"Yo me considero un saco vacío que se deja llenar por el Espíritu" Juan XXIII: ¿Progresista o conservador?

Juan XXIII
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"Dentro y fuera de la Iglesia, hubo personas que calificaron al Papa Juan XXIII de progresista; otros, en cambio, sostenían que era un conservador con algunas genialidades propias de su carácter"

"Pero, ¿fue progresista o conservador? Para responder a esta pregunta es preciso seguir el curso de su vida"

"Juan XXIII fue humilde, y sus palabras y sus acciones, al venir de un hombre de fe y creíble, han dejado en el mundo el aroma de la verdad"

Dentro y fuera de la Iglesia, hubo personas que calificaron al Papa Juan XXIII de progresista; otros, en cambio, sostenían que era un conservador con algunas genialidades propias de su carácter. Sin embargo, a él no le gustaban los calificativos de progresista o conservador, pues le parecía que eran etiquetas sin valor alguno. Pero, ¿fue progresista o conservador? Para responder a esta pregunta es preciso seguir el curso de su vida.

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Este bergamasco de origen campesino solía repetir: “tiempo al tiempo”, y escribía a un amigo, ya en 1921: “…en tiempos de luchas nuestros viejos sentenciaban: Frangar, non flectar (“Me romperé, pero no me doblegaré”). Yo prefiero el lema contrario: Flectar, non frangar (“Cederé, pero sin romperme”), sobre todo cuando se trata del orden práctico”.

Fue, en palabras del historiador Alberto Melloni, “un producto perfecto de lo que Trento soñaba como sacerdote y obispo reformado y reformador... Para este sacerdote y obispo, realizar el sueño tridentino significa llevarlo a cabo de un modo nuevo, de una nueva forma”.

Amó el Concilio de Trento; en su espíritu se había criado y se había formado en los seminarios de Bérgamo y del Apollinare. Siempre quiso ser, como deseaba san Carlos Borromeo, el gran ejecutor de los decretos tridentinos en Milán y en aquellas diócesis a donde fue enviado como visitador papal, como la de Bérgamo: un sacerdote y un obispo pastor, siervo humilde y pobre, y padre. Y amó entrañablemente al mundo.

El estilo pastoral de Angelo Roncalli tuvo varias referencias fundamentales, impregnadas de la reforma tridentina. La primera persona persona a la que es preciso aludir es el sacerdote Francesco Rebuzzini, hombre de gran cultura, pero sencillo párroco, entregado al “cuidado de las almas”, con una espiritualidad profunda. En segundo lugar se encuentran los formadores en el seminario de Bérgamo: hombres austeros, con los pies puestos en la realidad, ejemplos de vida.

Con ellos hay que sumar los santos Carlos Borromeo y Gregorio Barbarigo, responsables de la renovación de la Iglesia en la región lombardo-véneta a inicios de la Edad Moderna. Un lugar importantísimo lo ocupan aquel a quien llamó “Mi obispo”, monseñor Giacomo Radini Tedeschi y su admirado cardenal Cesare Ferrari, preocupados siempre por la “encarnación” y la presencia efectiva de la Iglesia en una sociedad en proceso de transformaciones rápidas. Estos santos pastores fueron claves para él, pero su vida no fue una copia de ellos. Siendo joven había reconocido que la santidad no consistía en imitar la vida de un santo tal cual -como su admirado san Francisco Javier-, sino que debía santificarse a su manera, según las circunstancias de su propia vida. Apreció los modelos, pero imprimió en todo su propia originalidad.

¿Un tridentino puesto al día?

Hay biógrafos de Juan XXIII que califican su estilo pastoral como de un “tridentinismo actualizado”, o el de un tridentino puesto al día. ¿Se puede tildar su labor como una prolongación sine die del aliento tridentino? No lo creemos. El “tridentinismo”, término con el que algunos denominan al período posterior a Trento, fue, según Yves Congar, “un sistema que englobaba absolutamente todo: la teología, la ética, el comportamiento cristiano, la práctica religiosa, la organización, la centralización romana, la intervención continua e las congregaciones romanas en la vida de la Iglesia, etc… En realidad, este sistema no ha de confundirse con el Concilio de Trento ni con el Vaticano I, tantas veces citado en el Vaticano II”. El llamado “tridentinismo” fue, más bien, una degradación del Concilio de Trento, con el riesgo de una cierta infidelidad: el peligro de tomar un tramo por toda la ruta. Y no fue este el estilo del Papa bueno.

