"Que conserve y promueva la conciencia social, como hizo Francisco" Por un Papa que crea en la bondad de Dios, libre, solidario, sinodal e ilustrado

"Si su elección ha sido inesperada, no habrá tenido apenas tiempo para prepararlas. Y, si era evidente que contaba con posibilidades, quizá llevaba días, semanas o meses meditando sobre qué iba a decir"
"Me gustaría, además, que diera alguna señal respecto a que esa fe le lleva a no considerarse esclavo suyo, cumplidor temeroso de sus leyes, sino hijo libre"
"Me gustaría, también, que expresara el propósito de ejercer su pontificado movido por el firme compromiso de ser activamente solidario, como el papa Francisco, con los más pobres, con los más dolientes y con aquellos a quienes maltrata la sociedad"
"Me gustaría, también, que expresara el propósito de ejercer su pontificado movido por el firme compromiso de ser activamente solidario, como el papa Francisco, con los más pobres, con los más dolientes y con aquellos a quienes maltrata la sociedad"
| Jesús M. López Sotillo
En unas declaraciones que publicó el pasado 28 de abril Religión Digital, el cardenal y arzobispo de Madrid, don José Cobo Cano, en un momento dado afirma que “el Espíritu Santo ya tiene una elección hecha” respecto al sucesor de Francisco. Y antes, en el programa Buenos días Madrid, de Onda Madrid, que se emitió el 24 de abril, había ido un poco más allá afirmando que “Dios ya sabe qué papa va a salir”. Según esa percepción del asunto, considera, así lo dice en Onda Madrid, que lo que tienen que hacer los cardenales electores es “sintonizar con él”, con Dios, “para estar más tranquilos”. Él y los demás deben pensar no en quién les gustaría a ellos que ocupara en los próximos años la sede pontificia sino en quién es el preferido por la divinidad.
Nada dice respecto a si existe y en qué consiste el procedimiento para saber en qué medida, concluido el cónclave, las previsiones celestiales se han cumplido. Pero no es el caso de entrar ahora en esas disquisiciones de la teología católica más clásica. Conozca o no conozca Dios a día de hoy quién sucederá al papa Francisco, lo importante es a quién van a elegir los cardenales, coincida o no coincida su elección con lo que se piense o no se piense en las alturas celestiales, un asunto difícil, por no decir imposible, de comprobar.

Salvo que el acuerdo sea difícil y, según establece la Constitución Apostólica Universi Dominici Gregis, sea preciso realizar varias tandas de escrutinios separados por pausas de un día, no tardaremos muchos tiempo en conocer quién es el sacerdote católico al que dos tercios o más de los cardenales electores dan su voto para que sea designado sucesor de Pedro, con todos los títulos y todas las enormes prerrogativas asociadas al cargo que el Código de Derecho Canónico vigente le reconoce y otorga.
Pocos minutos después de que el llamado y aplaudido por los cardenales haya dado ante ellos su sí, el Cardenal protodiácono, en esta ocasión, Dominique Mamberti, aparecerá en el balcón central de la Basílica de San Pedro para decir quién es y qué nombre ha decidido llevar como papa. Y enseguida, viniendo del fondo del salón vaticano que da a la plaza, repleta de público, se le verá asomar ataviado con la indumentaria y los complementos pontificios. Los aplausos y las aclamaciones se oirán con fuerza. Y los oyentes y televidentes se harán presentes desde sus casas en ese solemne acto con todos sus sentidos atentos, para no perderse un detalle. Tras sus saludos gestuales, el nuevo pontífice máximo de la Iglesia Católica pronunciará sus primeras palabras.
Si su elección ha sido inesperada, no habrá tenido apenas tiempo para prepararlas. Y, si era evidente que contaba con posibilidades, quizá llevaba días, semanas o meses meditando sobre qué iba a decir. En cualquier caso, suelen ser palabras importantes, pues, cuando pasado el tiempo se repasan, se comprueba que eran una declaración de intenciones más o menos explícita de con qué actitud y objetivos iniciaba y quería desarrollar su pontificado.
A mí en esta ocasión me gustaría que en las palabras del nuevo papa se percibiera, aunque fuera levemente, que, por complicado que sea el asunto, cree en la existencia y en la sabiduría y bondad de Dios. Pero con una fe capaz de dudar, pues sabe que tiene que ver con el misterio que excede a todos los misterios. Me gustaría, además, que diera alguna señal respecto a que esa fe le lleva a no considerarse esclavo suyo, cumplidor temeroso de sus leyes, sino hijo libre, al que el padre permite desarrollar sus capacidades, sin retirarle su amor providente cuando no hace exactamente lo que él dispone o lo que coincide con sus gustos.

