#sentipensares2025 Pan o piedras: silencio doctrinal y el Reino de Dios

Pan o piedras: silencio doctrinal y el Reino de Dios
Pan o piedras: silencio doctrinal y el Reino de Dios

La reciente declaración del Papa León XIV, en la que afirma no tener intención de ordenar diaconisas y considera improbable cambiar la doctrina sobre matrimonio y sexualidad, ha generado perplejidad y dolor en muchos sectores eclesiales (ACI Prensa, 2025). Aunque sus palabras puedan entenderse como un “por ahora”, el silencio institucional prolongado corre el riesgo de convertirse en indiferencia pastoral.

La pregunta de fondo es: ¿cuál debe ser el criterio para discernir cambios doctrinales? La teología latinoamericana de la liberación ha recordado insistentemente que el criterio fundamental es la construcción del Reino de Dios, núcleo de la misión de Jesús. Un Reino que no se limita a conservar estructuras, sino que abre caminos de inclusión, justicia y vida abundante.

La memoria olvidada de las mujeres en la Iglesia

La historia muestra que las mujeres desempeñaron ministerios reconocidos desde los orígenes. San Pablo saluda a Febe, “diaconisa de la Iglesia en Cencreas” (Rom 16,1, Biblia de Jerusalén, 1998). María Magdalena es reconocida como la “apóstola de los apóstoles”, primera testigo de la resurrección (Jn 20,18; cf. Francisco, 2019, n. 119). El Concilio de Calcedonia (451) incluso regulaba la ordenación de diaconisas a partir de los 40 años.

Silenciar este legado es negar la acción del Espíritu en la historia. Como recuerda Schüssler Fiorenza (1985), la exclusión posterior de las mujeres fue más un producto del patriarcado eclesial que del Evangelio. Recuperar la memoria de estas mujeres no es un acto de revancha, sino de justicia histórica y de fidelidad a la tradición viva de la Iglesia.

En las últimas décadas, numerosas teólogas y teólogos han investigado el tema del diaconado femenino, mostrando que no se trata de una “novedad moderna”, sino de una realidad con raíces en la Iglesia primitiva. Autoras como Phyllis Zagano (2011) han documentado la existencia de diaconisas en Oriente y Occidente, así como su rol litúrgico, pastoral y caritativo. También Aimé Georges Martimort (1982) y Ute E. Eisen (2000) han analizado fuentes patrísticas, inscripciones y documentos litúrgicos que confirman la participación de mujeres en ministerios ordenados. Más recientemente, Cristina Simonelli y Moira Scimmi (2019) han subrayado que el debate sobre las mujeres diácono no es un mero tema académico, sino una cuestión eclesial urgente: el futuro mismo de la Iglesia está en juego en su capacidad de integrar plenamente a las mujeres en los ministerios.

Este consenso académico creciente revela que el debate no es únicamente pastoral, sino también histórico y teológico. Ignorar estas investigaciones equivale a silenciar voces serias que, desde la fe y el rigor científico, reclaman una relectura honesta de la tradición.

El falso dilema de la “clericalización”

Uno de los argumentos actuales es que ordenar diaconisas sería “clericalizar a las mujeres”. Sin embargo, no se ha intentado desclericalizar el clericalismo masculino que

concentra el poder en varones ordenados. En realidad, se trata de reconocer sacramentalmente un servicio que las mujeres ya ejercen en comunidades, catequesis, liturgia y caridad.

A menudo, las mujeres dependen de la “buena voluntad” del párroco o de la jerarquía para ejercer ministerios. No existe un reconocimiento estable y eclesial, sino permisos ocasionales sujetos al criterio de un varón ordenado. Así, mientras se dice que no se quiere “clericalizar” a las mujeres, tampoco se hace nada por desclericalizar el poder masculino que monopoliza la vida de la Iglesia.

