El Papa Bueno, de cerca De Juan XXIII se dijo que… “Papa de Transición”

(José Luis González-Balado).- Su predecesor inmediato, Pío XII, había sido Sumo Pontífice desde el 12 de marzo de 1939 hasta el 9 de octubre de 1958. El suyo había sido un pontificado largo, al que no le faltaron duras críticas por parte de grupos enfrentados con el catolicismo, pero al que también se le rindieron elogios generosos.

Eso a pesar si no quizá porque Pío XII fue un Papa distante, de gestos espectaculares, aplaudidos por algunos, que más bien parecieron a veces ser muchos y con generosidad. Algo, no poco de ello, en parte fue, quizá, fruto de la época.
Hablaba un par de lenguas modernas, o tres, entre ellas un difícil alemán, en parte aprendido y practicado por haber sido nuncio apostólico en Baviera. En razón de ello se le atribuía un admirado poliglotismo. En ocasión de discursos importantes, que para él eran casi todos, realizaba unos gestos de elevación y alargamiento de los brazos que el público de fieles subrayaba con generosos aplausos.

Cabe decir que en parte eran cosas de la época, de las que él no tuvo la culpa aunque daba la impresión de aceptarlas agradecido. Cuando a principios de octubre de 1958 se fue de este mundo, un buen número de católicos hubieran casi pretendido que sus sucesores, empezando por los más inmediatos, lo imitasen tanto en los gestos espectaculares como en su más bien aparente poliglotismo. Un supuesto poliglotismo que, en realidad, más de uno de sus sucesores superaron, y que los tiempos casi dejaron de considerar como algo excepcional.

En tema de lenguas, su sucesor inmediato, que fue Juan XXIII, no hizo uso de muchas, que desde luego tampoco dominaba, a pesar de haberse esforzado por aprender dos poco menos que imposibles: el búlgaro y el turco, durante los 9/10 años en que fue visitador apostólico en Bulgaria (1925-1934), y los también 9/10 en que fue delegado apostólico (1934-1944) en Turquía y en Grecia.

Cabe decir que dio impresión de haber aprendido mejor un más fácil francés, que ya sabía un poco, en el período (1944-1953) tras haber sido nombrado por Pío XII nuncio apostólico en una Francia que llevaba con orgullo el calificativo de "Hija Primogénita de la Iglesia", que aún les sonaba mejor -él era de ello testigo consciente- en su propia lengua como Fille ainée de l'Église.

Los gestos de Angelo Giuseppe Roncalli, tanto antes de serlo como después de ser Papa Juan XXIII, fueron siempre muy sencillos. Sus oyentes -que al llegar a Papa pasaron a sentirse hijos suyos- se dieron por muy satisfechos. Tales gestos, en apoyo de un lenguaje sencillo y de agradable percepción, les resultaron a todos, o casi, atractivos. Verdad es que pudo haber, y hasta hubo, inicialmente algunos oyentes que no percibieron como tales lenguaje y gestos, pero fueron excepción. Uno recuerda una audiencia suya veraniega, que tuvo como escenario un patio de la Villa de Castelgandolfo, con el muy sencillo Papa Roncalli hablando, con la más espontánea naturalidad, desde un balcón a no más de cinco metros de altura, en tono conversacional, sin mover ni agitar los brazos, sin elevar la voz, sin gritos ni susurros, incluso utilizando algunas expresiones que despertaban sonrisas y aplausos de complacencia. Uno mismo sigue recordando -¡y mira que han pasado años!- la decepción de un espectador de apariencia distinguida, de nacionalidad identificable por la lengua en que se expresaba y él mismo exhibió: aquel caballero, que daba la impresión de considerarse buen cristiano, comparaba los gestos para él ordinarios, mezclados con un italiano sencillo e inteligible del Papa Juan con el lenguaje más exquisito y los solemnes gestos de un Pío XII aún presente en su recuerdo. De la comparación resultaba para él muy preferido el anterior Papa Pacelli que el ya ejerciente Papa Roncalli.

Suena inoportuno comparar a un Papa con otro. Tiene su riesgo, desde luego, expresar una opinión estrictamente personal. Sí cabe decir que la finalidad/función esencial del lenguaje, de la manera de expresarse es esencialmente comunicativa. ¿Quién se atreve a poner en discusión y en duda la comunicabilidad de Juan XXIII a través de su lenguaje diáfano, nada equívoco y de sus gestos sencillos y nada enrevesados?

