Mesa redonda sobre el que fue obispo de Huesca Javier Osés: el pastor que no cambió de chaqueta

Mi aproximación a Javier Osés es la de un periodista de información religiosa que se relacionó con él como persona, como obispo al que admiraba y como fuente de información.

Para acercarme, pues, a monseñor Osés y a la Iglesia de su época me limitaré a describir algunos acontecimientos que viví en primera persona. Acontecimientos que, a mi juicio, lo retratan y retratan también a la Iglesia de aquel entonces. La Iglesia de ayer mismo, tan diferente a la actual que ya parece de otra época.

Dos "profetas" del brazo

Era el día 7 de septiembre de 1985.

En el enorme salón de actos de la Universidad laboral de La Paloma de Madrid se celebra el V Congreso de Teología de la Asociación Juan XXIII, con el lema "Dios de vida, ídolos de muerte".

Me encuentro cerca del escenario, en un lugar privilegiado, reservado para la prensa. Estaba entonces en Vida Nueva. A mi lado unos 15 compañeros de diversos medios confesionales y aconfesionales. En aquella época la Iglesia era noticia y...buena noticia. Y los medios se hacían eco de su vida y de sus actividades.

El salón de actos, abarrotado por unas dos mil personas, hierve de murmullos y de comentarios. De pronto, cesan las voces y las cabezas se vuelven hacia la entrada.

La gente puesta en pié, aplaude a rabiar. Como si acabase de entrar el mismísimo Papa de Roma.

Allá, al fondo, los que entran en la sala en medio del fervor del público, son Alberto Iniesta y, a su lado, de cayado, Javier Osés. La fortaleza de Don Javier al lado de la frágil figura de Don Alberto.

¡Qué estampa! Dos profetas del brazo. La ovación duró varios minutos.

Monseñor Iniesta reaparecía en público por vez primera, tras la depresión que le había obligado a retirarse a Poblet.

Osés era el asiduo, el obispo de los Congresos, el que los seguía bendiciendo con su presencia. Y la gente se lo agradece. Y mucho. Porque, entre esta gente hay sed de comunión incluso explícita.

Un poco más atrás, Leonidas Proaño, Tomás Balduino, Jon Sobrino y José Ignacio González-Faus.

Hay aplausos para todos. Es la Iglesia conciliar, abierta y dialogante, a la que todavía le quedan pastores. Y a la que nunca le faltaron teólogos. Porque la derecha eclesiástica es casi teológicamente estéril y produce más apologética que teología.

El fervor de la gente ante los cuatro obispos, sobre todo ante los españoles, es de agradecimiento sincero y total. Porque saben lo que se juegan con su presencia allí. Los Congresos de teología empiezan a estar mal vistos. Y cada vez van menos obispos. Hay consignas de que no asistan. La mayoría no se atreve a desafiarla.

Se empieza a notar ya en la Iglesia española el cambio de rumbo y la involución del Papa Wojtyla.

El tándem Tagliaferri-Suquía

Tarancón deja la presidencia de la CEE en 1981 y, nada más cumplir los 75 años (en un gesto de Roma que a él mismo le sorprende) el Papa le acepta la renuncia. En 1983 llega Ángel Suquía a Madrid, al que pronto empiezan a llamar "el eucalipto", porque, a su sombra, no crecía nada. Nada abierto, quiero decir.

Los vientos de Roma han cambiado. Ya no manda Tarancón. Y unos días después del Congreso, el 16 de septiembre de 1985 llega a Barajas el nuevo Nuncio en España, Mario Tagliaferri. Con un plan diseñado en la Curia romana: cambiar la faz de episcopado español.

Su plan para «meter en cintura» a la Iglesia postconciliar de España descansa en tres pivotes principales: acallar las voces de los teólogos y de las revistas díscolas, copar la cúpula de la Conferencia y remodelar el mapa episcopal español.

«Piano, piano», como buen diplomático, comenzó por reducir al silencio a los teólogos y a las revistas religiosas más críticas. Una vez acalladas éstas, Tagliaferri se lanzó al asalto de los teólogos más progresistas: a unos los condenó, a otros los redujo al silencio y a los demás les «metió el miedo en el cuerpo».

