¿Y si lo que predican fuera mentira? (1)

 “Una señal inequívoca del amor a la verdad, es no mantener ninguna proposición con mayor seguridad de la que garantizan las pruebas en las que se basa.”  John Locke, (1632-1704)

Ya conocemos casos en que párrocos han predicado toda su vida aquello en lo que no creían o que directamente confesaron que era mentira. Incluso se habla de papas. Uno de esos párrocos, que causó en su tiempo gran sensación, fue el caso del sacerdote Jean Meslier (1664-1729) del que hemos hablado aquí en algún post. El novelista Unamuno –“San Manuel Bueno, mártir”—deja entrever en palabras de la “cronista” Ángela Carballino el drama profundo en que San Manuel Bueno vivió toda su vida, atormentado por aquel clarificador exabrupto “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”

No, por supuesto, no queremos dudar de la convicción en la que viven los que predican la “buena nueva”, pero muchas veces esa languidez en sus homilías, esa falta de convicción que muestran en lo que dicen, esas generalidades en que se mueve su mensaje… pueden inducir a pensar que “ése” no cree lo que predica. Es un perverso pensamiento, desde luego, pero ¿y si es verdad? Respuesta imposible.

Siempre he especulado en que curas y párrocos, pasada la edad de la ilusión, se sumergen en una situación vital muy dura, muy alienante y perturbadora, porque es muy difícil vivir los años de madurez y primera vejez sostenidos por la misma ilusión juvenil. Otra cosa es que llenen dicha vida ya madura con actividades de ayuda efectiva a los menesterosos y desvalidos de la sociedad, actividad que tiñen de convicción religiosa, cosa que les engrandece y justifica su existencia.

Los sacerdotes predican a Cristo y se centran sobre todo en su mensaje. Ciertamente es difícil, por no decir imposible, convencer a nadie respecto a que Jesús de Nazaret no fuera un personaje histórico: lo fue. La historia de occidente se cuenta por un antes y un después de Cristo; miles de millones de personascreen que existió, lo mismo que cualquier héroe de la antigüedad o del siglo pasado.

Ahora bien, lícito es preguntarnos, y más en tiempos en los que eso no conlleva la muerte del preguntón, si el tal Jesús vivió realmente. O más exactamente si lo descrito por el Nuevo Testamento responde a la realidad. Porque lo cierto es que no tenemos absolutamente ninguna prueba confiable fuera de las fuentes bíblicas, que son fuentes religiosas.

El fiel creyente de base, al oír decir esto, levanta las cejas con asombro y abre la boca con estupefacción: ¿pero cómo se puede dudar de esto? La existencia de Jesús es algo indiscutible, dirán. No puede ser que la historia se divida en dos, antes y después de Cristo, si ese personaje no ha existido.

Vayamos por partes: ese “antes y después de Cristo” no apareció hasta el siglo VI y no se comenzó a utilizar en Europa hasta el siglo XI. En España se hacía referencia, en los documentos medievales, a la Era Hispánica. Se aplicó esta numeración presuponiendo que Hispania había quedado  “pacificada” en el año 716 de la fundación de Roma, es decir, 38 años antes de la Era Cristiana.  Oficialmente la conversión de “era hispánica” a “año del Señor”, restando 38 años, cambió en tiempos de Juan I, año  1383, aunque todavía hay documentos en el siglo XV que siguen numerando según la “Era Hispánica”.

Fue Dionisio el Exiguo, por orden del Papa Juan I, el que fijó la cronología cristiana determinando el nacimiento de Jesús en el año 753 “ab urbe condita”. Es decir, el año 1º de la era cristiana lo fijó Dionisio en el 754 de la fundación de Roma. Dionisio fue un monje bizantino, matemático, que vivió entre el siglo V y el VI. Hoy día, y debido a la diversidad cultural, se prefiere poner a.e.c. (antes de la era común) en vez de a.c. (antes de Cristo).

Más todavía, hay publicaciones científicas que establecen acontecimientos muy lejanos, prehistóricos, en relación al presente, b.p. (before present), dado que a veces mil años más o menos importan poco. Por ejemplo, las pinturas de Altamira se fechan hace unos 17.000 años. No tiene sentido poner a.c. por inexactitud en la determinación de las fechas. Y también porque tal a.c. es una adjudicación culturalmente inexacta, parcial y abusiva cuando acontecimientos del pasado lejano poco tiene que ver con el nacimiento de un líder religioso.

Analizado más en profundidad el porqué del establecimiento de tal fecha por Dionisio, caemos en la cuenta de que tomó como históricamente válidas las narraciones de los evangelios, con el agravante de que se equivocó en 4 ó 6 años en la fecha del nacimiento de Jesús. Dionisio creía firmemente que Jesús nació el 25 de diciembre, posiblemente sin saber el origen paralelo de dicha costumbre.

 “La razón que llevó a la Iglesia Romana a fijar la festividad en ese día, parece ser su tendencia a suplantar las festividades paganas por otras cristianas. De este modo se originaron muchas de las actuales fiestas litúrgicas. Ahora bien, sabemos que entonces en Roma los paganos consagraban el día 25 de diciembre en celebrar el Natalis invicti, el nacimiento del Sol Invencible, que, después del solsticio, se engrandecía en fuerza y claridad. Símbolo del Sol era Mitra, divinidad oriental, cuyo culto había sido introducido en Roma en 274 a.c. De este modo, para hacer ocurrencia a la fiesta pagana consagrada al nacimiento del Sol natural (Mitra), la Iglesia comenzó celebrando este Sol novus (Cristo).” Enciclopedia de la Religión Católica, Tomo V

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