¡Cuánta veneración se mereció, y aún se le profesa, a Pío XII, situándolo en las circunstancias vitales de cultura y de tiempo, igual que a todos y cada uno de sus predecesores, todos en su sincera buena fe! No obstante, el mensaje y doctrina, expresados con palabras y subrayados con gestos, del bendito San Juan XXIII, ¿quién no los recuerda, admira y agradece, aunque no se hayan parecido mucho a los de tiempos y circunstancias anteriores, aun cuando no pretendiera el inolvidable Papa Giovanni romper moldes?

Uno, que admiró a Pío XII, al que vio y oyó muy pocas veces, recuerda y se esfuerza por situarlo en su tiempo y momento. Y sitúa y recuerda bien los momentos y tiempos de su paso a la otra vida, y el vacío que se enfatizó haber dejado. Uno recuerda igualmente que quienes -muchos, en apariencia convencidos- a través de la prensa y de conversaciones de salón, le buscaban sucesor, llegaban a decir resultarles más imposible que difícil entrever la posibilidad de un sucesor capaz de cubrir el inmenso vacío que había dejado el Papa Pacelli. Tan difícil lo consideraban que llegaban a insinuar ser difícil, casi imposible.

Tan difícil que insinuaban como única perspectiva la de un Papa de Transición. Tan así pareció ser que semejante media solución llegó a circular -tal díjose- entre los cardenales encerrados en la Capilla Sixtina.

Ya se ha dicho en alguno de los artículos ya publicados sobre el tema. Podría en este punto adelantarse, ahora que ya es historia, que la elección del Patriarca-Arzobispo de Venecia como Sumo Pontífice Juan XXIII fue -parece haber sido- muy difícil y trabajosa. Pero valió la pena para el bien de la Iglesia y hasta... de la humanidad. A pesar de que el cónclave está rodeado y "defendido" por un muy riguroso secreto, que suele ser observado, hay algunos detalles que se llegan a... mediosaber.

Un detalle del ya se ha dicho largo cónclave en el que resultó elegido -¡bendito sea Dios!- San Juan XXIII, ya muy adelantado en la santidad cuando fue elegido Papa, es que tardó en alcanzar, por lo menos aunque puede ser que los haya superado pero no de mucho, los votos válidos de... treinta y cinco cardenales. Y que desde luego en tales treinta y cinco no entró el suyo, que lo tenía prohibido y que... ¡vamos, sería poco menos que pecado grave pensar que se lo hubiera dado!

¿Por qué, por lo menos, treinta y cinco votos? Porque la norma vigente denominada Vacantis Apostolicae Sedis y promulgada por Pío XII el 8 de diciembre de 1945, es decir, nueve años antes, exigía para la elección de un candidato a papa la mayoría de dos tercios más uno de los votantes. Como los cardenales reunidos en el largo cónclave que terminaría eligiendo Papa Juan XXIII a Angelo Giuseppe Roncalli en la undécima votación eran cincuenta y uno, la mayoría de dos tercios más uno requería treinta y cinco votos, ya que los cardenales votantes eran sólo cincuenta y uno. Nunca, ya se ha dicho, en los cónclaves sucesivos -hasta nuestros días- habrían de ser tan pocos.

¡Qué Papa tan grande y bueno -déjesenos decir, sin con ello disminuir la bondad y grandeza íntima de los que le sucedieron- a pesar de la nada más que apariencia de las circunstancias que rodearon su elección! Precisamente por la grandeza espiritual (¡y humana!) de Juan XXIII, fruto de un cónclave en cierto modo tan singular, ha sido uno de los cónclaves que más han dado la impresión de interesar y de ser objeto de análisis. Téngase en cuenta que desde el que había dado lugar a la elección de Pío XII habían pasado nada menos que diecinueve años, aparte de que había sido un cónclave brevísimo, resuelto de tres votaciones.

Uno de las más agudos y fiables vaticanistas cual fue Giancarlo Zizola dejó escrito que "la candidatura de Roncalli había arrancado ya desde la inauguración del cónclave con notable solidez, recogiendo 20 votos, dos más que la de Pietro Agagianian". Aunque bien relacionados entre sí ambos cardenales, fueron otros los que, de alguna manera, los constituyeron en involuntarios "cabezas de lista", sumándoles de preferencia a uno cardenales curiales y al otro pastores.

