Ni siquiera el ritual les es propio.

Copia cristiana para instaurar un reino "en este mundo".

Si la doctrina de Pablo de Tarso, que fundamenta el cristianismo, es suficientemente conocida y sus fuentes neoplatónicas, mistéricas y judaicas también son relativamente claras, no lo es, sin embargo, la materialidad y organización de los ritos cristianos.

El cristianismo adoptó, se adueño, se apoderó, se apropió y suplantó para sus ceremonias las prácticas y ritos de que se habían rodeado los emperadores romanos de los siglos III y IV.

Es algo no suficientemente conocido y menos, desde luego, admitido por sus prosélitos. A la Iglesia no le interesa la exégesis histórica, tampoco en esto. Importa el presente. A la espera del futuro, silencia el pasado.

Todo el boato cristiano procede del culto al emperador. No hay ceremonia cristiana en su forma actual, que no tenga su referencia en la Corte Imperial del Bajo Imperio romano:

Cristo suplanta al Emperador, el templo será la domus imperialis, los obispos y sacerdotes, eunucos por el Señor, como lo fueron los ayudas de cámara del Emperador... La liturgia cristiana perpetúa el ceremonial cortesano. Del estudio de esa época, podemos entresacar las siguientes ideas:

  1. La figura del emperador adquirió tintes y consideración divina desde Diocleciano, pero muchos de sus rasgos provienen de épocas anteriores, con ritual cada vez más elaborado y sofisticado; esta burda farsa teatral –así calificada por algún contemporáneo del imperio— no lo será tanto cuando el príncipe o emperador pase a llamarse “Cristo”, a través de su representante; entonces el cuasi-dios será el Papa, el Santo Padre y el Emperador representante de Dios en lo temporal.
  2. el Emperador habitaba un palacio, “domus divina”, inaccesible al pueblo y a los mismos organismos imperiales; es un “locus absconditus”, un “sacrarium”;
  3. Su persona es sagrada, “sacer vultus”, igual que todo lo que le rodea;
  4. sus salas privadas y la sala de audiencias se llaman “sacrarium”, “interiora sacraria”, “penetralia” [aduton en griego]
  5. la actitud adecuada ante el emperador es el “silentium”; sus consejeros se llamarán “silentiarii”;
  6. el primitivo “consilium” o consejo imperial, se llamará “consistorium”;

  7. entre el emperador y sus servidores, ya en el “sacrarium” se alza un “velum”, un parapétasma (de ahí, parapeto); en el culto oriental, oficiante y altar se aíslan del pueblo por la “ikonosthasis”;

  8. de altísima relevancia, en su momento y en sus consecuencias, fue el estamento de los eunucos, seres asexuados, como ángeles, servidores directos del emperador y la emperatriz y únicos que podían permanecer en su presencia; posteriormente la Iglesia se servirá de “coros de vírgenes” rodeando al obispo a la vez que propugna el celibato para los siervos destinados al servicio de Dios; quizá sea idea novedosa ésta, la del origen del celibato en los eunucos, pero así fueron los hechos.

  9.  las ideas medievales sobre el paraíso y la corte celestial provienen de las que se tenían del palacio de los emperadores del Bajo Imperio;

  10.  la espera de su aparición en algún lugar se llamaba “adventus”. Los actos esenciales en la divinización de facto del emperador eran la “consecratio” y la “apotheosis” [apó zéosis], con la consecuente “adoratio”;

  11. la aparición del emperador en determinadas fechas tiene el carácter de “epifanía”, “teofanía” (zeofáineia);

  12. cuando aparece el emperador, “adventus”, es para procurar la felicidad a sus súbditos; este “adventus” llegó a ser una las fiestas más importantes del pueblo. Como ejemplo el “adventus” del Emperador Constancio II en el año 357, consignado por Amiano.

  13.  el anuncio de su llegada se consideraba un “eu anguélion”, una “buena nueva”;

  14. este “adventus” también estaba sometido a un ritual estrictamente normado, que favorecía el gozo del pueblo en la participación de lo invisible;

  15. sólo en sitios muy específicos y en tiempos regulados se podía ver al emperador; su traslado era lento, parsimonioso, en carro especial, sin poder ser visto, sólo “presentido”, como procesión de “Corpus Christi”; su presencia habitual era el circo o el hipódromo;

  16.  el Emperador se sentaba en el trono, lo mismo que Cristo en los cielos o, más tarde, el papa en “el trono de Pedro”;

  17. el carácter aislado de lo divino, separado, sagrado, es propiciado por la separación absoluta entre emperador y pueblo;

  18. el hombre del siglo IV se acercaba al emperador como quien se acercaba a un misterio; la relación con él era “sacramental”, mistérica (müsterion).

