Curas que conviven con una mujer Validez del matrimonio clandestino

(José María Rivas).- En "Amarres al celibato III", publicado el pasado mes de febrero, no traté en atención a la brevedad, la posibilidad que apuntaba de que fuera o pudiera llegar a ser matrimonio, lo que canónica¬ y socialmente se tiene por concubinato. Hoy me detengo en ello.

Me refería, obviamente, a los sacerdotes que conviven íntimamente con una sola mujer. Es un hecho del que lo normal es que "no se den por enterados" los Ordinarios de diócesis con extrema escasez de clero. Se produce sin chirridos, cuando no con simpatía o incluso defensa de la feligresía respectiva, aunque siempre en voz eclesialmente baja.

Ocurre más bien, aunque no sólo, en zonas abruptas. Y llama la atención que ni en éstas suela mutilar la acción pastoral, a pesar del gran sacrificio que exigen la enorme extensión de las parroquias -fácilmente como la de provincias españolas- , y sus primitivas vías de comunicación, muchas de ellas senderos para mulas.

Entiendo que tal sacerdote y la mujer con la que él conviva maritalmente, constituyen matrimonio real, a partir del momento en que ambos libre y recíprocamente se expresen, o inequívocamente se den a entender su voluntad, del todo incondicionada, de permanecer así unidos de por vida con exclusión de terceros. Siempre que ambos -se entiende- estén libres de vínculo matrimonial previo, aunque sólo fuere de carácter oculto como el que aquí afirmo.

¿Qué esto se opone a la invalidez del matrimonio clandestino, establecida en el Decreto Tametsi del Concilio de Trento (Dz 990/1813-992/1816)? Sólo en parte.

Porque mi afirmación coincide con su declaración de la validez de esos matrimonios. Declaración tan expresa y terminante que incluye su consecuencia, lógica en el actuar histórico de la iglesia, de condenar, como condenó con anatema, a quienes negaran ser verdaderos y firmes. El desacuerdo está en no limitar la validez al tiempo durante el cual la Iglesia no había tenido establecida su nulidad.

Trento, en efecto, pese a considerarlos válidos en el tiempo anterior, decidió que en adelante fueran írritos y nulos los celebrados sin la presencia del párroco o sacerdote autorizado y la de dos o tres testigos, y con intención al parecer de afianzarlo, declaró además inhábiles del todo para contraer matrimonio, a quienes en lo sucesivo pretendieran celebrarlo de otra forma.

Mi disentimiento de estas dos decisiones tridentinas, se basa en la imposibilidad de que en virtud de una resolución legislativa las cosas empiecen a ser o dejen de ser a partir de una fecha -en este caso 1563- lo que siempre han sido y son en sí mismas en el plano de lo real, antes y al margen de disposiciones legales sobre ellas. No hay más realidades capaces de surgir y de ser anihiladas por disposición legal, que las puramente jurídicas, cuyo ser depende todo él de la vigencia legítima de la misma.

Por ejemplo: el adulterio puede dejar de ser "delito" en un determinado ordenamiento jurídico, es decir, puede perder su condición de acto penado por disposición suya. Así sucedió en el de España en 1978. Pero lo que jamás podrá suceder, ni en virtud de referéndum, es que empiece a ser o deje de ser infidelidad conyugal. Esto lo es de por sí desde siempre.

Estimo por ello desmedido e improcedente sostener que en virtud de un decreto eclesiástico de hace sólo cuatro siglos y medio, y por ende abolible y mutable, pierde su validez real el matrimonio clandestino, y que el hombre y la mujer, hechos por el Creador hábiles para contraerlo, dejan de serlo por no atenerse a una determinada forma de celebrarlo. El ser real de las cosas no depende del vaivén de las decisiones legales, ni de formalidades o formulismos.

Tan ilógico lo estimo como proclamar que sí es matrimonio la unión de homosexuales. Ilógico, aunque deba reconocérseles, como a cualquier otro ser humano, libertad plena en todo lo que no sea infligir daño a terceros, y aunque a su sociedad se le atribuyan jurídicamente los mismos derechos que a la conyugal.

Por más que la unión homosexual pueda cuajar analógicamente la exultación del encuentro «"ésta/éste" sí que es carne de mi carne y hueso de mis huesos», nunca ni de ningún modo podrá ser por su propio concepto vinculación estable de mujer y hombre, abierta a la procreación espontáneamente y de por sí. Ni aunque la ONU dijera lo contrario, amparándose autoritariamente en una pobreza de lenguaje, similar a otras muchas espontáneas del diccionario.

Como llamar "puerto" al de montaña y al de mar. Tan imposible que ambos sean lo mismo, como que sean matrimonio la "androgamia" y la "guinegamia". Éstas son posible denominación respectiva de la homosexualidad masculina y femenina que, inspirada en el griego, dio Rufino Soriano en su bloc "Cajón de Sastre" (Periodista Digital).

Pero más ilógico que el afán de dotar a la homosexualidad de una entidad de la que carece, entiendo que es el hecho de impugnar ese afán al tiempo que se bendice el intento inverso del Decreto Tametsi, de vaciar de su propio ser de matrimonio al celebrado clandestinamente. Es como usar dos varas de medir: el ser real de las cosas no puede ser alterado, si lo intentas tú; pero sí, cuando lo hago yo.

