Se acabó: de las vacaciones, de nuevo al rito.

Pensamos en el fiel creyente y practicante. El resto vive sin preocuparse de su salud espiritual. 

Fin de semana de regreso y todos a ponerse de nuevo al ritual consabido: en los días laborables, los unos al tajo o trabajo y los otros a pasear o dormitar, esperando la semanal festividad. Y llegado el domingo, los primeros a soñar con lo que dejaron atrás, tratando de revivirlo de algún modo, y los segundos a recuperar convivencias y escuchar sonsonetes conocidos.

Unos y otros, alimentando su espíritu no se sabe con qué, si con lecturas y prédicas repetidas año tras año o recuperando el tiempo reciclándolo con los ritos habituales que conducen a Dios.

¿Y qué pasó con la fe? ¿También de vacaciones?  Sin que los fieles practicantes olviden que la fe se alimenta de palabras y de ceremonias, servidas ambas por ministros ilustrados y autorizados,  a muchos les resulta difícil continuar con el protocolo habitual por viajes programados, residencias alejadas, actos sociales ineludibles y protocolos similares. En fin, a pesar de lo dicho, todos piensan que la fe no peligra por ausencia, que es aplazamiento, de ritos demorados.

Pero ¿qué son las vacaciones para el fiel cumplidor? ¿Huida, relajación, paréntesis, suspensión? En teoría, nada de eso. La fe no admite vacaciones, porque es vida de la vida. ¿Cierto? ¡Cierto!  Lo repiten y lo previenen: en la fe, en la recepción de la gracia, en la permanente exhortación a las buenas obras no hay vacaciones.

Lo decía el papa Francisco advirtiéndonos del papel fundamental y fundante de la liturgia, es decir, del rito que hace revivir la Última Cena. El rito es necesario porque dispensa los sacramentos; porque alimenta la fe; porque  en el rito se dispensa la gracia. Y a partir de tales supuestos, el rito propicia los buenos pensamientos de los que surgen las buenas obras.

Surge un pero que la realidad impone: si bien en la fe no hay vacaciones, si bien la gracia se dispensa doquiera el hombre se pone en contacto con Dios, y las buenas obras son la consecuencia social de los buenos pensamientos, de hecho sí se dan vacaciones en el  culto. Hay imperativos categóricos para ello. 

Es como hacer del descanso y la holganza necesidad ineludible. Pensamiento redundante e ineludible: “Estoy en la playa, tengo pocos días, ¿cómo voy a ir a misa si tengo que  recoger los bártulos, si tengo alquiladas las hamacas, si he conseguido este sitio levantándome a las 6 de la mañana, si tengo que reunir a los niños, los siempre protestones niños, si tengo que asearme, vestirme, coger el coche porque en esta urbanización no hay iglesia...?” Conclusión de este raciocinio inductivo: "Dios me comprenderá".

Y Dios ¡claro que comprende! No hay mayor presencia de Dios que la que se genera en la propia conciencia. La conciencia para el creyente es la voz de Dios. ¿O es la conciencia el mismísimo Dios?

Abierto el portillo de "no poder  ir" y ver que "no pasa nada"; comprobar que la conciencia no se alborota y que se acomoda a lo que hay; ver que "Dios parece que me comprende"... en el alma confiada se instala una placentera quietud espiritual.  El rito se sustituye por algún que otro acto de presencia de Dios –tal como aconsejan--, algún pensamiento piadoso, una leve oración, una jaculatoria...  Hasta puede haber un pequeño aperitivo de lectura bíblica.

Y abierto ese resquicio de las vacaciones otorgadas al rito, éstas pueden prolongarse durante todo el verano y extenderse más allá del mismo. Total, no pasa nada.

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