Sobre el levantamiento de las excomuniones.

Hay un hecho indiscutible. Los cuatro obispos consagrados por monseñor Lefebvre ya no están excomulgados. Son obispos de la Iglesia católica, apostólica y romana. Aunque no se haya declarado, de momento, cual es su munus eclesial.

Esa es la gran verdad de hoy. Y también cabe reseñar, positivamente, el acogimiento agradecido y eclesial que ha hecho monseñor Fellay. Del que cabe augurar la muy pronta integración plena de él y de muchos de los que le seguían en la comunión de la Iglesia. Sin reserva alguna de los que llegan y de los que les reciben. O así debería ser.

Ahora voy a exponer mi opinión sobre lo que ha ocurrido. Que es mía. Por mí no habla la Iglesia. Pero yo quiero hablar con la Iglesia. Por tanto, si algo de lo que voy a decir no estuviera de acuerdo con lo que la Iglesia piensa debe tenerse desde ya mismo por no dicho y atribuirse a mi ignorancia y no a mi voluntad.

El levantamiento de las excomuniones no es un reconocimiento de que no existieron sino que, por motivos serios, se dejan sin efecto. La Iglesia ha venido excomulgando al obispo que consagra y a los consagrados si no existe mandato apostólico. Eso ocurrió con las ordenaciones episcopales a las que nos referimos y por eso llegó la excomunión.

¿Obraron mal monseñor Lefebvre, monseñor Castro Mayer y los cuatro obispos consagrados? Objetivamente, sí. Subjetivamente, pienso que no. No me cabe duda de que todos tenían cierta voluntad de servir a Cristo y a la Iglesia. Por tanto, subjetivamente obraron bien y no cometieron pecado alguno. Voy a extremar la caricatura para que todos la entiendan. Alguien piensa que asesinando a otro hace un gran bien a la Iglesia y que esa es la voluntad de Dios. No comete pecado alguno porque para cometerlo se necesita conciencia de estar haciendo algo contrario a lo que Dios manda. Podrá ser un loco, un equivocado, pero no un pecador. Aunque luego caiga sobre él la pena que corresponda por el asesinato. Pues, mutatis todos los mutandis que queráis.

Se entiende también que, recaída la excomunión, ellos pensaran que era injusta porque estaban salvando a la Iglesia que se precipitaba en el abismo. Que lo pensaran ellos y sus seguidores. Yo nunca lo pensé.

Y ante el desmadre que se produjo en la Iglesia, que hasta hizo decir al Papa Pablo VI que el humo de Satanás se había introducido en ella, es comprensible que algunos pensaran, no yo, que eso era lo que había que hacer.

Pienso también que monseñor Lefebvre prestó un gran servicio a la Iglesia. Dios escribe derecho con renglones torcidos. Porque su actitud, tan radical, abrió los ojos a muchos que, sin seguirle, empezaron a considerar que tal desmadre era suicida y comenzó la restauración. Iniciada en los últimos tiempos de Pablo VI y continuada por Juan Pablo II y Benedicto XVI. Supongo que ese servicio habrá pesado en el levantamiento de las excomuniones.

Algún comentarista ha dicho que han sido nulas, e incluso no faltó quien aseguró que así lo reconocían prácticamente todos los canonistas. Ni fueron nulas, pues en ese caso no habría que levantarlas sino declarar su nulidad, ni la mayoría de los canonistas sostienen eso. Sólo lo han hecho los de la Fraternidad de San Pío X y alguno muy próximo. Que evidentemente justificaban su actitud.

Todos los disparates que han tenido lugar al amparo del llamado "espíritu" del Concilio, dogmáticos, morales, litúrgicos, canónicos, reafirmaron a los lefebvristas en lo acertado de su actuación y les llevaron, además, a penosas declaraciones. Sobre el Concilio, la misa y el Papa. Que pienso ahora algunos lamentarán y que constituyen un borrón en su historia. Y en ello hay grave responsabilidad de unos dirigentes que no puedo creer estuvieran convencidos de las barbaridades que dijeron o alentaron se dijeran. Con ello justificaban su posición pero inducían a sus fieles a errores gravísimos.

La no admisión del Concilio, que consideraban una traición a la Iglesia, respaldaba ciertamente su rebeldía pero es insostenible. El segundo Concilio Vaticano será pastoral y no dogmático, o poco dogmático, lo que se quiera, pero es un Concilio Ecuménico de la Iglesia Católica. Y como tal hay que aceptarlo. Aunque hay que aceptarlo como se debe. La aceptación del Concilio no supone, como algunos antilefebvristas han pretendido, tener todas sus palabras como dogma de fe. Un católico puede perfectamente pensar que tal párrafo no es acertado. O que sus efectos fueron los contrarios a los que se proponían. O que sobraba. La misma Santa Sede admite la crítica constructiva del Concilio.

Sólo un mentecato puede creer que hay que sostener con fe católica, como la Resurrección de Cristo, que "también las nuevas formas artísticas que convienen a nuestros contemporáneos según la índole de cada nación o región, sean reconocidas por la Iglesia". Se puede ser absolutamente católico y pensar que esas nuevas formas artísticas han inundado de feísmo nuestras iglesias. E incluso pedir que sean eliminadas de ellas.

Esas exageraciones han llevado a algunos a negar la validez de la nueva misa e incluso a considerarla sacrílega. No me voy a extender en ello porque me parece de un cretinismo tal que creo no vale la pena. Entiendo perfectamente que haya quien considere que la misa antigua proclama mejor el misterio, es más piadosa, lo que se quiera. Pero el negar que la nueva es verdadera renovación incruenta del sacrificio de la Cruz y que en ella, exactamente igual que en la antigua, el pan y el vino se convierten en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, sencillamente me parece de manicomio. Quienes así piensen mejor que no se acerquen porque son irreconciliables con la fe católica.

También se pasaron muchos pueblos en sus críticas al Papa, hereje o semihereje, contagiado de modernismo, traidor al depósito de la fe. No podemos extrañarnos que no pocos de los que recibían esas doctrinas acabaran en el sedevacantismo.

Son, en cambio, muy fundadas, siempre en mi opinión, las denucias del distinto trato que recibían en la Iglesia los que negaban sus dogmas y quienes no negaban ninguno aunque sus obispos estuvieran excomulgados. Para unos todas las tolerancias cuando no los alientos y para los otros un rechazo como apestados.

Hoy es un día alegre pues puede anunciar la plena reintegración en la Iglesia de unos fieles fervorosos que han mantenido su fe en medio de grandes dificultades. Dios quiera que no se frustre lo que debe llegar a buen fin. Se lo pido a Dios de todo corazón. Aunque no me extrañaría que surgieran problemas. La actitud que hemos conocido hoy de monseñor Fellay nos parece muy positiva. El Papa no ha podido estar más generoso con ellos. Pues de ellos depende ya el integrarse plenamente en la Iglesia de Cristo, en la que podrán vivir sin problema alguno sus gustos litúrgicos y sus devociones, en los que podrán incorporar a todos aquellos católicos que quieran seguir su espiritualidad y su carisma, o enfangarse en una separación que a la corta o a la larga les llevará a desaparecer.
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