De hisopo, ¡nada!

El Diccionario de la RAE ofrece dos versiones de esta palabra de procedencia hebrea y griega. La primera hace referencia horticultural a una “mata muy olorosa de la familia de las labiadas con flores azules o blancas y con aplicaciones en medicina y perfumería”. Reconocido y aplicado ecologista, la acepción a la que aludía y destacaba el señor regidor era la segunda, de “utensilio usado en las iglesias para dar o esparcir agua bendita, con mango de madera, metal o plata, que incluye una bola metálica hueca y agujereada que retiene el agua”. Por supuesto que el administrador único y exclusivo del instrumento en cuestión es el sacerdote o cualquier otro miembro de la Jerarquía eclesiástica, por lo que su presencia como tal es requerida y precisa en lugares y tiempos en los que se actualiza el significado que presupone el agua bendita y su expansión santificante y purificadora. Una de estas aplicaciones al uso es exactamente el de las inauguraciones de lugares, aparatos, artificios, máquinas, recintos o espacios, instalaciones deportivas y culturales…
El caso es que, sin descartar motivaciones seriamente religiosas, otras de distinta traza y cariz justifican la presencia de aguas lustrales esparcidas por los administradores canónicos y sacramentalizados. En no pocos casos tales aguas y tales ceremonias y ritos están de más, expuestos a desacralización, irreligiosidad o irreverencia.
Antes, y aún ahora, se bendecía e hisopeaba todo o casi todo, suscitando entre los asistentes, también entre los católicos por convicción, interrogantes similares a estos: ¿Pero qué tienen, por ejemplo, las instituciones bancarias, cajas y entidades de crédito, en sus sedes centrales y en sus sucursales, para ser bendecidas y asperjadas por los señores obispos o por los párrocos del lugar? ¿Compromete y acentúa su dimensión benéfico-social, o intenta tal ceremonia facilitar el acrecentamiento de las propias riquezas o fondos, comportándose como otros tantos seguros en esta y hasta en la otra vida, que evitara la ruina, “si por un casual vinieran mal dadas”?
¿Dispondrían los hisopos de aguas pletóricas de tanta y tan impoluta operatividad limpiadora como para apuntalar por siempre jamás la buena intención que tuvieran los promotores o dueños de cualquier negocio, incluidos -¿por qué no?- aquellos cuya sola denominación levanta sospechas bien asentadas, firmes y reconocidas, como en el caso de tantas empresas relacionadas con el ocio en determinadas versiones? ¿Es exagerado llegar a la conclusión de que el solo hecho de bendiciones extemporáneas y a-críticas puede dar oportunidad a que ciertos comentarios recelosos cortejen ya desde el principio la inspiración socio-religiosa con que fue dotada la inauguración de la obra asperjada?
La religiosidad es algo tan serio y sagrado que no cabe en ceremonia alguna. Con la religión y sus apariencias no se puede jugar. Los curas y asimilados jerárquicos jamás se debieran prestar, y menos balanceando el hisopo, a conferirle carácter de unción religiosa a no pocos edificios, monumentos, lugares o actos. El límite de lo blasfemo o de lo irreverente se traspasa con facilidad y frecuencia en nuestra sociedad acostumbrada a la proliferación insustancial de ceremonias, ritos y actos meramente externos.
Por tanto, el hisopo no será objeto lúdicamente piadoso. Su rentabilidad tendrá que ser siempre exigentemente religiosa. Cualquier otra intención resultará reprobable a los ojos de Dios y a los de los hombres, con obvia inclusión en este término de los miembros/as (¿¿) del sexo femenino.
Desde esta perspectiva no seré yo quien intente corregirle al edil regidor de mi municipio extremeño de Segura de León su terminante propósito de no ser ferviente partidario del uso del hisopo en su jurisdicción, fuera de los ámbitos cien por cien eclesiásticos, con ignara intromisión en los civiles. Eclesiastizar -“clericalizar”- todo o casi todo, como se hacía y, a veces, se hace, es tanto o más grave y necio en la vida, como “desreligiosizar” lo más santo de verdad que hay o que puede haber en la misma.
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