Después, Tagliaferri se lanza a la conquista de la Conferencia Episcopal. Para eso utiliza como su peón y hombre de confianza al arzobispo de Madrid, cardenal Suquía, al que consigue aupar a la presidencia de la cúpula del episcopado.

Lo demás, el cambiar el mapa episcopal español, era un juego de niños para el nuncio Tagliaferri, no en vano el Derecho Canónico le concede todos los poderes para elegir a los obispos que quiera. Y a fe que lo hizo: sólo nombró obispos a clérigos mediocres, que brillan por su «seguridad doctrinal y por su docilidad y sumisión a las consignas de Roma».

Tanto es así que el ya jubilado cardenal Tarancón llegó a decir aquello tan famoso: «Los obispos españoles tienen tortícolis de tanto mirar a Roma». Y fiel a su carisma se permitió proclamar en voz alta lo que muchos obispos pensaban, pero no se atrevían ni a murmurar. «Es que está acostumbrado a Iberoamérica, donde los nuncios mandan demasiado», soltó Tarancón.

De forma metódica, Tagliaferri gestionó un total de 60 cambios en las sedes episcopales españolas. Además de ponerle la mitra a «los suyos», este nuncio «omnipresente» dirige la vida eclesial española desde su palacio madrileño, controla los seminarios y las curias diocesanas e impone una especie de «reino del miedo».

El ostracismo de los taranconianos

Consecuencia: Díaz Merchán, Ubeda, Torija, Yanes, Conget y tantos otros que quedaron "congelados" en sus respectivas diócesis. Sin posibilidad de ascenso.

Y Osés, claro. Lo fueron relegando. Pero él se mantuvo siempre firme en sus convicciones y en su praxis. No cambió de chaqueta, como muchos otros. No se amoldó a la nueva situación. Siguió pensando y diciendo, en público y en privado, lo que pensaba y lo que siempre había dicho.

Pero desde Huesca y a pesar del intento de silenciarlo, su estrella seguía brillando en toda España. Porque era el estandarte y la referencia de la todavía pujante Iglesia conciliar.

Santo y seña de los movimientos especializados de Acción Católica (HOAC, JOC), comunidades de base, frailes, monjas y grupos de todo tipo que acudían a él para seguir confirmándose en la fe del Concilio.

Donde no mandaba el nuncio era en la CEE. Y por eso, entre sus pares, Osés, el eterno obispo de Huesca, seguía siendo visible y ocupando la presidencia de diversas comisiones.

Y seguía siendo, junto a Echarren, el obispo de lo social.

Me lo volví a encontrar en papeles estelares en otras muchas ocasiones. Recuerdo el Congreso "Evangelización y hombre de hoy" o el "Congreso Parroquia evangelizadora".

Trato con los profesionales

Abanderado de lo social, profeta de la frontera, obispo de los progres marginados y comprometidos, también llamaba la atención porque no escapaba de los periodistas, como otros muchos de sus compañeros.

Entraba en Añastro con su porte elegante y siempre respondía a las preguntas y al canutazo que le preparaba el entonces corresponsal de Europa Press, Nacho Fernández.

Siempre nos trató como profesionales, como instrumentos necesarios para hacer llegar el mensaje de la iglesia a la sociedad. Nunca como enemigos.

Por eso, siempre que le llamaba, se ponía al teléfono. Recuerdo que, a veces, lo cogía él directamente. Otras veces, su hermana. Respondía a todo. Con amabilidad. Incluso a las preguntas más comprometidas. Recuerdo que le llamé una vez para preguntarle por qué en Huesca apenas había vocaciones sacerdotales. Me contestó: "¡Eso sólo Dios lo sabe!"

Un obispo tan sencillo que espantaba. Cuando le contaba a mi colega de El País, Kiko Valls, que Osés vivía en un piso de 70 metros cuadrados, que conducía en persona su Ford Fiesta, que cobraba por opción lo mismo que un cura y que hasta tenía un báculo de madera (regalo de uno de sus amigos de Tafalla), no se lo creía.

Este es el Osés que recuerdo. El que permanecerá para siempre en mi retina periodística y en mi corazón de creyente.

José Manuel Vidal

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