No se trata de revancha, sino de fidelidad al Evangelio: Dios también actúa desde y a través de las mujeres. Negarles ministerios no solo es injusto, sino que oculta una parte de la revelación. La tradición afirma que el ser humano fue creado “a imagen de Dios, varón y mujer los creó” (Gn 1,27). Si el sacramento del Orden se justifica porque el ministro es “imagen de Cristo”, entonces también las mujeres, como imago Dei, pueden representar a Cristo que asumió la humanidad entera y no solo la masculinidad.

La tradición enseña que el sacramento del Orden imprime un “carácter perpetuo” (Concilio de Trento, 1547/2013, Sesión 23, can. 4) y configura al ministro “con Cristo, Cabeza de la Iglesia” (Concilio Vaticano II, 1965a, Presbyterorum Ordinis, 2; Concilio Vaticano II, 1964, Lumen Gentium, 28). Juan Pablo II recordó que este carácter sacramental es participación en el único sacerdocio de Cristo (Pastores dabo vobis, 1992, n. 12). Este lenguaje ha sido usado para justificar que solo los varones pueden recibir el Orden, bajo el argumento de que representan más adecuadamente a Cristo en su masculinidad.

Sin embargo, esta visión resulta limitada: Cristo asumió la humanidad plena, no solo lo masculino. Como enseña San Gregorio de Nacianzo: “Lo que no ha sido asumido, no ha sido redimido” (Ep. 101, 32, citado en Gregorio de Nacianzo, 1995), intuición ya presente en Ireneo de Lyon, quien afirma que Cristo asumió la carne para recapitular y salvar a toda la humanidad (Adversus haereses, III, 18, 7; Ireneo de Lyon, 1997). Si Cristo asumió toda la condición humana, también las mujeres son redimidas en plenitud y, por tanto, pueden transparentar a Cristo. Reducir la imago Christi al varón es empobrecer el alcance de la Encarnación.

La Escritura misma recuerda que en Cristo “ya no hay judío ni griego, esclavo ni libre, varón ni mujer, porque todos ustedes son uno en Cristo Jesús” (Gal 3,28). Si la configuración sacramental busca transparentar a Cristo, nada impide reconocer que las mujeres también son imago Christi, en continuidad con su dignidad de imago Dei (Gn 1,27).

El Reino de Dios como criterio teológico

Jesús no se predicó a sí mismo, sino al Reino de Dios: “El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca. Conviértanse y crean en la Buena Nueva” (Mc 1,15). El Reino fue el principio y el horizonte de su vida pública: anunciarlo, encarnarlo en signos

concretos (curaciones, inclusión de excluidos, denuncia de injusticias) y abrirlo a toda la humanidad.

“Busquen primero el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se les dará por añadidura” (Mt 6,33). En Nazaret, Jesús proclamó su programa: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar la buena noticia a los pobres… para dar libertad a los oprimidos” (Lc 4,18–19). El Reino se hace visible en gestos concretos de justicia y compasión, no en exclusiones doctrinales.

Para Sobrino (1991), el Reino es el “principio absoluto de la misión de Jesús” (p. 71). Ellacuría (1990) lo define como la “utopía de Dios hecha historia”, que se concreta en la liberación de los pobres y víctimas. Gutiérrez (1990) recalca que la evangelización no puede separarse de la promoción de justicia y dignidad. Y Boff (1981) añade que el Reino es “un proyecto de vida en fraternidad universal y comunión con Dios” (p. 142).

Si el Reino es el criterio, entonces la doctrina debe evaluarse según su capacidad de generar vida, inclusión y justicia. Una enseñanza que excluye a mujeres de ministerios o que niega bendición al amor diverso debe ser al menos repensada.

El riesgo del silencio doctrinal

El Concilio Vaticano II recuerda que la Iglesia debe leer “los signos de los tiempos e interpretarlos a la luz del Evangelio” (Concilio Vaticano II, 1965b, Gaudium et Spes, n. 4). El signo actual es claro: las mujeres piden reconocimiento, las comunidades exigen inclusión, los jóvenes claman autenticidad.