Angelo Roncalli volvía al Concilio de Trento en muchas ocasiones para profundizar en él, pues lo veía como un instrumento en la revitalización de la Iglesia en aquel momento y de cara al futuro, pero no se quedó, como alguien ha dicho, “en los valles de Trento por bellos, tranquilos y seguros que éstos fueran”.

Después de aquel Concilio se habían sucedido acontecimientos importantes: la Ilustración, la revolución francesa, la revolución ideológica de la filosofía desde Descartes hasta Kant y Hegel, la revolución social desde Marx hasta Lenin y Stalin, la revolución política de un mundo contrario al colonialismo que incorporaba a decenas y decenas de mujeres y hombres de pueblos ignorados que querían ser protagonistas en pie de igualdad de la historia.

Además, aquella humanidad, que había sobrevivido a dos terribles guerras, observaba cómo los descubrimientos histórico-científicos habían revolucionado los métodos, replanteado los problemas en niveles distintos y envuelto en interrogantes conclusiones admitidas rutinariamente y sin discusión. La Iglesia se había dado cuenta de ello, pero el Concilio Vaticano I apenas había tenido tiempo de formular siquiera el planteamiento concreto de la problemática eclesial y era tiempo de que la Iglesia abriera nuevas vías hacia el mundo moderno para tomar contacto y sincronizar con él. Pío XII advirtió y denunció la necesidad de rehacer todo un mundo desde sus cimientos, pero, por muchas razones, no era la persona indicada para llevar adelante la tarea. Hacía falta un hombre con otro talante que dijera “adelante”, a fin de superar el desfase en que se encontraba la Iglesia en relación a los tiempos, haciéndola sintonizar con los nuevos ritmos hasta que la semilla del Evangelio se convirtiera en árbol frondoso que diera cobijo a todo el mundo.

Juan XXIII no fue el hombre nostálgico del pasado. A mediados del siglo XX, Juan XXIII sabía que Trento fue un acontecimiento eclesial pensado para otra época y otra problemática que no eran las de la segunda mitad del siglo XX, como buen historiador que era. Empapado del mejor espíritu de la reforma tridentina, tanto en lo personal como en su afán pastoral, cultivó, amó y defendió la fe cristiana sólida heredada de su familia campesina, y vivió sus relaciones con Dios y con los hombres al modo de un creyente de fibra vigorosa y tradicional, pero abierto a la Revelación en su permanencia y, al mismo tiempo, en su actualidad, y abierto a nuevas realidades, sin miedo a la libertad, dejándose llevar del Espíritu. Fue así como creó las condiciones necesarias para mirar más lejos, esto es, no confundió el tramo con la ruta, y así Trento quedaba superado. Como dice L. Capovilla:

“Angelo Giuseppe Roncalli ha sido el cristiano y el sacerdote de la tradición. No tenía dificultad alguna en rechazar la etiqueta de “revolucionario” que más de uno le quiso poner. Sin embargo, si por revolución queremos entender la obra atenta y de largo alcance, llevada a cabo por hombres honestos, para abrir brechas olvidadas o desconocidas de unidad y de paz, para determinar nuevos horizontes socio-comunitarios más de acuerdo con la verdad, la libertad, la justicia y el amor (los cuatro ejes de la Pacem in tenis), estamos de acuerdo, decimos que sí fue un revolucionario. En este sentido hay quien afirma que el período luminoso de Juan XXIII, porque supo interpretar plenamente para la Iglesia los signos de los tiempos, divide la historia de la Iglesia en antes y después de él”.

Hombre de las fuentes

Juan XXII amó la tradición y las tradiciones y en más de una ocasión exhortó a los sacerdotes a la obediencia y la prudencia en el cambio social. Pero también quería que esa tradición fuera una guía para el presente y no un tesoro que se guarda en un museo. Era de los que piensan que, parafraseando a J. Jiménez Lozano, lo que pasa por tradicional es solamente de ayer mismo, mientras la auténtica tradición pasa hasta por ser una tremenda novedad. Fue uno de esos hombres y mujeres que han destacado en la historia de la Iglesia como testigos admirables de la auténtica tradición, precisamente porque liberaron a la Iglesia de su tiempo del lastre que arrastraba: Pablo de Tarso, Agustín de Hipona, Francisco de Asís, Tomás de Aquino, Teresa de Jesús, Charles de Foucauld, Óscar Romero y tantos otros. Todos ellos distintos, pero con un denominador común: su fidelidad al Evangelio. Fue uno de esos santos pastores que, desde dentro y desde la responsabilidad institucional, consiguieron transmitir la sensación de que “no buscaban sus propios asuntos, sino los de Jesucristo” (Flp 2,21).

