¿Cargos vitalicios?

De lo que se trataba, se trata y probablemente se seguirá tratando, es llanamente de las ventajas que en todo orden de cosas-pastorales y pontificales- ha de tener, y tendrá, en su día la decisión oficial de que los Papas, a una determinada edad, se retiren o jubilen, haciendo uso más sacrosanto y canónico de tal locución, con remembranzas a “júbilo” o a “jubileo”.

La Iglesia es, ha de ser, reflejo de la propia vida. Por vocación y por ministerio pretende ser su respuesta de fe, de esperanza y de caridad, teniendo devotamente presente que en los tiempos en los que nos encontramos, y en el marco socio-cultural y cristiano en el que se desarrollan las personas, las instituciones y los pueblos, únicamente en la monarquía y en la Iglesia y, por su específica e inexcusable determinación de los mandatarios como en los casos de Cuba, Venezuela, Corea del Norte y asimilados, los cargos se les adscriben a las personas a perpetuidad. Por supuesto que el bien de la colectividad en sus diversos círculos, estancias y estrofas, en el contexto de la presencia e inspiración de procedimientos inspirados por la democracia, habrían de estar abocados a su desarrollo más proporcionado y activo por la participación de los miembros de la comunidad, que es Pueblo de Dios en la institución eclesial.

El bien espiritual y material de quienes encarnaron los más altos cargos en ella está asegurado, con sobrados merecimientos y con la confianza de que su jubilación facilitará su entrega absoluta al cultivo de la espiritualidad y de la oración, con destino predilecto para quienes les sustituyeron y desde la convicción absoluta de que para estar al frente de la Iglesia de Cristo en la actualidad la ayuda de lo Alto, reclamada mediante la oración, es categórica y dogmáticamente imprescindible.

Nuestra reflexión resultaría manca y absurda, sin al menos apuntar aquí y ahora que mi sugerencia de plantearse con devoción y respeto el tema de la posible jubilación en la Iglesia en sus más altas instancias, suscitaría comentarios por parte de los lectores. Hasta el presente, y según constancia de sus intervenciones escritas en esta sección, blindadas al amparo de algunos pseudónimos bíblicos, han “pasado” del tema y han dedicado sus esfuerzos y sus intenciones a averiguar qué edad tengo, el dato de si fui o no suspendido “a divinis”, absteniéndose de averiguar si fui o no, cuándo y por qué “aprobado”, por haber sido y ejercido de “mensajero” –siempre éste con vocación martirial-, si un periodista gana más que un cura –pese al dicho de que “vives mejor que un cura”- si el área municipal de la Ciudad de los Periodistas es o no para pobres, cuál es la marca y tipo de mi coche, si soy o no “jubilable”, si chocheo o si estoy resabiado, y si por edad, vocación y oficio, tengo que resignarme “a dejar a los demás en paz”, aunque ésta sea la del cementerio o la de la inoperancia o quietismo pseudo contemplativo. En este apartado, y deduciendo por lógica que la edad –la mía y la de los demás, y en igualdad de condiciones-, lleva inexorablemente al chocheo, podría resultar una ofensa y una irreverencia tener que aplicársele este principio a todas las instancias de la Iglesia sin exclusión ni siquiera del Papa.

Vamos a intentar ser serios, dejándonos de puerilidades, fruslerías y miedos canónicos subordinantes y rutinarios, y desde la sensatez, la humildad, el sentido común y la exigencia de los tiempos nuevos, veamos ya próxima la posibilidad de que la jubilación llegue a ser también patrimonio del Papa, de idéntico modo a como lo es ya para los miembros del Colegio Cardenalicio, para los curas de los pueblos y para el resto de los obispos de toda la Cristiandad.

Esto, hasta tiempos recientes era impensable y ahora nos parece normal, con las correspondientes satisfacciones, indulgencias y bendiciones del Pueblo de Dios, de sus Cardenales y de sus Obispos, teniendo siempre presente, por encima de todo, el bien de la Iglesia.


© Foto: Magnus Rosendahl.
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