Muchacho con síndrome de Down

El 21 de marzo pasado, se celebró el Día Mundial del Síndrome de Down. No soy un experto en esta alteración genética, pero he conocido unos cuantos niños, algunos hoy ya mayores, que la padecen. He conocido sobre todo a dos y muy de cerca. Se llaman Genaro y Mari Ángeles. Para calificarlos sólo cabe hablar de una bondad y una belleza interior muy por encima de lo habitual. ¿Poesía de un ingenuo idealizador, con los ojos cerrados? Verdad. Verdad lisa, llana y demostrable. Me consta que en uno de los casos sus padres sufrieron una severa conmoción en el nacimiento del hijo. Un doctor con experiencia y humanidad les ayudó a tranquilizarse y aceptar. Les dijo que aquel hijo sería posiblemente el que más amor y felicidad iba a aportar a la familia. Sin establecer comparaciones ni restar nada a sus hermanos, el médico acertó. No escribo de memoria. El chico, con su nombre y apellidos, es el protagonista de mi poema.

Ya en 2008 en un artículo de El País se afirmaba que el número de nacidos con síndrome de Down se había rededucido en un 30 %. El diagnóstico prenatal y las nuevas corrientes sobre el aborto parecen llevar a muchas madres a la terrible decisión. La madre de mi amigo G., ponderando lo que el hijo regalaba en felicidad a la familia, me decía no hace mucho desde el estupor: “Si lo supieran... ¿Cómo es posible matar a estos niños?”

Cualquier creyente con sensibilidad puede “ver” a Dios en lo mejor y más bello del mundo: en una madre, en los niños, en un amigo, en las buenas personas, en las mil caras de la naturaleza... Yo he visto a Dios en este “muchacho”, ya un hombre, y en esa niña, ya mujer,

a la que le cuadran de lleno los versos que dediqué a Genaro.

El poema, al margen de cualquier consideración moralizante, de cualquier polémica, canta esa bondad y esa belleza humanas que “vuelven mejor el mundo”.

MUCHACHO CON SÍNDROME DE DOWN


A Genaro Aguinaga Mendióroz


No cambiaré por mil cromos tu cara
ni por diez mil juguetes la bondad con que miras.
Prefiero tu sonrisa a un caballo de oro
y un gesto tuyo de felicidad a las fiestas.
Mejor es tu palabra confiada que el discurso de un sabio
y tu apretón de manos que el regalo de un príncipe.
Vale más tu gratitud que un botín fabuloso
y todo tú eres más feliz que un despertar de sol, con muchos pájaros
y un arroyo a los pies de tu casa.
Quien te cobija, cobija la bondad, y la luz, y la música,
y un espejo limpio en el que hasta los cielos se miran con agrado.
Y cuando sales a la calle, vuelves mejor el mundo
y haces más hondo el aire que respiras.


(Obra poética, p. 554)
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