"Hay quien afirma que el período luminoso de Juan XXIII, porque supo interpretar plenamente para la Iglesia los signos de los tiempos, divide la historia de la Iglesia en antes y después de él"

Angelo Roncalli era un hombre de formación tradicional. Acudía a las fuentes de la fe cristiana, de ahí que estudiara y meditara con veneración la Sagrada Escritura, particularmente los Salmos, “que los vivía y respiraba” -como comenta L. Capovilla-, y los Evangelios. En su conocimiento y vivencia de la Escritura, mirando sus escritos, no se perciben los resultados de los métodos histórico-críticos. Tal vez se pueda considerar esto como una deficiencia, pero hay que tener en cuenta que todo ser humano es hijo de su tiempo, y él vive en su historia concreta. Valoró los trabajos de la exégesis bíblica en aquel entonces, pero Juan XXIII se encontraba más a gusto en la interpretación litúrgica, experiencial, vital. Así mismo, disfrutaba leyendo a los Padres de la Iglesia, como san Juan Crisóstomo, san Agustín y, sobre todo, a san Gregorio Magno. Antes de que se hablara de la “jerarquía de verdades”, él la vivió, pues la Palabra de Dios es el mejor alimento personal y el mejor modo de animar en la fe cristiana mediante la predicación, por encima de las formulaciones dogmáticas.

Esta lectura y meditación, hecha cada mañana, durante dos horas diarias, con el Misal y el breviario en la mano, donde él veía la “sustancia viva, superior a cualquier enseñanza”, y durante toda su vida, y que queda de manifiesto en las audiencias y en muchos de sus discursos, incluso improvisados, iba unida –señala H. Raguer- a sus dotes naturales, a su realismo, a su capacidad para ver lo esencial, a su optimismo profundo y a una observación serena y desapasionada, abierta y amorosa, de las diversas situaciones, ambientes y momentos históricos que la Providencia le fue dando a conocer. En el estudio y la meditación de las fuentes, Angelo Roncalli encontrará una cosa que ya desde sus años de seminarista buscaba con gran afán: el discernimiento entre lo que es esencial y lo que es accidental. Por eso se aferraba con fidelidad absoluta a lo esencial del mensaje evangélico y al mismo tiempo era muy libre en lo que se refiere a las formas accidentales.

El cardenal Lercaro decía que hay hombres que hacen cultura y otros que tan sólo la consumen; los primeros son los “hombres de las fuentes”, es decir, “aquellos que se han formado, si no exclusivamente, sí, al menos principalmente, por medio de una familiaridad asidua y laboriosa con las grandes fuentes del cristianismo, esto es, la Escritura, los Padres y los santos que han forjado la Iglesia o una época”. Los consumidores de cultura son los “hombres de manuales”, o bien, los “hombres de ensayos y monografías”. El Papa Juan XXIII era un “hombre de las fuentes”, por eso fue creativo: miraba al pasado, a los orígenes, para ver de dónde procedía la Iglesia, y encontrar en la fuente, en su inspiración original, las luces auténticas y siempre vivas que iluminaran el presente y que ayudaran a revisarla y, de ese modo, abrió caminos de renovación y futuro a la Iglesia. G. Zizola escribió que “era profundamente tradicional, pero en absoluto conservador. Era un anticonformista nato, era naturalmente, intuitivamente, un creador”.

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"El cardenal Lercaro decía que hay hombres que hacen cultura y otros que tan sólo la consumen; los primeros son los “hombres de las fuentes"

Con devociones sencillas y enraizadas

Era un hombre piadoso y amante de las devociones clásicas. De su tío Zaverio heredó la devoción al Sagrado Corazón. Fiel a esta devoción, siendo Papa, el primer mes de junio de su pontificado lo consagró al Corazón de Jesús; el día 1 anotó: “Cor Jesu, fragans amore nostri, inflamma cor nostrum amore tui” (“Corazón de Jesús, lleno de amor por nosotros, inflama nuestro corazón de tu amor”). Como “alumno” siempre de la escuela del Corazón, en ella aprendió a dejarse guiar por él y se vio provocado a vivir abierto a la necesidad de seguir aprendiendo siempre y de todos, a reconocer que la mejor cualidad que nos mantiene en esta escuela no es sino la apertura, la disposición y la docilidad para dejarnos enseñar y seguir aprendiendo.