Una actitud de este tipo, que a menudo se echa en falta en bastantes católicos y entre ellos en muchos jerarcas, incluidos los propios papas, contribuiría a que no se pusieran en guardia contra él los que no creen que Dios exista o que, caso de existir, esté constantemente vigilando la manera de pensar y de vivir de todos y cada uno de los hombres y mujeres que habitan en el planeta e interviniendo en ellas.
Como contrapartida se empezaría a distanciar de los católicos que creen que Dios, precisamente porque existe y es bueno, queriendo lo mejor para sus hijos, les ha dado y sigue dando de forma permanente normas precisas de obligado cumplimiento sobre lo que han de creer y hacer, so pena de hacerse merecedores de severos castigos. Castigos que él impone y mantiene implacablemente mientras la rebeldía permanece, cuando, en su vigilancia constante, ve en cualquier lugar de la Tierra y a cualquier hora del día o de la noche que una o uno de sus amados hijos o un conjunto de ellos a la vez incumplen su voluntad.
Me gustaría, también, que expresara el propósito de ejercer su pontificado movido por el firme compromiso de ser activamente solidario, como el papa Francisco, con los más pobres, con los más dolientes y con aquellos a quienes maltrata la sociedad. Parece raro desear que el nuevo papa exprese un empeño de este tipo, pero es que somos muchas las personas que tememos que quien le suceda no lo tenga entre sus quehaceres prioritarios. Sus dos últimos antecesores han tenido otras prioridades. Y los más feroces adversarios que se han alzado contra él durante su pontificado, cardenales, arzobispos, obispos y muchos sacerdotes y fervientes laicos incluidos, no solo no han compartido esa actitud, sino que les ha parecido un tremendo error que él la tuviera, hasta el punto de llegar a decir que había caído en herejía y que debía ser depuesto.
Y ni que decir tiene que muchos grandes de la tierra, muchos magnates de las finanzas y de los negocios y muchos líderes políticos, estaban completamente de acuerdo con ellos. A Francisco en cambio le parecía que era una actitud que no debiera faltar en nadie que se llame seguidor de Jesús de Nazaret.
Desde sus primeros escritos magisteriales repitió una y muchas veces que no hay que ser un experto exégeta para descubrir en los textos del Nuevo Testamento pasajes en los que se ve a las claras que para Jesús de Nazaret era algo fundamental, algo básico, no sólo tratar de aliviar los padecimientos de los más pobres, de los más dolientes y de todos aquellos a quienes maltrata la sociedad sino, también, alzar la voz contra quienes dañan a las personas o se aprovechan de ellas para satisfacer sus propios y turbios intereses. Quienes le despreciaban y criticaban por pensar y actuar de ese modo, por sorprendente que pueda parecer, opinan justo lo contrario.

Para ellos esos por quienes tanta consideración mostraba el Papa no se la merecen, al contrario, deben ser tratados con dureza o indiferencia, pues su situación en ocasiones se la han buscado ellos mismos, debido a su conducta contraria a la voluntad de Dios, por la que merecen su justo castigo. O, en otros casos, es consecuencia de su vagancia y de su falta de iniciativa a la hora de abrirse paso en la vida. O, en ocasiones, tiene que ver con sus fragilidades físicas y mentales, circunstancia que no les convierte por si sola en merecedores de atención gratuita por parte de los Estados, pues costaría mucho dinero proporcionársela y requeriría subir desmesuradamente los impuestos a quienes han ganado su dinero a base de esfuerzo. Por todo ello, que el sucesor de Francisco en la primera manifestación pública exprese su propósito de seguir sus pasos en este asunto es de la máxima importancia.
Me gustaría, igualmente, que diera a entender que desea proseguir el empeño de hacer de la Iglesia católica una organización sinodal, en la que se articula su funcionamiento respetando la igualdad básica de todos sus miembros, de modo que no quepa lugar en su seno para las discriminaciones vinculadas con el sexo de sus miembros o con su estado civil, como no caben en la actualidad, por ejemplo, las referentes al color de la piel o al lugar de nacimiento o a la posición que se ocupe en la escala social.
Este empeño ha sido expuesto por el papa Francisco desde el inicio de su pontificado de muchas y diversas maneras. Pero es preciso reconocer que los resultados a la hora de convertirlo en una realidad clara y efectiva son pocos, por mucho que haya habido un extenso sínodo dedicado a estudiar la cuestión y aunque algunas mujeres hayan sido nombradas por el Papa para ejercer puestos de alta responsabilidad en el seno del entramado de la Curia vaticana. Es una lástima. Afecta a la organización interna de la Iglesia, pero tiene diversas implicaciones dogmáticas, que Francisco no ha consentido nunca poner en cuestión y que impiden introducir cambios en ella.
Tal actitud pontificia ha dado lugar a una descorazonadora contradicción. El papa ha proclamado de forma grandilocuente que en la Iglesia todos sus miembros debemos ser tratados con la misma dignidad, la que nos da el hecho de estar bautizados, como se pide que ocurra en la sociedad por el mero hecho de ser personas, pero no ha dado órdenes para que se articule tal cosa en lo referente al reparto de las diversas funciones eclesiales. Ni ha atendido, tampoco, la petición de cambios en ese y en otros aspectos del pensar y del actuar oficial católico que muchos miembros de la Iglesia, en algunos casos la mayoría, le han demandado a él y anteriormente a sus predecesores.
Ese modo de proceder ha seguido generando el alejamiento de la Iglesia de millones y millones de católicos de toda edad y condición, acrecentado por el descubrimiento de la terrible y desoladora realidad de que algunos de los clérigos o seglares que más firmemente y a las claras se han opuesto a introducir cambios en todos estos asuntos han actuado a escondidas haciendo no solo lo que ellos prohíben sino haciéndolo con quienes y de la manera que la sociedad expresamente prohíbe. Como es el caso de los abusos sexuales cometidos con menores y el del aprovechamiento de personas adultas débiles física o mentalmente para obtener por la fuerza o mediante engaños su sometimiento, placeres de tipo sexual o beneficios económicos. Sería por todo ello deseable a mi juicio que el nuevo papa diera a entender en su primera aparición pública que desea proseguir el empeño de hacer de la Iglesia católica una organización auténticamente sinodal.

