Célibe o Soltero

En relación con el término “célibe”, el diccionario de la RAE. merece un rotundo y ruboroso “suspenso”. Lo define como “dicho de una persona que no tomó estado de matrimonio”. Al soltero le aplica este dictamen: “dícese de quien no está casado”. (en otra acepción refiere que “también se usa como suelto o libre”). Pero el pueblo-pueblo, con inclusión relevante para el Pueblo de Dios, que sabe más de religión que el diccionario, consagra la palabra “célibe” a quienes eligieron tal estado “por el Reino de Dios”, reservando la de “soltero” para motivaciones distintas, santas o no.

En la cresta informativa de estos conceptos, encaramada más que nunca en la actualidad, las siguientes reflexiones serán de devoción para unos, de reprobación para otros, de debates-polémicas para los más y de provecho para casi todos.

. El celibato sacerdotal no es dogma de fe, ni verdad incontrovertible en la Iglesia. Hubo tiempos muy largos en los que no fue exigido. Nada menos que el apóstol san Pablo, y a los obispos, les exigía únicamente que “fueran esposos de una sola mujer”, con rechazo implícito de la poligamia. La mayoría de los apóstoles eran casados.

. Impuesto por Concilios Ecuménicos, con las correspondientes leyes y normas canónicas, siempre “por el Reino de Dios”, es obligado y obvio reconocer que en frecuentes ocasiones, tal decisión y estado resultaron provechosos en el ordenamiento eclesiástico. Tal aseveración, a la luz de los hechos, abre de par en par las puertas a la información constada y veraz, de que en todos los niveles, con relevante mención para los eclesiásticos, -sin exclusión de algunos Papas y obispos, no siempre se observó tal disciplina canónica.

. Es de notar que, al menos en similares proporciones, para el Pueblo de Dios este incumplimiento fue motivo de escándalo, como de comprensión, tolerancia y condescendencia. En circunstancias normales fue este uno de los “pecados” canónicos más perdonados y absueltos. El episodio evangélico de que “quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra”, con la espectacular y bochornosa huída de los más viejos, resultó, en determinados tiempos y lugares, norma estable y reconocida de vida clerical.

. Muchos en el Pueblo de Dios se percataron bien pronto de que el “Reino de Dios”, pese a la normativa eclesiástica, no siempre, ni mucho menos, fue su inspirador, guardián y custodio. Lo fueron otras, y aún sinrazones, sin que de ellas deban excluirse también las de orden económico a favor de la institución, o de los intereses familiares más o menos legítimos.

. Dentro del mismo Pueblo de Dios, no pocos llegaron a la perseverante conclusión de que la condición de “padre” –hombre casado- podría favorecer a su comunidad, y a las comunidades cristianas en general, por encima de otras razones en contra. Argumentan para ello que, como el amor es lo que hace Iglesia a la Iglesia, su ejercicio por parte de los sacerdotes es asimismo lo que los haría ser padres de verdad, y en conformidad con el sobrenombre con el que son conocidos y reconocidos.

. A idéntica conclusión se llegó al percatarse de que los valores evangelizadores de los sacerdotes casados, desde sus vivencias familiares como padres y esposos, podrían conferirles ejemplos de vida, encarnados tanto en sus situaciones ético-morales, como en las doctrinales.

. En esta tarea ni faltaron ni faltan teólogos que se prestan a iluminar con criterios evangélicos incontrovertibles, los caminos que llevarían al celibato sacerdotal opcional por el “Reino de Dios”, adelantándose a tiempo relativamente próximos, al menos como solución práctica para la falta, extrema ya, pero que se acrecentará aún más, de sacerdotes en la Iglesia católica.

. Con el apoyo de una mujer, en un ambiente familiar cristiano por todos sus costados, sería explicable en la mayoría de los casos, que la efectividad de la acción pastoral de los sacerdotes resultara incomparablemente más provechosa. Efectividad y afectividad se matrimonian en la Iglesia como signo de amor y de caridad. La de “saber amar” es una de las asignaturas –ciencia y virtud-, que no llegan a superar los sacerdotes, obnubilados con los pecados propios y ajenos. Sin amor, no es posible ni ser ni ejercer de humanos, ni de cristianos y, por tanto, ni de sacerdotes. Es y será siempre el amor lo que hace a la Iglesia. La profanan y la deshacen el odio, las imposiciones y las normas o leyes con las que, a veces hasta hipócritamente, se pretenden salvar apariencias periclitadas y escasas de credibilidad. El amor-mujer le confiere al hombre características atractivamente paternales, arrancando de su faz cualquier
sospecha de jefe, patrono, preboste o cacique.

. En relación con el celibato, como con otras cosas, la Iglesia, con sus normas y cánones, no habrá de enemistarse con la teología, sino valerse de ella para el provecho y servicio de las comunidades cristianas.
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