La nueva religiosidad de un pueblo vaciado.

A fuer de parecer simples en nuestros análisis, tenemos que decir que la religión, en el ámbito de los pueblos –y hablo del que es mi último refugio, con apenas cincuenta habitantes habituales--, se reduce a muy pocas manifestaciones, con muy poca “consciencia” de lo que pueda ser la esencia de la religión.

La principal expresión de la religiosidad podría ser “la Fiesta” cuya fecha viene fijada desde hace siglos; y dentro de “la Fiesta”, el epicentro parece ser, parece solamente, la Misa Solemne, que, por cierto, dicen que es solemne por “la música”; en segundo lugar, tal religiosidad se hace manifiesta con las celebraciones dominicales, en los últimos lustros en mengua creciente y galopante; y por añadir una tercera, las asistencias sociales obligadas de funerales. Y digo funerales únicamente porque en este pueblo desaparecieron por incomparecencia bautizos y comuniones. Añadamos algo circunstancial: en este pueblo hay misa cada quince días, porque, dicen, faltan sacerdotes. Genial. Lo que faltan son fieles, sobre todo cuando la misa es el sábado por la mañana, coincidente con el panadero, el carnicero y la limpieza general de la casa. 

Aquellas son “señales” visibles de religiosidad. Pero también se pueden incluir otros relicarios de lo sacro, como hacer la señal de la cruz al salir de casa, los crucifijos o cuadros en la cabecera del dormitorio, estatuillas de santos, conversaciones sobre tales curas o cuales monjas conocidos, alguna que otra jaculatoria o refrán piadoso... Añádase a todo ello la presencia física, constante, perenne, de los que vienen a ser horizontes físicos del pueblo, la mole del templo hacia el norte y el cementerio al suroeste.

Más que religiosidad, todo lo anterior no es más que la cáscara de la misma, restos de lo que en otros tiempos era presencia anímica de sentimientos, vivencia mental permanente, recurso consolador frente a las adversidades, sostén de la conducta: Dios, el cielo y el infierno, las virtudes teologales y cardinales, la confesión, los mandamientos, las indulgencias, el conocimiento de la doctrina cristiana... Todo eso era vivencia y presencia individual y colectiva.

A ello coadyuvaba la presencia física del cura, que vivía al lado, que paseaba entre la gente, que hacía sus observaciones morales, que, en fin, sobrevolaba por encima de la vida rastrera de los labriegos. Y, sobre todo, de los niños. En otros tiempos, hará sesenta años, en este pueblo asistían a la escuela alrededor de cincuenta niños, con doctrina cristiana incluida: ya no queda ninguno. En los fines de semana se pueden oír los gritos de tres o cuatro que vienen de la ciudad cercana, Burgos.

Y de todo ese conglomerado de vivencias, fruidas en comunidad y alimentadas en la misa dominical, no queda prácticamente nada. Pasado el rito, viene el descuido, viene el olvido. En muchos, el desdén cuando no el desprecio. Pero, además, y con respecto a la asistencia a ritos ¿se puede hablar de religiosidad, que es el aspecto cualitativo del asunto, sin tener en cuenta la cantidad, es decir, la masa de fieles que acuden a tales celebraciones? Creo que lo uno va con lo otro, pensando en lo que quiere decir “religiosidad”.  Es algo similar a la democracia: en ésta lo que importan son los votos, la cantidad de votos que un partido obtiene. Tanto mayor es la “vivencia” democrática cuantos más votos se obtienen.

Hoy lo que prima no es ni el ateísmo, pues todos dicen creer “en algo”, que parecen identificar con Dios: nadie en un pueblo como éste --“¡por Dios, por Dios!”-- se podría calificar a sí mismo de ateo; tampoco parece que cunda el agnosticismo, porque la mayoría de la gente no sabe ni siquiera lo que es eso y porque profesar el agnosticismo implica excesivos “conocimientos” filosóficos. Lo que impera es algo peor, es la indiferencia, que no es sinónimo de tolerancia a lo que el otro pueda pensar manteniendo y defendiendo uno principios distintos, sino más bien la apatía, la abulia frente a pensamientos o criterios de orden religioso.

Y esa abulia religiosa percibe los tres toques de campana que convocan a misa como podría tomar el sonido lejano del trueno. Es algo más que está ahí, un elemento más de la naturaleza, algo que incluso “se ve bien”, porque era el tintineo secular que ahora es remembranza incluso de la niñez perdida.

Y como epifonema final, frente a los miedos ancestrales que la condenación eterna propiciaba, la gente ha percibido que... ¡no pasa nada! No pasa nada por no acudir a misa, dado que incluso las autoridades religiosas propician que un domingo no haya misa y otro sí; no pasa nada por no rezar; no pasa nada por no acordarme de Dios; no pasa nada por no recibir el viático (¿qué es eso?); no pasa nada por no administrar la “extremaunción” al abuelo moribundo... No, no pasa nada.

En el restaurante de la credulidad, el primer plato de la fe ya no tiene chicha; sólo es un cuenco bonito... pero vacío.

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