En junio de 1960 publicó la Carta Apostólica Inde a primis, sobre el fomento del culto a la Preciosísima Sangre de Nuestro Señor Jesucristo, devoción muy querida desde niño, y de la que escribía en agosto de 1961: “Muchas veces medito en el misterio de la Preciosa Sangre de Jesús, cuya devoción sentí de repente que debía inspirar, en cuanto Sumo Pontífice, como complemento de las del Nombre y el Corazón de Jesús”. A san José, “mi primer y predilecto protector”, como él dijo, le tenía un gran cariño; le dedicó la Exhortación Apostólica Redemptoris custos, “Custodio del Redentor”, sobre su figura y misión en la vida de Cristo y de la Iglesia, y lo nombró patrono del Concilio. En abril de 1947, escribía a su hermano: “San José nunca se ha mostrado sordo a mis oraciones. Mi vida, si se mira bien, es un poco como la suya. Entre estos escribas y fariseos, como les has llamado tú, tengo la tarea de presentar y defender al Señor. ¿No es así?”.

Devoto de la Virgen María, rezaba diariamente el rosario completo. Tan importante era para él esta plegaria mariana que le dedicó la tercera de sus encíclicas: Grata recordatio (“Grato recuerdo”). Igualmente, cada día celebraba la Eucaristía y rezaba completo el oficio divino. Y cada se retiraba para realizar los ejercicios espirituales, además de breves retiros.

Frecuentaba las visitas al Santísimo Sacramento en su capilla privada. Cada semana, el viernes a las 3:00 de la tarde, recordando el día y la hora de la muerte de Jesús, acudía a recibir el sacramento de la Reconciliación con su confesor, monseñor Cavagna, “donde se tomaba el tiempo necesario, viendo en la confesión una manera de revisar su vida, semana a semana, a la luz de las demandas del Espíritu Santo”, dirá su biógrafo P. Hebblethwaite. Dedicaba tiempo a la lectura de las obras de los maestros espirituales, como la “Imitación de Cristo”, de Tomás de Kempis, y los escritos y vidas de los santos, a quienes llamaba “obras maestras del Espíritu”, como san Francisco de Sales. Una de sus oraciones preferidas era la de san Ignacio de Loyola: “Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber y mi poseer, Vos me lo disteis, a Vos, Señor, lo torno. Todo es vuestro. Disponed a toda vuestra voluntad, dadme vuestro amor y gracia que ésta me basta”. Tenía una especial predilección por san Carlos Borromeo, de cuya vida, como sabemos, hizo una exhaustiva investigación, particularmente en su relación con Bérgamo.

Desde que a los 14 años fue recibido en la Tercera Orden de san Francisco de Asís, la espiritualidad franciscana le acompañó durante su trayectoria como seminarista, sacerdote, obispo, delegado apostólico, nuncio, patriarca, cardenal y papa, más sentida en lo íntimo de su corazón que externamente mostrada, salvo en los encuentros que tuvo en diferentes ocasiones con frailes y seglares, hijos de san Francisco. Siempre fue fiel a la fe y a la piedad sencilla de sus padres, Giovanni y Marianna, de su tío Zaverio, y a una espiritualidad de raíces franciscanas. Esa fidelidad profunda iba a la par de su vida en todo momento.

"Como 'alumno' siempre de la escuela del Corazón, en ella aprendió a dejarse guiar por él y se vio provocado a vivir abierto a la necesidad de seguir aprendiendo siempre y de todos, a reconocer que la mejor cualidad que nos mantiene en esta escuela no es sino la apertura, la disposición y la docilidad para dejarnos enseñar y seguir aprendiendo"

Una personalidad unitaria

La personalidad del Papa era unitaria. A su notable inteligencia natural, con la perspicacia propia del campesino, su temperamento amable, abierto y comunicativo, su comprensión de la “bondad”, todo ello cultivado desde su infancia en Sotto il Monte y con las ricas experiencias acumuladas durante sus años en el servicio diplomático de la Santa Sede, iba unida una sólida cultura basada, fundamentalmente, en las grandes fuentes de la tradición cristiana y una profundísima espiritualidad sencilla y piadosa.

