Victor Manuel Marquez Derecho a molestar
(Victor Manuel Marquez Pailos).-Yo solo le había hecho una pregunta. Era una pregunta inocente y espontánea, de esas que podemos responder si queremos, si el tono de la voz que se alza un poco, no más, para preguntar nos persuade a ello. Porque, si se alza demasiado, ya sabemos que no espera respuesta, que es otra manera de no preguntar nada, de no acercarse a la vida por la que se pregunta fingiendo cercanía o, mejor aún, sin necesidad de fingirla: la cortesía es una ficción no menos convenida que conveniente, tanto como el nombre que damos a las cosas más reales y concretas.
Alzando suavemente la voz yo le había hecho mi pregunta en espera de respuesta, solo eso. La cortesía quedaba fuera, como un invitado de más a la mesa de la vida, y él, en cambio, dentro, como deben quedar siempre los que, de verdad, cuentan.
Pero no acabé mi pregunta sin notar cómo se le enturbiaba la mirada y endurecían los músculos faciales, cómo, de aquel rostro que, un instante antes, había visto relajado, salía ahora un proyectil disparado hacia mí a la distancia ideal para hacer blanco. Yo me quedé seco, recibido en pie el impacto sin respuesta, sin saber disimular ni el calor en las mejillas ni el frío en el hueco perforado por la bala. Solo le había preguntado cómo se encontraba. Y él me espetó: "¿te importa?". ¿Quién había sido el ofendido? Y, sobre todo, ¿quién se defendía?
Desde entonces ha venido arraigando en mí la certeza de que existir es expresarse. Y expresarse es exponerse a una escena más o menos como la referida. Por eso el derecho a la libertad de expresión, reconocido por una ley fundamental en las sociedades democráticas, es, en mi opinión, papel mojado si no implica un cierto derecho a molestar.
¿Acaso es posible expresarse sin molestar a alguien? ¿O es que, por no molestar, ha de renunciar uno a expresarse tal como es o piensa que son las cosas? El principio según el cual la libertad de cada uno acaba donde empieza la del otro me parece de dudosa utilidad para la convivencia porque convivir es el arte de trazar y sostener a pulso líneas paralelas, la libertad de cada uno como una línea en paralelo a la que surca, por el aire o por el tiempo, la libertad del otro. La cuestión de la vida, en fin, ¿será dónde ponerse un límite?, ¿o no será, más bien, cómo respetar, cada uno, el límite que el otro deja puesto ante nosotros por el mero hecho de existir o de expresarse?
"Uno tiene derecho a expresarse pero no derecho a molestar", atolladero para la convivencia entre ciudadanos orgullosos de sus derechos adquiridos como simples seres humanos y aquellos otros que sienten orgullo de cumplir y hacer cumplir sus deberes religiosos. Atolladero de consecuencias trágicas, a veces, como la reciente masacre de París ha vuelto a poner de manifiesto. Los dibujantes de Charlie Hebdo, ¿no murieron, en el fondo, por lo mismo que movió a otros a matarlos, por algo que unos veían como derecho, como un derecho absoluto, y otros como deber, como un deber sagrado, cada uno desde su ángulo respectivo, por amor propio, en defensa de aquello en lo que más creían, en lo que creyeron hasta sus últimas consecuencias?

Unos y otros, pues, tan opuestos, de tan imposible equiparación, como solo pueden serlo los que son, a su pesar, idénticos. No otra es la primera enseñanza que ilustra el alma occidental: que el cielo es una copia de la tierra, una réplica perfecta que no la deja dar a luz, como leemos en la vieja cosmogonía de los griegos. Aquí, como en los poemas del origen, del cielo cayó el rayo, el fuego de las balas asesinas, y en la tierra sucumbieron los hombres que se habían burlado de los seres celestiales.
¿La salida de este atolladero? A mí me parece claro que solo puede venir del fondo religioso y moral que no hemos perdido por ser occidentales y vivir en sociedades seculares, en un mundo sin dioses. Para poder amar y respetar a nuestros semejantes, debemos aprender primero a amarnos a nosotros mismos, enseña Agustín de Hipona. "¿Hay alguien que se odie a sí mismo?", se pregunta. No ama, en efecto, nada malo el que se ama a sí mismo. Pero, ¿se ama de verdad el que, por defender aquello en lo que cree, está dispuesto a cualquier cosa?, ¿se ama de verdad el que ama algo o a alguien que, siendo más grande que él, detenta el poder de salvarle o condenarle?
El empeño de con-vencer con la fuerza de la razón o con la pasión de la libertad debería dejar paso, alguna vez, al de escuchar a los que no atienden a razones y disparan antes que nosotros. Todos tenemos derecho a existir. Todos debemos ser conscientes, sin embargo, de que este derecho nuestro conlleva la posibilidad y aun la necesidad de molestar. Porque cómo se encuentre el otro debería importarnos. Por nuestro propio bien. Y aunque, a veces, pueda molestarle que nos importe.