El silencio institucional puede interpretarse como dar la espalda a esos clamores. Como señala Ellacuría (1990), la fe cristiana exige “hacerse cargo de la realidad, cargar con la realidad y encargarse de la realidad” (p. 101). No hablar es no hacerse cargo.

El silencio no solo es evasión, sino también estancamiento. Lo que no se habla, no se dialoga; lo que no se dialoga, no se discute; y lo que no se discute, no se transforma. Una Iglesia que opta por el silencio frente a los clamores de su pueblo termina impidiendo que el Espíritu actúe en el discernimiento comunitario. Así, lo que se presenta como prudencia, en realidad se convierte en una forma de indiferencia que construye muros o bloquea caminos de Reino.

Como recuerda Gaudium et Spes 44, la Iglesia reconoce que “ha recibido no poco de la historia y del desarrollo del género humano” (Concilio Vaticano II, 1965b). Sin diálogo no hay aprendizaje, y sin aprendizaje no hay transformación.

“No todo el que me diga ‘Señor, Señor’ entrará en el Reino de los Cielos, sino el que cumpla la voluntad de mi Padre” (Mt 7,21). El silencio puede convertirse en una negación práctica de esa voluntad de justicia.

Bendiciones que excluyen

Un signo particularmente doloroso es la diferencia de trato en el ámbito de las bendiciones. La Iglesia se muestra dispuesta a bendecir casas, automóviles, animales e

incluso armas, pero cuando se trata de bendecir a parejas del mismo sexo, se cierra la puerta de modo tajante, declarando que es “improbable” cualquier cambio (ACI Prensa, 2025).

No se trata necesariamente de aprobar de inmediato un rito matrimonial, sino de abrir un espacio de conversación y discernimiento pastoral. Lo que escandaliza es la falta de diálogo: mientras objetos inanimados reciben bendiciones, personas concretas que buscan vivir el amor con fidelidad y cuidado mutuo son excluidas sin siquiera ser escuchadas.

Además, el Papa ha señalado que es “improbable” ritualizar bendiciones a parejas del mismo sexo. Sin embargo, el ser humano es un ser ritual y simbólico: necesita signos visibles que expresen su experiencia espiritual y comunitaria. Negar cualquier forma ritual equivale a negar existencia, porque lo que no se escribe, no se celebra ni se simboliza, termina por ser invisibilizado. Una Iglesia que se resiste a dialogar sobre dar o no dar cauces simbólicos a las expresiones de amor corre el riesgo de convertir en “no-existentes” a quienes pide acoger. En definitiva, lo que no se simboliza ni se expresa, no existe.

Desde la perspectiva del Reino, resulta evidente que la prioridad evangélica es bendecir la vida, el amor y la dignidad de las personas antes que las cosas. Como recuerda Gutiérrez (1990), “no se puede separar el anuncio de Dios del servicio concreto al hombre” (p. 88). El silencio o el “improbable” se convierte en piedra en lugar del pan que pide la comunidad.

Reino: unidad en la diversidad, no uniformidad

El Reino no busca una uniformidad monolítica, sino una unidad en la diversidad. San Pablo lo expresa con la imagen del cuerpo: “Hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu” (1 Cor 12,4). La uniformidad genera miedo a lo diferente; la unidad verdadera reconoce la diversidad como riqueza y oportunidad.

“Cada vez que lo hicieron con uno de estos mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicieron” (Mt 25,40). El Reino se construye en la acogida de la diversidad y en el servicio concreto al prójimo.

Cuando se dice que abrir ministerios femeninos o dialogar con nuevas realidades humanas es “improbable”, el riesgo es postergar indefinidamente el diálogo sincero. Una Iglesia obsesionada con “evangelizar” desde arriba, sin dialogar, puede terminar sin escuchar a quienes más necesitan pan.