Aunque no consta que Jesús entrara en esta cuestión, puede afirmarse que se aproximó mucho a ella al invocar el dato de haber sido el hombre creado varón y mujer, en orden a que, desgajados ambos de sus progenitores y constituidos pareja, integraran una nueva creatura, un nuevo ser autónomo, independiente e indisoluble, pero sometido a la fragilidad de la muerte como cualquier otra "carne" (Mt 19,4-5).

Tal invocación implica necesariamente la afirmación de la habilidad innata del hombre para contraer matrimonio. Habilidad que, en cuanto proveniente del Creador, no hay nadie en la tierra que la pueda anihilar por decreto. Ella sólo puede desaparecer por matrimonio vivo ya contraído y por castración física o psíquica, bien de nacimiento, bien adquirida accidentalmente, bien injustamente infligida.

¿Qué en el cuarto de sus cánones sobre el matrimonio (Dz. 974/1804) Trento lanzó anatema contra quien negara el poder de la Iglesia para establecer condiciones determinantes de su validez o nulidad? Podrá tenerlo, como cualquier otra sociedad, en el plano de su reconocimiento legal y público. Pero nunca jamás en relación a su ser real.

Permítaseme un ejemplo extremo con el que intentar aclarárselo a quienes no capten la diferencia: aún afirmando que la Iglesia pueda fijar las condiciones requeridas para la adopción, de suerte que en virtud de ellas uno sea considerado jurídica y públicamente hijo de otro a todos los efectos, no puede en absoluto aceptarse que lo tenga para que el adoptado deje de ser hijo natural de sus propios padres físicos y empiece a serlo de sus adoptantes. Igual sucede respecto de la habilidad para contraer matrimonio: la ley no la da ni la quita; sólo la reconoce o la niega en el ámbito de lo jurídico, "según le dé" con más o menos racionalidad en cada época o en cada lugar.

En absoluto cabría interpretar esta declaración de invalidez postridentina como simple prohibición, aunque extrema. No hay forma más eficaz de prohibir algo que declararlo inválido. La eficacia fue intención del Concilio, por tener visto que las prohibiciones del pasado no habían conseguido evitar los graves males que se pretendían remediar con ellas. En especial, la vida de adulterio y el estado de condenación en que se ponían los que públicamente se casaban con otra mujer, violando su matrimonio clandestino. Puede que en su decisión también pesara su creencia, formalmente expresada, de haber prohibido siempre la Iglesia ese matrimonio.

Pero, ni es lo mismo prohibir algo, que anular, desvanecer, anihilar su esencia; ni es históricamente cierto que siempre haya estado prohibido. Los papas San Calixto I (217-222) y San León Magno (440-461) lo autorizaron ante los problemas que planteaba la prohibición, vigente entonces en el Derecho Romano, del matrimonio de patricios con miembros de inferior categoría social, y de libres con esclavos. Eran problemas análogos a los que da lugar la legislación canónica a quienes, habiendo optado con toda su buena fe por la renuncia definitiva al matrimonio, la vida les demuestra luego su incapacidad (1Cor 7,8-9).

El dato anterior lo he tomado de Sacrae Theologiae Summa: T. IV, pág. 806 de su ed. 4ª (BAC. 1962). Corrijo con todo el ordinal "III", que da de San Calixto. Parece errata. Con este nombre sólo ha habido tres papas y sólo el "I" es conocido a la vez como santo. Éste vivió además el problema en su propia carne, siendo como fue hijo de esclavos. Para la época de Calixto II (1119-1124) el problema ya estaba superado, y más para la del verdadero Calixto III, fallecido en 1458.

Sin embargo, aun interpretando el Decreto Tametsi como prohibición todo lo cualificada que proceda, no cabría hablar de obligación en conciencia bajo pecado grave y pena de condenación eterna; sino a lo sumo análoga a la que imponen las sociedades civiles respecto de sus leyes. Pues al no haber existido ese Decreto desde siempre, tanto él como su afirmada sanción son derogables en cuanto surgidos en un determinado momento histórico por decisión de la Iglesia, y ambos resultan afectados por el c.1313,2 del CIC: «Si una ley posterior abroga otra anterior, o al menos suprime su pena, ésta cesa de inmediato». Es cosa imposible cuando se habla de pena eterna. Así pues, o se niega heréticamente la eternidad del infierno, o ninguna ley derogable de la Iglesia puede durante su vigencia obligar hasta ese extremo o en conciencia.

Pese a lo dicho, al matrimonio clandestino no lo veo solución ideal de los "concubinatos canónicos". Sólo de emergencia. Suficiente respecto de los serios problemas personales, a los que puede dar lugar la imposibilidad canónica de contraer matrimonio. Parcial sin embargo en su vertiente pública y social.

Al estar privado de ésta queda como humanamente empobrecido, y al no saber de su existencia los de fuera, no podrá darse más testimonio del ideal evangélico del matrimonio, que el de la materialidad de vivir monogamia de hecho en concordia profunda. No sería poco en relación a las infidelidades y rupturas matrimoniales que se dan entre los seglares. Ni menos aun respecto del antitestimonio, también tolerado en la práctica no rara vez, de pastores de la grey con vida sexual libre.

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