La dicotomía entre la piedad y la vida concreta, tan frecuente en mucha gente de Iglesia, no se dio jamás en él. Era el mismo en el seminario de Bérgamo y siendo la “sombra” de monseñor Radini; en las aldeas de Bulgaria y en una recepción diplomática en París; recibiendo a un Jefe de Estado en los salones vaticanos y conversando con unos niños; avanzando piadoso hacia la Basílica en su silla gestatoria para presidir la misa y saludando cariñoso a los fieles en una parroquia romana… La tiara y la estola papales no cambiaron su corazón. Su Diario del alma, sus agendas, sus cartas… reflejan que Angelo Roncalli, Juan XXIII, “a lo largo de toda su vida, escribe como es, es como escribe, porque su estructura interior le permite esta fidelidad que no es nunca obvia ni fácil para nadie”, dirá A. Melloni. Acertadísimas son las palabras de G. Alberigo:

“La serena y comprometedora determinación de permitir coexistir dos figuras: "Angelino de siempre" (el hijo de Marianna y Battista), con el sucesor de Pedro, sin que esta tuviese vergüenza de las virtudes o limitaciones de la primera, más aún, vivificando el pontificado romano con la simple virtud cristiana, ha dado al pontificado de Juan XXIII una transparencia capaz de encantar a todos”.

Naturaleza y gracia estuvieron en él íntimamente unidas. Al respecto dirá el cardenal Lercaro: “Es necesario aceptar que el carisma propio del Papa Juan ha llevado en él a una tal unificación entre naturaleza y gracia, entre vida interior y acción de gobierno, entre servicio eclesial y servicio simplemente y universalmente humano, que hoy no es posible considerar y admirar su santidad, sin aceptar sinceramente y buscar comprender hasta lo más profundo las intenciones esenciales de su gobierno y de su magisterio eclesial e histórico”.

Aquella personalidad integrada, sólida y coherente, le llevó a conciliar algo que con frecuencia vemos como inconciliable: tradición y modernidad. Y fue esa misma personalidad la que le impulsó hacia adelante y a permanecer siempre amorosamente atento, a la realidad, a los tiempos y a las personas, desde el corazón, pues su vida estaba abandonada en Dios. Como apunta H. Raguer, no fueron sino los rasgos de su personalidad los que transmitió con total sencillez al Concilio Vaticano II: distinguir lo esencial de lo secundario para lograr un verdadero aggiornamento; un temperamento bondadoso que promoverá un Concilio de misericordia y no de anatemas; la convicción de que la verdadera religión, además de llevarnos al cielo, ha de trabajar para hacer un mundo más fraterno, justo y solidario; una Iglesia que no quiera ser señora sino servidora y una auténtica obsesión por la paz.

"Aquella personalidad integrada, sólida y coherente, le llevó a conciliar algo que con frecuencia vemos como inconciliable: tradición y modernidad"

Vinculado a su biografía personal, con sus particularidades y sus limitaciones, lógicamente, condicionado como todos por unas determinadas circunstancias históricas, y consciente de su misión, fue siempre un Padre amable. Y la gente captó muy bien el modo de ser del Papa Juan XXIII. Una muestra de ello son las palabras que dijo un periodista: “Muchos papas han amado al pueblo cristiano, pero el pueblo cristiano nunca se ha sentido tan querido como con el Papa Juan XXIII”. Y es que quienes, en la Iglesia, la de entonces y la actual, tienen el servicio de la autoridad, aun siendo excelentes personas, que predican el amor, no siempre logran que el pueblo cristiano crea que es amado. El 10 de febrero de 1959 había dicho a los obispos italianos: “Tenéis que recordar que sois llamados a fortalecer a vuestros hermanos, y no a… (hizo una pausa)… y no a aterrorizarlos”. El gran éxito del Papa bueno fue éste: el pueblo se sintió amado por un Papa.

Un periodista escribió: "Muchos papas han amado al pueblo cristiano, pero el pueblo cristiano nunca se ha sentido tan querido como con el Papa Juan XXIII"

Me pregunto: ¿No será, como alguien escribió, que la Iglesia se ha convertido en escuela de verdades, de recta doctrina, pero no de amor vivido, palpable? Sea cual fuere la respuesta, una cosa es clara: el Evangelio hace hincapié en el amor, en la relación cordial y acogedora, en la compasión… Y el Papa Juan lo vivió a corazón abierto.

