XIII. ¿Sin prejuicios? (II)


Hace tiempo que observé en los comentaristas de este lugar una propensión a sentirse parte de un determinado grupo en base a ser o no creyentes.

Ya anticipé que para mí lo esencial es ser tolerante, democrático y honesto (dispuesto a reconocer limitaciones o deficiencias donde las haya, aunque contradigan lo que uno preferiría hallar o reconocer), lo que me hacía sentirme más próximo a unos cuantos creyentes que a algún que otro no creyente irrespetuoso y poco dado al diálogo que de vez en cuando ha aparecido.

Sin embargo, parece que, en general, a la hora de que un comentarista medio se sienta próximo o “amigo” de alguien, prima la concordancia ideológica sobre la actitud o disposición dialógica que considero más propia de un “espíritu científico”.

Lo contrario es un espíritu militante que soslaya la discrepancia de ideas dentro de un grupo para realzarlas frente al grupo “rival”. Si el ataque al menos fuera a las ideas y a los argumentos, estaría bien, pero cuando las diferencias se acompañan de hostilidad e injurias selectivamente dirigidas contra los comentaristas del otro grupo, el debate deja de ser digno en cualquier sentido (al tiempo que apetecible o constructivo).

Mientras se realzan las diferencias -sin importar que con frecuencia sean menores- frente a los comentaristas del “otro grupo”, se diluyen las discrepancias con las del propio, existiendo –sólo en este caso- un trato respetuoso en el que la discordancia de opiniones parece secundaria.

Lo cual recuerda el ambiente ideal, educado, respetuoso y constructivo a promover, frente al de injurias gratuitas y descalificaciones personales.

Mientras no cambie la actitud general y comprendamos que los grupos no deben ser más ideológicos que actitudinales y de personas capaces de conversar para aprender, la situación seguirá siendo la que es. Se lee con lupa en un caso, se hace la vista gorda en el otro. Y es lícito recurrir a tergiversaciones y falacias.

No sólo aludo a una doble vara de medir, harto evidente, sino a la actitud prejuiciosa en sí, amiga de los correligionarios, digan lo que digan (disensión respetuosa, sólo con los afines), enemiga de los otros (también digan lo que digan. A lo largo de un artículo de dos páginas siempre se hallará algo perfectible, a costa de soslayar lo bueno en espera del desliz que devenga agua de mayo: llega a desearse que el enemigo “se pase”, aunque sea un poco, para acometer contra él con resunta ira justificada, para dar una respuesta salida de tono).

Refiero, pues, la impertinencia de cualquier alusión anti-personal, de comentar con hostilidad gratuita, de ser injusto (desigual, discriminador, tergiversador, medidor de doble vara) en el trato, o de pluralizar o generalizar sin venir a cuento.

Y esto es extensivo para quien, considerándose parte de un colectivo histórico frente a otro que se le opone, como ocurre con los hinchas de fútbol, espeta la valía de los suyos frente a la supuesta inferioridad de los miembros del otro grupo.

Pienso en quien alude al carácter “creyente” de un científico, por ejemplo el de Lamaître, esperando que se le responda algo en su contra (¿¡por ser religioso!?), o le defienda que “mi equipo es mejor” que el suyo, presentándole el enorme elenco de científicos de primera línea que no son creyentes.

¡Como si esto fuera relevante o tuviera algo que ver con expresar la propia coherencia! Claro que los científicos previos al siglo XVIII eran en su mayoría creyentes, lo cual me parece estupendo (y de todos modos, harían bien en callar sus eventuales dudas), al igual que el hecho de que en la actualidad no lo sean.

En cierto modo, esto es tan secundario como si hay más alemanes que ingleses, ¿quién discutiría vehementemente por cuestiones de este tipo? No, no “rabio” en absoluto porque Copérnico, Kepler o Newton fueran creyentes; ni espero que ningún creyente deba apenarse de que Darwin, Einstein o Hawking no lo hayan sido. Son asuntos completamente marginales.

Otra cosa es relacionar el hecho de que una clara mayoría de los científicos de primera línea, a nivel mundial, no creen en Dios, con la idea de que hay algo en el conocimiento científico que lleva a una alta proporción de sus mejores tenedores a desligarse de este tipo de creencias, además de aquellas otras que damos en considerar paracientíficas.

Me gustan diversas obras artísticas y literarias, y prácticamente nunca me paro a pensar si sus autores fueron o no creyentes. (¿Es que alguien lo hace? ¿Qué tipo de militancia sería ésa? Sin embargo, algún comentarista se ha puesto a ello…) Las sigo apreciando exactamente igual, lo fueran o no. Me gusta el arte europeo (comenzando por el griego y el renacentista) más que otros, y las iglesias más que las mezquitas; también me maravilla el arte egipcio y no digamos La Alhambra.

Es encantador perderse por los grandes museos (arqueológicos de Estambul, Atenas, Ankara, El Cairo, Nápoles, Británico, Louvre, Capitolinos, Borghese, Siena, Villa Giulia, Vaticanos, Cluny…; por no hablar de las pinacotecas…), y por las calles medievales y los zocos de muchas ciudades.

¿Y bien? ¿Alguien estima pertinente diferenciar las obras según la fe particular de quien las pergeñó, calificarlas de algún modo que contemple la religión de sus autores, o la temática o carácter religioso o no del asunto reflejado?

Otra cosa es abogar contra cualquier intolerancia, contra cualquier restricción artística, contra cualquier afán inquisitorial. En esto sí que importa ser un militante activo…
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