Oración y meditación como proyección del YO en Dios, María y los Santos.
¿Sirve la religión para apaciguar dificultades?
¿Es Dios fuente de seguridad ante el futuro incierto?
¿Alivia confiar los asuntos de la vida a Dios?.
Desde luego que sí, pero entendiendo a Dios --a Cristo, a María, a los Santos-- de otra manera.
Ese Dios al que se habla, al que se confía todo, en quien se dejan los asuntos para que él, con su infinita providencia los solucione, sólo es una forma de huir, de encontrar refugio, de aletargar la razón, de soslayar las dificultades... ¡hablando uno consigo mismo!
Dios se convierte en “dialogante”; es ese segundo yo “seguro” –el psicoanálisis diría Superyo-- al que se habla, al que se manifiestan las dificultades, una forma oculta al individuo de reflexionar, de dialogar con uno mismo.
Con toda seguridad la persona que no tiene a Dios y no está habituada a reflexionar, no lo hace, con lo que genera dentro de sí mismo un trasfondo o un subconsciente de inseguridad que va minando poco a poco sus fuerzas mentales. Dios entonces se convierte en un “dios catárquico”, en un “dios reflexiocéntrico”.
La famosa “gracia” que Dios concede no es sino ese plus de seguridad que ha desarrollado la razón al elucidar las dificultades, al reflexionar sobre los hechos venideros, al encontrar por esa misma reflexión, las vías posibles de escape. Ésa y no otra es la “gracia”.
Esto se manifiesta con más evidencia en las personas solitarias, aisladas, solas, misántropas... Al no tener a nadie con quien dialogar, generan una esquizofrenia religiosa que “les sirve”. Pero no caen en la cuenta, ¡ni quieren!, de que con quien están hablando es consigo mismas.
A fuerza de dialogar con “ése” que nos socorre siempre, que nos alivia en todo momento, que nos escucha lo quiera él o no, que necesariamente está siempre con nosotros, a fuerza de “corporeizar” el segundo yo dialogante, lo convierten en “persona” --Dios Padre, Cristo, María, los santos--, persona unas veces imagen y semejanza del propio yo, aspectos del yo, otras veces un yo idealizado –el inseguro sabe que tiene un “dios seguro” a su lado-, amoroso, otras un yo justiciero –el que sufre injusticias habla con ese dios que dará a cada uno lo suyo— y siempre un yo que es Cristo que es el Otro, omnipresente.