Moral XXVI. El libre albedrío II

Existen motivaciones inconscientes demostradas por la moderna neurología. También tenemos (en el hemisferio izquierdo) una suerte de “yo” consciente: un “intérprete” que se encarga de buscar razones justificativas de cualquier conducta que adoptemos, aunque no la tenga.

Buscará el sentido de una relación de imágenes o de números que no lo tenga, ni guarde relación alguna entre sí. Incluso cuando, ante un paciente con cerebro dividido, el investigador conozca el estímulo que motiva determinada elección o conducta en un paciente (que no llega a ser consciente del estímulo presentado a su ojo no comunicado con conciencia, pero sí que es objeto de un experimento en el que su respuesta debería ser precavida, al estar mediada por el elemento no consciente), el intérprete dará una respuesta lógica y se autoconvencerá de que es la verdadera motivación de su decisión. Somos así. Estamos configurados de este modo.

¿Qué consideraciones filosóficas clásicas cabe añadir?

Las consabidas: nacemos con un temperamento, desarrollamos un carácter, crecemos, conformamos una personalidad, un modo de ser, cambiamos nuestras preferencias y nuestro grado de control. No somos seres tan conscientes todo el tiempo, nuestras conductas aprendidas se mecanizan.

Más que reflexionar, operamos desde presupuestos previos, no siempre nos informamos, buscamos, razonamos y evaluamos responsablemente antes de decidir una conducta. Otra cosa es que lo que cada cual tiende a pensar de sí mismo (raramente algo “menor” de lo que otros, seguramente más objetivos, ven en dicha persona).

Hay además influencias muy relevantes del entorno familiar, social, cultural, educativo, económico, político, religioso, etc., a tener en cuenta. Las hay de índole represiva, liberadora o neutra. Pueden propiciar, o prevenir, el potencial miedo a la libertad frommiano, Apolo o Dionisos, el eros o el tanatos freudiano, el yo o el dominio de la circunstancia orteguiana, el ascenso por la escala de Maslow o el mantenimiento en sus peldaños inferiores…

Y no entiendo que el asunto se relacione necesariamente con el mérito o demérito de quien se desarrolla certeramente o se malogra sin intentarlo.

Michael S. Gazzaniga considera que
“el intérprete intenta responder al porqué y al cómo incluso a costa de inventar falsas memorias. Estos descubrimientos tienen enormes implicaciones para entender nuestra conducta.” “No sólo más del 98 por ciento de nuestras decisiones son inconscientes, sino que muchas de las pocas decisiones conscientes se basan en construcciones que a su vez se apoyan, en buena medida, en ilusiones y memorias falsas”. “Para cuando tú eres consciente de tu pensamiento, tu cerebro ya lo ha ejecutado. Todos nuestros procesos mentales, incluyendo la sensación de tener una mente y un yo, son fruto de nuestro cerebro”.


Tenemos, en fin, libre albedrío pero, como apreciaron tantos pensadores, no somos dueños de querer lo que queremos, de creer lo que creemos, de preferir lo que preferimos…

Nuestro grado de atracción, la fuerza de nuestros impulsos, aun nuestro interés y atención a éstos, son tan variables como nuestros gustos, y como las que terminan siendo nuestras convicciones. Éstas se nutren de emociones e interpretaciones no del todo desinteresada de información (en buena medida seleccionada), que dan en creencias. Dicho sea sin olvidar que nos hemos centrado en una situación relativamente ideal, sin la clara pérdida de libertad que se da en los trastornos mentales -intelectivos o psicológicos- y otras situaciones equivalentemente cercenadoras de libre albedrío.

¿Cuándo ejercemos, pues, nuestro libre albedrío?

Como cuenta Daniel Goleman en su magistral obra Inteligencia Social (Kairós, 2006), nuestro cerebro opera a través de dos vías complementarias, que evocan lo que asociamos, respectivamente, con la racionalidad y con la emocionalidad.

Una de ellas es la vía superior, cuyo centro operativo se encuentra en la región prefrontal y nos permite tomar decisiones conscientes y calculadas. La otra es la vía inferior, que corresponde al sistema límbico del encéfalo y tiene su epicentro en la amígdala.

Esta segunda vía genera reacciones instintivas ante los estímulos externos y nos permite tomar decisiones inmediatas e inconscientes frente a las situaciones que vivimos. La vía inferior procesa los sentimientos y genera impulsos a velocidad infinitesimal, sacrificando la exactitud en beneficio de la rapidez.

No es, pues, la responsable de nuestra toma meditada (reflexiva) de decisiones; pero sí lo es de cómo respondemos a nuestras relaciones: con qué ánimo, grado de empatía, atracción o rechazo, estrés o armonía…

Ser responsable de nuestras preferencias y actitudes previas es harto relevante. Como reflejara Tony de Mello en Un minuto para el absurdo (Sal Terrae, 2000), “Puedes obligar a comer, pero no a sentir hambre; puedes obligar a alguien a acostarse, pero no puedes obligarle a dormir; puedes obligar a que te elogien, pero no a que sientan admiración por ti; puedes obligar a que te cuenten un secreto, pero no a inspirar confianza; puedes obligar a que te sirvan, pero no puedes obligar a que te amen.”

Sólo la vía superior puede ser constructora de “libre albedrío”, en tanto es la que nos permite una toma de decisiones consciente, personal y responsable. Ahora bien, no funciona con independencia de la inferior; y es bueno que no sea así.

Recuérdese que no podemos tomar buenas decisiones sin emociones asociadas (siempre de origen inconsciente y propias de la vía inferior) que nos hacen atractiva o repulsiva una determinada opción. Lo ideal es la armonización de ambas.

“Al contrarrestar los impulsos emocionales y ofrecer mayores y más sutiles elementos para la acción, la vía superior amplía y flexibiliza el repertorio establecido y fijo de respuestas de la vía inferior. Así, su correcta intervención permite adecuar, modular y optimizar las respuestas emocionales”.


En resumen, la empatía (fruto de la intervención de las neuronas espejo), dependiente de la vía inferior, y la capacidad reflexiva, y el control racional de las pulsiones, incluyendo los arrebatos emocionales, dependientes de la vía superior, conforman nuestra inteligencia social y lo que damos en considerar libre albedrío, el cual podemos desarrollar o educar, si bien un desarrollo anti-educativo puede malograr dicho desarrollo.

Una última cuestión. Hemos abordado de pasada el tema de la empatía. Esto me recuerda aquel mandato de amar a otras personas. ¿Es voluntario amar? ¿Depende de nuestro libre albedrío? ¿Influye en ello un sermón o un mandato? ¿Quizá la promesa de un premio o la amenaza de un castigo? Todo lo contrario…

Su expresión requiere la existencia de neuronas espejo y el correcto funcionamiento de los circuitos neuronales, que a su vez depende de haber crecido en un ambiente de atención y afecto familiar, sin disrupciones importantes del propio desarrollo.

En otras palabras, basta un adecuado ambiente familiar y social, con las normales condiciones de nutrición y estímulos, y una base genética simplemente normal, para sentir empatía. Ésta reúne tres elementos: reconocer los sentimientos del otro, sentirlos uno mismo y responder de forma compasiva. En buena medida, nacemos preparados para amar, y se aprende a amar “mejor”, viviendo en un ambiente de amor.
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