Un obispo que temblaba ante la responsabilidad de su ministerio, expuso al Papa sus sentimientos, y escuchó las siguientes palabras: “No se inquiete en exceso. Asuma mi propio estado de ánimo. Yo me considero un saco vacío que se deja llenar por el Espíritu”. Fue un hombre de Dios, que se dejó guiar por el Espíritu, y fue ahí donde se nutrió de ilusión y libertad para impulsar una “nueva primavera” eclesial, porque “donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad (2 Cor 3,17).

Un verdadero cristiano

Cuando Juan XXIII agonizaba, Hannah Arendt, filósofa y escritora, narra que una sencilla mujer romana, que trabajaba como sirvienta, le hizo una sorprendente pregunta: “Señora, este Papa era un auténtico cristiano. ¿Y cómo pudo ser? ¿Cómo pudo ocurrir que un verdadero cristiano se sentara en la silla de san Pedro? ¿No tenía primero que ser nombrado obispo, y arzobispo, y cardenal, antes de ser elegido Papa? ¿Es que nadie se dio cuenta de quién era este hombre?”. Realmente: era un verdadero cristiano. Un cristiano que, a mediados del siglo XX, sigue diciendo Arendt, “decidió tomar literalmente, no simbólicamente, cada artículo de fe que le habían enseñado... realmente quería “ser aplastado, despreciado, abandonado por causa de Jesús” (tomando frases de su Diario); se había disciplinado a sí mismo y su ambición hasta el punto de desconocer por completo “de los juicios del mundo, incluso en el mundo eclesiástico”.

El obispo español José María Cirarda contó que un día en que viajaba en un bus por Roma, al poco de morir Juan XXIII, un hombre “conoció que era obispo, y me preguntó: “¿Qué piensa del Papa Juan?” Le contesté que había sido un gran Papa. Y él, con su pizca de ironía propia de todo buen romano, me replicó: “Ha sido un Papa gigante que creía en Dios”… Fue un hombre que creía en Dios en los momentos más difíciles de su andadura conciliar… Tenía razón el romano de mi anécdota: Juan XXIII era un Papa que creía en Dios. Y creía con una fe viva, sencilla, confiada, encantadora. ¡Era un santo!”.

Hannah Arendt: "Decidió tomar literalmente, no simbólicamente, cada artículo de fe que le habían enseñado... realmente quería “ser aplastado, despreciado, abandonado por causa de Jesús"

Mahatma Gandhi dice en el prólogo de su autobiografía que hay que ser más humilde que el polvo que pisan nuestros pies para ser dignos de la verdad. Juan XXIII fue humilde, y sus palabras y sus acciones, al venir de un hombre de fe y creíble, han dejado en el mundo el aroma de la verdad; su vida sabe a verdad.

Cuatro días después de la muerte del Papa bueno, escribió el literato francés François Mauriac, amigo personal suyo: “Este gran Papa fue humilde. El Espíritu no encontró obstáculos en él, por eso fueron suficientes pocos meses para que se abriera una brecha a la Gracia que durará siglos. Por esta brecha penetrará el Espíritu sin que nadie lo pueda detener”.

"Juan XXIII fue humilde, y sus palabras y sus acciones, al venir de un hombre de fe y creíble, han dejado en el mundo el aroma de la verdad"

El escolapio Ernesto Balducci, uno de los máximos exponentes de la línea progresista conciliar, escribió al morir Juan XXIII:

“Con grandes palabras decimos cosas pequeñas; con palabras pobres él ha pronunciado palabras tan grandes y con sus gestos ha bosquejado… las líneas maestras del porvenir. Hemos comprendido por qué cierto progresismo del que estábamos infectados eliminaba la paz en nosotros y en los demás: no porque tuviese realmente conocimiento de las leyes del progreso, sino porque intentaba recorrer las sendas del porvenir sin tener las claves… Las mismas cosas que habíamos pensado con orgullo, él las ha hecho con simpleza y con sobreabundancia de valentía. ¿Pero por qué?… Su gran fe lo ha liberado completamente de sí mismo e inclusive de su programa”.

Cf. F. J. Sáez de Maturana, San Juan XXIII. Una vida con sabor a Evangelio, EDIBESA, Madrid 2013.

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