Fue Marco Roncalli, resobrino de Juan XXIII, quien quiso saber de un testigo tan excepcional de una determinada historia preguntando a Loris F. Capovilla cómo, al final, "la elección de los conclavistas recayó sobre Angelo Giuseppe Roncalli". La interpretación del secretario de Juan XXIII fue la siguiente: "Puedo intentar una lectura del estado de ánimo de los electores, acaso convencidos de deber elegir a uno entrado de años, a un papa de transición que pudiese preparar el terreno para el papa de los desafíos que la época contemporánea planteaba a la Iglesia. Es probable que la mayoría de ellos aún no considerasen llegado el momento de elegir a un papa no italiano. Es posible que muchas simpatías se orientasen hacia Agagianian, al que se consideraba más romano que oriental, connotación que no era del agrado de las comunidades orientales residentes en Roma. Descartada la candidatura de Agagianian, el horizonte se restringía, tanto más que los no italianos rechazaban la elección de un curial. El arzobispo de Florencia, Elía Dalla Costa, ya tenía 87 años; Maurilio Fossati, el de Turín, tenía 82; el de Bolonia, Giacomo Lercaro, se consideraba pastoralmente más bien avanzado; el cardenal vicario de Roma, Clemente Mícara, de 81 años, ex diplomático, carecía de muy adecuada práctica pastoral; Giuseppe Siri, cardenal-arzobispo de Génova, con 52 años, se consideraba más bien autoritario; algo parecido al de Palermo, Ernesto Ruffini, de 70 años. Ante semejante panorama, prevaleció la imagen de un candidato más sereno y dialogante. Y se optó por Angelo Roncalli".

¿Acertaron los electores en la que pudo ser su perspectiva de elegir a un Papa de Transición? No parece que sí, en la hipótesis de que pensasen en un sumo pontífice que se limitase a una gestión escasamente comprometida, que se propusiera dejar las cosas más o menos como estaban. Tampoco se piense que llegara Juan XXIII decidido a dar un vuelco a la situación. A lo que sí aspiraba era a desempeñar con fidelidad una misión que en manera alguna había ambicionado pero que consideró y aceptó como descargada por Dios sobre sus espaldas, en primer lugar y ante todo como Obispo de Roma.

Obispo de Roma no como tarea única, que le absorbiera totalmente, pero sí como fundamento y razón de un episcopado universal. Bien sabía que no iba a ser capaz de atender por completo a todo el mundo, pero supo encontrar la manera de atender en primer lugar a Roma, que era más extensa que la sola Ciudad del Vaticano, y alargar su acción al ejercicio de un episcopado que se extendía al mundo entero. Vendrían sucesores suyos -uno sobre todo: Juan Pablo II- que dieron la impresión de querer abarcar el mundo entero, con sus más de cien viajes apostólicos (fuera de Italia), eso sí, en un pontificado sumo durado 27 años (22.10.1978-2.04.2005). Pero hubo algo de lo que se le criticó: que descuidara un poco la obligada supervisión del gobierno central, la Curia romana.

¿Sabe el lector que, en cuanto Obispo de Roma, la catedral del Papa, llámese Juan XXIII, antes Pío XII, o en la actualidad Papa Francisco, no es la Basílica de San Pedro sino la de San Juan de Letrán? Había pasado poco más de un mes desde su elección, y el domingo por la mañana del 23 de noviembre de 1958 Juan XXIII hizo una salida del Vaticano "para ir a tomar posición de la catedral de San Juan de Letrán. Para entonces los fieles de la capital ya se habían familiarizado con el nuevo Pastor, lo habían visto y le habían aplaudido en la Plaza de San Pedro, y aquella mañana, tanto a la ida como a la vuelta, el automóvil del Papa hubo de proceder lentamente porque los numerosísimos fieles, formaron un doble cortejo aplaudiendo con cariño a su Obispo que dejó registrada en su diario la crónica de tal encuentro como "simplemente triunfal".

Ni se dio por satisfecho con aquel encuentro, que no fue sino el primero. Unos días más tarde, también domingo 28 de noviembre la visita fue al seminario romano, situado en el recinto de la Basílica Lateranense. Por cierto, un seminario que él frecuentara para los cursos de Teología, enviado a cualificarse mejor desde Bérgamo. Fue un encuentro histórico por una confidencia que el nuevo Papa hizo a sus seminaristas y que quedaría consignada entre tantas que nos lo hacen recordar con serena admiración: "Algo hay que quiero confiaros antes de rematar esta confidencia. Desde que hace un mes se me trocó el nombre y calificativo oficial, me viene ocurriendo que cuando hoy comentar a mi alrededor, en conversación directa o indirecta, algo de este estilo: ¡Habría que decirle al Papa!; Este tema ha de tratarse con el Papa, etc., yo sigo pensando siempre en Su Santidad el Padre Pío XII al que tanto le quería, olvidando casi siempre que el interlocutor de alguna manera interesado soy yo, que he cambiado el nombre por el de Giovanni. Cuantas veces me oigo dirigir el apelativo de Santidad, Santo Padre, si supierais, hijos míos, cuán confundido me siento. Os suplico que pidáis al Señor que me conceda esta gracia de la santidad que se me atribuye. Porque una cosa es decirlo o creerse, y otra muy diferente es ser santo".

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