  19. una forma de acercarse a él era celebrar sus fiestas, entre ellas la del “dies natalis”, lo mismo que sucederá con el “dies natalis” de Jesús;

  20. otra forma de acercarse era lo que llamaban “sacramentum”, celebraciones rituales que tendían , más que a manifestarlo, a ocultar al Emperador y que propiciaban aún más su aislamiento e invisibilidad;

Como puede verse por la enumeración anterior y por lo que sigue, la Iglesia ha vivido de elementos "cultuales" divinizadores de la figura del Emperador, desarrollándolos para llegar a la semi-divinización de su líder espiritual, el Papa. Ni más ni menos que lo que sabemos del culto pagano y lo que hemos llegado a conocer del culto egipcio desarrollado por los sacerdotes de Amón. No ya en los "elementos míticos": también en los elementos "folklóricos" el cristianismo no deja de ser un centón de mitos y prácticas rituales anejas a ellos.

21. aunque la figura física del emperador no estaba al alcance de casi nadie, sin embargo era omnipresente por medio de imágenes y símbolos: estatuas, monedas, camafeos, gemas, dípticos de marfil, pinturas en tablas, platería, que servían para hacerle presente entre sus súbditos;

22. de la figura del emperador “emana” una luz perpetua, un nimbo o aureola que rodea su cabeza, iconografía que pasaría a Cristo y, secundariamente, a los santos;

23. el rostro del emperador es “tremendum et fascinans”, que su iconografía tenderá a resaltar : hierático, adusto, mirada fija y penetrante, gesto solemne; en las pinturas, el emperador siempre tiene mayor tamaño que el resto de las figuras, algo que se hará presente en la imaginería del románico; a veces se erigían estatuas colosales del emperador, similares a los “corazones de Jesús” que hoy día dominan cerros y lugares elevados;

24. ante la efigie o figura veneranda del emperador se quemaba incienso y se colocaban cirios, algo de lo que la liturgia cristiana se ha apropiado hasta el paroxismo crédulo

25. de uso exclusivo del emperador, ya desde el siglo I, eran la púrpura, la diadema y el trono; su usurpación conllevaba penas que podían llegar a la muerte; decir “púrpura” era sinónimo de emperador: purpuram sumere, divina purpura, adoratio purpurea, natales purpurea, etc. El relato de los evangelios revistiendo de púrpura a Jesús no deja de ser un signo que confirma el hecho. Hoy son los cardenales los llamados “purpurados”;

26. la diadema como símbolo imperial derivó en tiara papal con tres coronas superpuestas. Una salvedad: el origen de tal diadema, mitra o tiara hay que buscarlo en ámbitos del cercano oriente.

27. el globo y el cetro fueron otros distintivos imperiales a partir del siglo IV;

28. no sólo se rodeaban de eunucos para el servicio imperial: los emperadores disponían de coros de vírgenes: la sexualidad no es ejercicio ni atributo digno de la divinidad.

La enumeración de datos sobre el ceremonial del Bajo Imperio ha sido extensa, ciertamente, pero merece la pena desvelar la sutil maniobra con que la Iglesia cristiana trasvasó todo ese ceremonial al culto de Cristo, enalteciendo la Institución eclesiástica frente a la imperial y convirtiendo la religión “profética” en religión “cultual”. Con toda la gravedad que el hecho supone, trocó la salvación en sacramento.

Llegado el cristianismo, era algo frecuente la procesión triunfal del Emperador y la Emperatriz al templo de Dios: con el boato oportuno, recibían la glorificación de los hombres, sí; pero suponía la escenificación de que el poder temporal se humillaba ante el divino, representado por el Obispo: el Emperador, primero, por debajo del Dios verdadero; luego, el Emperador por debajo del Obispo. A más largo plazo, el Papa suplantó incluso la figura del Emperador. Las tres coronas de la tiara se unieron en una.

Las consecuencias todavía perduran en el "Estado Vaticano", parafraseando a Zorrilla, "vago remedo del postrer intento".

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