Qué pensar de los milagros como argumento.
| Pablo Heras Alonso.
Busco “últimos milagros certificados por la Iglesia Católica” y casi todo lo que encuentro se refiere a Lourdes. Para el asunto de hoy, da igual Lourdes que Cellorigo. Me dicen que visitan Lourdes cada año unos 6 millones de personas; que en sus 164 años de existencia, la Iglesia ha reconocido 70 milagros y 7.200 curaciones inexplicables; y que de 1999 a 2018, se han reconocido 5 milagros, los últimos.
Impresionan las cifras, aunque las consideraciones estadísticas o científicas poco tienen que decir al respecto. La ciencia no entra a valorar o certificar hechos milagrosos y sin embargo la Iglesia tiene a su disposición comités científicos para decidir, según siete criterios establecidos, si ha habido o no milagro en tal o cual hecho inexplicable.
Muchas veces se dice que ciencia y religión son dos estratos o caminos que no se entrecruzan ni se contradicen ni entran en conflicto: la religión se funda en creer, la ciencia en demostrar. La ciencia no puede invalidar creencias que para ella son opiniones y la religión no pretende hacer ciencia de lo que cree.
Sin embargo, en el caso de los milagros sí se da una fusión o mixtura de ciencia y creencia, incluso colisión entre ambas, porque en los milagros hay una quiebra de las leyes que rigen los fenómenos naturales. Pero, como decimos, es la Iglesia la que pretende demostrar “científicamente” que en tales acontecimientos hay una intervención sobrenatural, para deducir con ello, a fin de cuentas, la existencia de Dios y del mundo supra natural. ¿Es válido tal proceder?
Está en juego, para poder validar científicamente tal hecho extraordinario, el asunto de la “verificación”. Así, mientras no se demuestre científicamente que la Virgen o tal santo curaron a tal persona –cómo, con qué medios, de qué manera, garantía de verdad, comprobación, experimentación y repetición del “suceso”, extensión a otros casos y falsación— no se puede hablar de milagro, científicamente, al estilo de Jesucristo poniendo la mano sobre el enfermo.
No es asunto menor la certificación de un milagro, porque de ello depende la magnificación, llámese si se quiere “santificación”, de una persona que en vida demostró cualidades extraordinarias y que merece “subir a los altares”, porque por su intercesión la fuerza de Dios ha obrado el milagro objeto de certificación oficial.
Pasemos ahora al mundo de las personas “normales”. Los milagros interesan poco o nada, especialmente al mundo científico, que los considera más o menos “falacias de la credulidad”. Las hipótesis de trabajo para esclarecer tales hechos portentosos podrían ser muchas, pero he aquí una, por si sirve: ¿por qué en vez de asignar intervención sobrenatural no se investiga la fuerza de convicción de la mente que “obliga” al cuerpo a someterse a los “deseos” de vivir? El milagro, entonces, no estaría en la virtud de tal virgen o tal santo –más todavía si se le quiere “santificar”-- sino en la propia persona.
Respecto al amplísimo espectro de los milagros del pasado, al hablar de ellos preciso es retrotraernos a las fuentes de donde surgen estas, digámoslo sin ambages, farsas científicas. Pongamos una venda previa a la herida que producen determinadas afirmaciones respecto a los milagros.
Dicen algunos que no podemos leer tales relatos milagreros con criterios actuales y que da igual que se hicieran o no dichos milagros y de que muchos de ellos eran producto de la sugestión. Sí, pero son formas inadmisibles de magnificar a un personaje.
Siguiendo ese criterio que algunos creyentes sostienen, a saber, que los milagros se deben “interpretar” no tanto como hechos reales sino como apologías, por lo mismo también se podrían interpretar, como actos figurados o imaginarios, todo lo que se afirma en el Nuevo Testamento: la "última cena", la pasión, la resurrección...: todo es simbólico. ¿Es que cuando algo no se entiende, hay que convertirlo en símbolo?