Una cierta reflexión sobre el anticlericalismo.

La bajada de temperaturas obliga a permanecer durante varias horas del día encerrado en casa, que no es cuestión de recorrer los caminos de concentración parcelaria con el viento del noreste azotando los carrillos y soliviantando las orejas. Aprovecho, entonces, al arrimo de la chimenea, para solazarme con las páginas del incomparable Benito Pérez Galdós.

Y cuando, harto de tanta desdicha histórica, lo dejo a un lado, me sumerjo en los libros de historia de la “Biblioteca Historia de España” de RBA anotando lo que tiene que ver con el alimento de estas páginas. He vuelto a leer la breve Historia de España de Pierre Vilar, que recomiendo como buena síntesis con que sistematizar cualquier otro conocimiento que de España se añada a nuestra consideración.

Pero, amén de otros, también he gozado con el grueso tomo de Luis Suárez, Enrique IV de Castilla, tan maltratado por la historia; del mismo autor, Nobleza y Monarquía; de Raymond Carr, España, 1808-1975; interesante me ha parecido la visión de Las Españas medievales de Pierre Bonassie; y del que fue nuestro profesor, Julio Valdeón, Los Trastámaras. Como referente de estas épocas tan pasadas, pero a la vez tan vigentes en estas tierras de Castilla, tengo leído, releído y anotado el libro nº 200 de Planeta, Crónicas, de Pero López de Ayala, que comprende los años de Pedro I, Enrique II, Juan I y Enrique III.

Todas estas digresiones no deberían venir al caso, pero sí lo hacen porque son la base de un hecho olvidado por quienes piensan que la Iglesia ha sido un “bien histórico” para España, aceptado en grado indiscutible y sumo por todas las capas sociales, un hecho cual es el rechazo socialque la Iglesia ha tenido a lo largo de los siglos, el anticlericalismo de la sociedad.

Es cierto que el dogma siempre se ha aceptado, porque, a fin de cuentas, todos creen en Dios y el ateísmo explícito es algo inconcebible, anti social. Sin embargo, hay un ensañamiento contra lo que el pueblo considera deformación y abuso por parte de quienes detentan y pregonan la doctrina. Por los vicios de sus servidores, que suelen ser ejemplo sublimado de los siete pecados capitales, sobre todo la soberbia y la avaricia.

Como alzarse contra un poder constituido, como la Iglesia, era harto difícil, los modos se tornaban sutiles pero muy extendidos: cantares, refranes, pinturas, sillones de coro de las catedrales(“misericordias”), ménsulas y canecillos, libelos... Sin olvidar la extensa literatura contra sus vicios: danzas de la muerte, Lope de Vega, especialmente en sus cartas; el Rimado de Palacio, El Buscón de Quevedo, La Celestina, El Lazarillo de Tormes, El Crotalón de Cristóbal de Villalón, e incluso pasajes suavizados de El Quijote. Añadamos los despiadados dibujos y aguafuertes de Goya. Y sin olvidar cómo el súper católico Felipe II, castigador furibundo del anticlericalismo social, se torna el mayor enemigo del Papa cuando éste pretende inmiscuirse en su política.

Y todo ¿por qué? Por una única razón: por el inmenso poder sojuzgador acumulado por personas que no trabajaban como el pueblo trabajaba.

La primera estadística de población de España que se conoce fue la que se publicó en 1768. Reinaba Carlos III, siendo gobernantes en esos años, Campomanes, el Conde de Aranda y el Conde de Floridablanca, que quisieron poner un poco de orden, principalmente en las órdenes religiosas. En esa estadística aparece que la población española era de 9.309.804 personas. De ellos, eran clérigos, es decir, curas, obispos, etc. 66.687. Frailes: 55.453. Monjas: 27.665. Servidores del clero y demás (sacristanes, dependientes, contratados, etc.): 25.248. Sobran comparaciones, en porcentaje y cantidad, con la situación actual.

Cierto es que en el siglo XVIII los distintos gobiernos entraron a reformar tal estado de cosas, pero el estatus de la Iglesia española como institución no ha variado prácticamente hasta nuestros días. Sólo que, al disminuir el número y al recortarse rentas y posesiones con las sucesivas desamortizaciones, también ha disminuido su influencia y su peso social.

La Iglesia ha dominado durante siglos la vida local, la enseñanza, la beneficencia, a la vez que ha sido el poder más coherente, organizado y duradero durante siglos. No vamos a entrar en el análisis de lo que ha sido la historia moderna hasta nuestros días, que suponemos en el ánimo de todos. Lo que pretendieron las Cortes de Cádiz; lo que fue el trienio liberal con Fernando VII; los sucesivos Concordatos que más o menos eran concesiones al poder de la Iglesia; lo que supuso y el vigor que cobró la Iglesia con la Restauración; la hosquedad con que la II República quiso entrar a saco no sólo contra la Iglesia sino, lo que fue peor, contra las creencias del pueblo, que éstas sí tenían vigor y raíz y que lo único que consiguió fue lo contrario, afianzar más las vivencias de las clases populares y confirmar a las altas.

La II Restauración, si así podemos llamar al periodo que va de 1939 a 1965, ya no tuvo el vigor de épocas pasadas. Así, hechos como el Vaticano II con sus corrientes civiles derivadas, la industrialización y la huida del campo hacia las ciudades, la mayor instrucción popular, la desafección de las vocaciones religiosas con la desbandada subsiguiente, la creciente secularización de la sociedad, etc. han derivado en lo que el clero y la Iglesia católica suponen hoy en la sociedad.

Por terminar con lo que el título de hoy sugiere, copio una copla por seguidillas que ha hecho popular el grupo folklorista “Candeal” en sus conciertos:

Ya no dicen las madres: - «¡Que viene el coco!», -  que esta voz a los niños - asusta poco.- Si el caso apura - le dicen: «¡Calla, niño, - que viene el cura!».

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