Como recuerda Sobrino (2008), “el Reino no excluye la diversidad, sino que la integra, la reconcilia y la potencia” (p. 56). La diversidad es lugar de encuentro con el Dios de la vida, no amenaza a la fe.

Conclusión

La doctrina no puede convertirse en piedra de tropiezo para quienes buscan pan de vida. El Reino de Dios, centro de la misión de Jesús, debe ser el criterio fundamental: allí donde se libera, construye justicia, dignidad y vida abundante (Jn 10,10), la doctrina se hace

fecunda; allí donde se responde con silencios o exclusiones, la doctrina se convierte en obstáculo. Como recuerda el Evangelio, “el sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado” (Mc 2,27): la ley está al servicio de la vida, no por encima de ella.

La Ruah, el Espíritu de Dios que sopla donde quiere (Jn 3,8), sigue actuando en la historia, moviendo a comunidades, teólogas, teólogos y fieles a recuperar la memoria de Febe, de María Magdalena, de las diaconisas y de tantas mujeres que han servido en silencio. Como recuerda Gaudium et Spes 1, “los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo” (Concilio Vaticano II, 1965b).

El Reino no es uniformidad, sino unidad en la diversidad. Una Iglesia que calla se vuelve estéril; una Iglesia que dialoga se abre a la transformación. El desafío es pasar de las piedras de la indiferencia al pan compartido de la justicia, la misericordia y la esperanza. Porque lo que no se habla no se transforma, pero lo que se abre al diálogo del Espíritu puede convertirse en semilla de vida. Hoy, las mujeres y comunidades piden pan de reconocimiento y dignidad. La Iglesia no puede seguir respondiendo con piedras de indiferencia. Jesús mismo nos dio el criterio definitivo:

“¿Qué padre entre ustedes, si su hijo le pide pan, le dará una piedra?” (Mt 7,9).

Referencias

ACI Prensa. (2025, 9 de mayo). Papa León XIV descarta ordenar diaconisas y reafirma el matrimonio entre hombre y mujer. https://www.aciprensa.com/noticias/117337/papa-descarta-ordenar-diaconisas-y-reafirma-el-matrimonio-entre-hombre-y-mujer

Biblia de Jerusalén. (1998). Bilbao: Desclée de Brouwer.

Boff, L. (1981). Iglesia, carisma y poder. Santander: Sal Terrae.

Concilio de Trento. (2013). Documentos completos (Sesión 23, 1547). Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos. (Obra original publicada en 1547).

Concilio Vaticano II. (1964). Lumen Gentium. Vaticano: Libreria Editrice Vaticana.

Concilio Vaticano II. (1965a). Presbyterorum Ordinis. Vaticano: Libreria Editrice Vaticana.

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Ellacuría, I. (1990). Escritos teológicos (Vol. 1). San Salvador: UCA Editores.

Eisen, U. E. (2000). Women Officeholders in Early Christianity: Epigraphical and Literary Studies. Collegeville: Liturgical Press.

Francisco. (2019). Christus Vivit. Vaticano: Libreria Editrice Vaticana.

Gregorio de Nacianzo. (1995). Cartas teológicas (Ep. 101). Madrid: Ciudad Nueva.

Gutiérrez, G. (1971). Teología de la liberación: Perspectivas. Lima: CEP.

Gutiérrez, G. (1990). La verdad los hará libres. Lima: CEP.

Martimort, A. G. (1982). Deaconesses: An Historical Study. San Francisco: Ignatius Press.

Schüssler Fiorenza, E. (1985). En memoria de ella. Madrid: Cristiandad.

Simonelli, C., & Scimmi, M. (2019). ¿Mujeres diácono? El futuro en juego. Madrid: San Pablo.

Sobrino, J. (1991). Jesús en América Latina. Santander: Sal Terrae.

Sobrino, J. (2008). El principio-misericordia: Bajar de la cruz a los pueblos crucificados. Madrid: Trotta.

Zagano, P. (2011). Women Deacons: Past, Present, Future. New York: Paulist Press.

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