Cuando vacilas, nadie confía.

Dígase lo mismo de las creencias primeras y fundamentales: si se ponen en duda, la defección está asegurada.

 En el artículo anterior citaba el hecho fundante del cristianismo en el que San Pablo basa la fe de los cristianos, la resurrección de Cristo (I Cor.15, 12) “Si la resurrección de los muertos no se da, tampoco Cristo resucito. Y si Cristo no resucitó, vana es nuestra predicación, vana nuestra fe”, con el añadido, a la fe, de la esperanza: “Si nuestra esperanza en Cristo sólo se refiere a esa vida, somos los más desdichados de todos los seres humanos”.

En consonancia con estas citas, la Iglesia dejó sentado en su Catecismo que “la resurrección de Jesús es la verdad culminante de nuestra fe en Cristo”. Resulta curiosa la doble titularidad del sujeto de la fe: Jesús y Cristo. Jesús resucita, como dando a entender que Jesús era el hombre, y los fieles desde ese momento Jesús se transforma en Cristo, en el cual deben creer, que es Dios.

Si bien la resurrección es algo presupuesto y dado por sentado en las Cartas, en los Hechos y en los Evangelios, si miramos detenidamente no está tan clara la cosa cuando se disecciona el primero de los evangelios, el de Marcos, porque parece que para este evangelista la resurrección de Cristo no existe.

Un símil teatral: tres personajes en escena; hablan de alguien que no se ve; dicen que está en la estancia de al lado; hablan de él, de que lo esperan, de su fisonomía… El espectador da por supuesto que el desconocido ausente está ahí, existe.  Lo mismo sucede con el relato de Marcos: el domingo por la mañana, tres mujeres se presentan ante el sepulcro; ven un joven vestido con una túnica blanca sentado junto a la cancela; el joven les dice que Jesús no está en el sepulcro, que ha resucitado. Asustadas, las tres mujeres salen huyendo. Tanto su versión como la del centurión testigo, lo único que certifican es que el sepulcro estaba vacío.

Según muchos biblistas entendidos, los posteriores versículos que relatan apariciones de Jesús son un añadido que varía según múltiples versiones.

En Mateo, 28, 15 aparece la versión que los soldados ofrecieron, después de recibir una fuerte suma de dinero, comprados por los sacerdotes: “Decid que durante la noche, mientras dormíais, los discípulos de Jesús vinieron y robaron el cuerpo… Ellos, tomando el dinero,  hicieron como se les había dicho. Y ésa es la explicación que hasta el día de hoy circula entre los judíos”.

Aventuramos otra versión también lógica, que José de Arimatea hubiera depositado el cuerpo en otro lugar distinto al que estaba destinado alguien que había sido ajusticiado por rebelión contra el Imperio y cuyo destino era la fosa común. Pero, lo que todos los comentaristas dicen: ¿cómo es posible que un hecho que es clave en la fe cristiana  sea relatado de manera tan diversa en las cuatro fuentes oficiales del cristianismo?

¿Dónde se encuentra la verdad? ¿En la resurrección o en el secuestro del cadáver? Es muy lógico pensar en la segunda opción, por ser lo  natural y más concorde con las leyes biológicas. Cada uno es muy libre de pensar lo que quiera y de creer, incluso, cosas imposibles, porque un muerto, si tal es su condición, no puede regresar a la vida. Si recobra la vida es que no estaba muerto.

Entre los judíos, sabido que el sepulcro estaba vacío, la convicción fue que alguien se había adueñado del cuerpo de Jesús. Curiosamente este rumor lo corrobora el mártir Justino en su obra Diálogo con Trifón, confirmando lo que hoy han deducido los estudiosos y que en su tiempo pensaban los judíos: que Jesús había sido crucificado por embaucador, en realidad por sedición, y que su resurrección era una invención de los discípulos de Jesús después de haber robado su cuerpo.

A cualquier ciudadano europeo, abrumado por una apabullante tradición de enseñanzas, celebraciones y cristos enseñoreando cualquier rincón y actividad, le es imposible negarse a aceptar la versión cristiana. Ni se le pasa por la cabeza. Pensar en esa posibilidad incluso al más agnóstico asusta porque supone destruir toda una civilización.

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