Vaticano II: Antes y Después
El concilio Vaticano II fue el acontecimiento de mayor relevancia de la historia de la Iglesia en los últimos siglos. Tal aseveración manifiesta nada más y nada menos , que los adverbios “antes” y “después” habrán de ser analizados permanentemente, y a la luz de los hechos, de las esperanzas y de las desesperanzas.
. En el tiempo transcurrido entre el concilio de Trento y el Vaticano II, el clamor de la Iglesia por la renovación- conversión y cambio, se hizo grito entre los que no se acomodaran a la situación, por falta de sensibilidad y sobras de distanciamiento de las realidades terrenales, y aún porque al resto de los miembros de la Iglesia pudiera suponerles cierto escándalo. La formación recibida durante años tan precarios, inhóspitos y en permanente huída del mundo, posiblemente justificaría la determinación a ultranza, de estabilidad, tal vez condicionados por el principio ascético de que “en tiempos de bonanza, procede no hacer cambios”.
. En el camino teológico de convertirse el “rebaño sagrado-“grey” en “Pueblo de Dios”, con responsabilidades en la diversidad de estamentos eclesiales, al igual que en cualquier otra actividad terrenal, aspirar a la convocación de un Concilio, - en este caso el Vaticano II- fue calificada por algunos como “insensata” y “provocadora”.
. El cambio no podía ya aplazarse, y todavía quedaban algunos –pocos- teólogos y obispos dispuestos a aportar su colaboración pastoral, ascética y mística. En Iglesias como la española, la colaboración tenía que ser – y así fue- nula, cuando no deplorable y hostil. El “tridentinismo” eclesiástico había arraigado desde los tiempos imperiales entre los hispanos, con conciencia de inalterables dogmatismos.
. La conclusión inmediata de tal planteamiento tuvo que ser –y fue- de censuras y de reprobaciones de los fervientes seguidores del nuevo Concilio. El desafecto y la defección de la jerarquía, así como su falaz y dolorosa interpretación de los principios conciliares, aportaron y aportan pruebas de su “inmovilismo pastoral”.
. Las esperanzas del Concilio se truncaron en gran proporción, también a causa de los testimonios y doctrinas oficiales”, posteriores a Juan XXIII, excluidos felizmente los reverdecimientos prometedores del Papa Francisco, si este no prescinde ya de estructuras y personas eclesiásticas, que impiden, e impedirán, a perpetuidad, aún los argumentos y escritos, aprobados “en el nombre de Dios”.
. El “después” del Concilio ya es esperanzador para algunos, pero no para la mayoría. La menguada reencarnación salvadora de la Iglesia, sobre todo, de su jerarquía, en el mundo de hoy, es aspiración con reducidas posibilidades y de dudosa fiabilidad. Los hechos son los hechos, y “el voto de estabilidad” y de inalterabilidad, parece tener tantos o más adictos y devotos que los de castidad y obediencia.
. Es histórica y teológicamente inexplicable que, desde el Concilio Vaticano II, la Iglesia no solo no haya adelantado en el camino de la renovación, que los documentos oficiales del mismo demandaron y demandan, sino que se ha intentado y, en parte, se haya enquistado, con perseverantes deseos de volver a los tiempos del Concilio de Trento, con veneración, añoranzas y evocación consiguientes.
. Al Papa Francisco le encomienda la historia ser protagonista de un cambio, con carácter “penitencial”, que decididamente, y con exactitud eclesial, haga realidad gloriosa el mandato de Dios al de Asís: “Francisco, repara mi casa, que está en ruinas”. El “después” del Concilio habrá de ser respuesta honrada y cabal a las legítimas aspiraciones eclesiales incardinadas en el “antes” del mismo.
. La respuesta evangélica a la práctica totalidad de la jerarquía, y de no pocos “fieles”, obcecados en seguir con el continuismo tridentino, será tarea principal apostólica del Papa Francisco, artífice y mensajero de la “paz y del bien”.
. En el tiempo transcurrido entre el concilio de Trento y el Vaticano II, el clamor de la Iglesia por la renovación- conversión y cambio, se hizo grito entre los que no se acomodaran a la situación, por falta de sensibilidad y sobras de distanciamiento de las realidades terrenales, y aún porque al resto de los miembros de la Iglesia pudiera suponerles cierto escándalo. La formación recibida durante años tan precarios, inhóspitos y en permanente huída del mundo, posiblemente justificaría la determinación a ultranza, de estabilidad, tal vez condicionados por el principio ascético de que “en tiempos de bonanza, procede no hacer cambios”.
. En el camino teológico de convertirse el “rebaño sagrado-“grey” en “Pueblo de Dios”, con responsabilidades en la diversidad de estamentos eclesiales, al igual que en cualquier otra actividad terrenal, aspirar a la convocación de un Concilio, - en este caso el Vaticano II- fue calificada por algunos como “insensata” y “provocadora”.
. El cambio no podía ya aplazarse, y todavía quedaban algunos –pocos- teólogos y obispos dispuestos a aportar su colaboración pastoral, ascética y mística. En Iglesias como la española, la colaboración tenía que ser – y así fue- nula, cuando no deplorable y hostil. El “tridentinismo” eclesiástico había arraigado desde los tiempos imperiales entre los hispanos, con conciencia de inalterables dogmatismos.
. La conclusión inmediata de tal planteamiento tuvo que ser –y fue- de censuras y de reprobaciones de los fervientes seguidores del nuevo Concilio. El desafecto y la defección de la jerarquía, así como su falaz y dolorosa interpretación de los principios conciliares, aportaron y aportan pruebas de su “inmovilismo pastoral”.
. Las esperanzas del Concilio se truncaron en gran proporción, también a causa de los testimonios y doctrinas oficiales”, posteriores a Juan XXIII, excluidos felizmente los reverdecimientos prometedores del Papa Francisco, si este no prescinde ya de estructuras y personas eclesiásticas, que impiden, e impedirán, a perpetuidad, aún los argumentos y escritos, aprobados “en el nombre de Dios”.
. El “después” del Concilio ya es esperanzador para algunos, pero no para la mayoría. La menguada reencarnación salvadora de la Iglesia, sobre todo, de su jerarquía, en el mundo de hoy, es aspiración con reducidas posibilidades y de dudosa fiabilidad. Los hechos son los hechos, y “el voto de estabilidad” y de inalterabilidad, parece tener tantos o más adictos y devotos que los de castidad y obediencia.
. Es histórica y teológicamente inexplicable que, desde el Concilio Vaticano II, la Iglesia no solo no haya adelantado en el camino de la renovación, que los documentos oficiales del mismo demandaron y demandan, sino que se ha intentado y, en parte, se haya enquistado, con perseverantes deseos de volver a los tiempos del Concilio de Trento, con veneración, añoranzas y evocación consiguientes.
. Al Papa Francisco le encomienda la historia ser protagonista de un cambio, con carácter “penitencial”, que decididamente, y con exactitud eclesial, haga realidad gloriosa el mandato de Dios al de Asís: “Francisco, repara mi casa, que está en ruinas”. El “después” del Concilio habrá de ser respuesta honrada y cabal a las legítimas aspiraciones eclesiales incardinadas en el “antes” del mismo.
. La respuesta evangélica a la práctica totalidad de la jerarquía, y de no pocos “fieles”, obcecados en seguir con el continuismo tridentino, será tarea principal apostólica del Papa Francisco, artífice y mensajero de la “paz y del bien”.