como los saduceos, entre otros no contaminados por la religión persa).
Se esperaba, en cambio, que el poder civil o el propio Dios castigara en vida a la persona malvada --e incluso a sus descendientes, otra injusticia más, hoy difícil de comprender--, pero la muerte nos llevaba a todos a una existencia sombría y fría, poco apetecible. A un estado semidormido, no a un castigo dependiente de nuestros actos.
Un griego podía sentir que tenía motivos para ser bueno y aun heroico y realmente no lo era en menor medida que un cristiano: el deseo de ser admirados, lograr reconocimiento social y gloria; sentirse bien consigo mismo; evitar la vergüenza o el ostracismo, etc. Curiosamente, parece que este tipo de motivación es al menos tan eficaz –y parece que algo más- que todo el miedo añadido que las autoridades rígidas tratan de promover, vía moral rígida y temor de Dios.
Cualquier religión, puede acrecentar ese miedo a la muerte que existe en todo hombre, por lo que ya Epicuro en pleno siglo III a.C. proponía la superación del miedo a la muerte y a los dioses, además de al dolor. Pero sólo las anti-vida pueden elevar la presión y dotarnos de un tirano interior (la conciencia escrupulosa) que idealmente debiera hacernos más fiables y productivos. En la práctica parece
1) facilitar nuestra frustración y, por ende, conductas evasivas, viciosas y violentas, además de propiciar culpabilidad y neurosis;
2) dificultar la “claridad moral”. En filosofía, “moral” significa conducta adecuada para sentirse mejor, en un principio la meta era “ser más feliz”, algo que Sócrates o Aristóteles asociaban a ser más sabio, libre, consciente y capaz de amar.
¿Por qué iba a tener ese efecto paradójico la moral rígida? Además de hacernos sentir pecadores e indignos, los códigos rígidos nos dejan “demasiado claro” lo que es placentero (el pecado), reforzando lo que el ser humano intuía sin antes analizarlo por su cuenta.
Pero el margen de error derivado de su falso aprendizaje es grande: alienación moral por asunción de código exógeno indiscutible y rígido. Lo natural se vuelve morboso y origina más atracción de la que debiera. La búsqueda del placer incluye placeres psíquicos, de encuentro jovial, de amor cómplice, de descanso relajado… Todo filósofo sabe que la armonía interior requiere una liberación de signo bastante diferente a un cumplimiento mecánico de preceptos, sea pro-normas rígidas o “anti”.
Al parecer no todo hombre puede ser esclavizado con afán de obediencia servil y sumisa. Los hay que sienten una violencia interior que luego externalizan. Y hay quien se rebela reproduciendo el sadismo sufrido.
Pero quería celebrar que ya todo esto sólo forma parte de nuestra historia remota o reciente, pero no actual ni personal de casi nadie… Los que nos hemos liberado de la tiranía de una religión hemos tardado algo más en hacerlo de la culpa (no era tan dependiente del infierno, pues: tenía su propia mecánica). No es tan sano tener que dirigir nuestros pasos para evitar sentirla, en lugar de por nuestras propia razón y sentimiento compasivo.
Por desgracia, la moral rígida tiende a ahogar una y otro. Así, no es infrecuente ver cómo languidecen en el fiel más acérrimo, el sentimiento natural de amor, la piedad, el gusto espontáneo por ayudar, sustituidos, todos ellos, por el afán de evitarse culpa y cumplir con el deber.
Toda represión es intuida como fracaso y deviene en fuente esencial de frustración y de discordancia entre “lo predicado” y “lo que hago” a pesar de lo predicado. Algo que, de paso, explica cierta retórica vacua, proceder rutinario poco “santo”, a veces engreído u hosco.
Después de todo, ¿no se trataba de cumplir una serie de deberes? ¿No tenemos bastante con su persecución imposible? Y reinicio del ciclo: deberes Vs. instintos y deseos superiores-insatisfacción-impulsividad-sentimiento de culpa-ritual de lavado-autodestrucción servil –frustración, etc.
Pero los tiempos cambian. Lo anterior sólo explicita lo que alguna vez fue verdad para bastante gente, casi toda la cristiandad. De modo que pido disculpas por haberle invitado a leer este circunloquio al creyente que se siente tan bien con su vida como el no creyente más liberado de miedos.
Podemos abrazarnos como hermanos, pues compartimos el gusto de vivir y contemplar un cielo estrellado, abrazados por manos amigas y hechos a la idea de que cada momento es irrepetible y puede disfrutarse amablemente.