De aquellos polvos…

En la Alemania de Lutero y por los motivos de todos conocidos, ya en el siglo XVI, creció con fuerza el sentimiento anti romano o anti papista, podríamos decir un incipiente anticlericalismo, que terminó en la Reforma protestante.

Derivado de tal sentimiento, podríamos decir que este anti clericalismo se extendió no tanto a otros estados cuanto a determinadas capas sociales, las de mayor altura intelectual, en la época de la Ilustración, que en la Francia racionalista derivó en cristianofobia, movimiento que en España quedó diluido, que no extinguido,  por el fuerte poder que aquí tenía la Iglesia, sostenida por el poder político.

Primero fue la Enciclopedia, promovida por D’Alemebert y Diderot, pero uno que podría ser eximio portavoz de tales movimientos fue Voltaire. Aunque se piense que era un ateo visceral, no es cierto. Era creyente convencido, quizá con tintes deístas, más cercano al dios de la naturaleza que al cristianismo dogmático de Roma, también firme liberal respecto a las creencias de cada uno.

Suyo fue ese grito provocador ècrasez l’infáme, aplastad al infame, referido a la Iglesia romana, conformadora de la cultura cerril europea desde el Imperio Romano hasta el París real e incluso imperial. Lógicamente, tales expresiones en consonancia con la rebelión de la vecina Alemania luterana, tuvieron efectos letales en determinadas parcelas de la sociedad.

Podría ser éste un análisis un tanto simplificador, pero responde a una realidad histórica: cómo primero fueron los pensadores y luego el pueblo que sorbió tales pensamientos y ambiente anti clericales. La deriva tuvo una triple vertiente, la revolucionaria, la desconexión de grandes capas de población ante los credos, pero también la consolidación mayor de la clase social de los creyentes en torno a sus líderes.

Los primeros, con estas ideas subversivas, se convencieron de que la religión católica iba en contra de la razón y el progreso: sólo faltaba la fuerza política para erradicarla o apartarla de la sociedad. Fue primero Francia la que lo intentó con las turbulencias revolucionarias, de modo radical desde 1792 a 1799 (Convención y Director) y luego, durante el Consulado, de modo más suavizado, pero corrosivo en el modo de ir sustituyendo creencias asentadas. Ya conocemos lo que eso supuso: asesinatos y enorme destrucción de patrimonio artístico. Comparemos la riqueza que encierran las catedrales de Toledo o Burgos frente a la desnudez interior de la catedral de Notre Dame.

Los ideales de libertad, igualdad y fraternidad quedaron en meros lemas, eso sí, teñidos y barnizados del color rojizo de la sangre para desbancar al pensamiento cristiano. Vana ilusión la de instaurar una sociedad basada en el imperio de la razón.

La reacción tras el Congreso de Viena y la restauración de la monarquía supuso la proliferación de Congregaciones religiosas con tintes populistas, en el sentido principalmente de promover la educación cristiana y la asistencia sanitaria de las capas desfavorecidas. Y la deriva sentimental de devociones a flor de piel, como la del Corazón de Jesús.

En España ya sabemos lo que ocurrió: tras la caída de Alfonso XIII, la República supuso o quiso ser, sin lograrlo, una revolución de las ideas. Decimos de las ideas, porque su intento de desterrar las religiosas chocó con el sentir del pueblo. Fue un pecado de voluntarismo, un error evidente, que propició escenas violentas como la quema de iglesias y conventos de 1931 y la quiebra de la convivencia, que las autoridades ni pudieron ni quisieron atajar para evitar derivas posteriores en pro de la concordia y la paz social.  

La II República resultó lo que resultó, un baúl de deseos que terminó en fiasco: quiso ser, pero no lo logró. Hubo políticos regeneracionistas, personas de bien, políticos bienintencionados, intelectuales comprometidos con el proyecto republicano,  pero al fin se impuso el populismo, la demagogia y el enervamiento propiciados por determinados políticos que se impusieron al resto. ¿Vamos camino de lo mismo?

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