Por último, me gustaría, igualmente, pues lo considero de gran transcendencia, que el futuro sucesor de Pedro, en su mensaje inicial dejara traslucir que es una persona ilustrada, una persona que conoce y ha hecho suyo lo que desde el Renacimiento europeo se ha ido aprendiendo y descubriendo, desde muchos ámbitos del pensar, investigar y actuar humano, sobre el universo inmenso del que formamos parte, sobre su estructura y funcionamiento, sobre el ser vivo que somos los seres humanos y sobre nuestra historia, así como sobre lo que son y la historia que tienen el resto de seres que comparten con nosotros el don de la existencia. Más aún, me gustaría que en sus palabras se dejara sentir el propósito de traer al seno de la Iglesia lo mucho bueno que han aportado a la humanidad siglos de desarrollo de la capacidad de razonar, investigar e innovar de miles de personas, para integrarlo en nuestra dogmática, en nuestra normativa moral, en nuestra liturgia y en nuestra acción pastoral, así como en nuestra organización y en nuestra regulación canónica.
Tener este modo de pensar y de proceder no sería algo nuevo en la historia de la Iglesia, fue la actitud que movió a Juan XXIII a convocar, organizar y poner en marcha el Concilio Vaticano II, instado por miles de católicos que no sólo demandaban cambios profundos en todo el entramado eclesial desde hacía mucho tiempo sino que habían expuesto razonadamente cuáles deberían ser dichos cambios. Ese aggiornamento eclesial, que desde finales de los años cincuenta parecía algo deseable y urgente, sigue siendo una tarea pendiente y, por lo menos, tan necesaria como entonces. Y ha de llegar a aspectos muy importantes del creer y del actuar católico.
Todo el entramado argumental para llevarlo a cabo ya existe. Los pensadores e investigadores ilustrados nos lo han ido proporcionando desde el siglo XV en adelante. Sería deseable que quien suceda al papa Francisco muestre signos de que lo conoce y quiere emplearlo, para que la Iglesia no solo se empeñe en evangelizar a todos los habitantes de nuestro planeta, sino que se abra a aprender lo mucho que muchas personas, católicas o no católicas, nos vienen enseñando, con argumentos bien fundados, desde hace siglos.
Yo no creo, debo reconocerlo, que hoy en día la Iglesia Católica esté en condiciones de reemprender esa tarea aggiornadora. Juan Pablo II y Benedicto XVI la frenaron en seco. Y, tras el empeño que pusieron en cercenar su avance y en parar los pies de quienes la promovían, apenas queda en su seno quien tenga noción de cuáles eran aquellas demandas modernizadoras ni quien sostenga el convencimiento de que podrían ser atendidas y articuladas sin que ello supusiera una ruptura con la tradición cristiana más antigua. La tradición que nos lleva a Jesús de Nazaret y a algunas de las primeras comunidades de seguidores suyos. Apenas queda quien sostenga que la actualización requerida ayudaría a ponerla en valor, ya que reúne un modo de sentir y de actuar compatible con lo mejor del sentir y del actuar de la llamada “Modernidad”.

Me conformo, por tanto, con que el nuevo papa, que todavía ignoramos quién vaya a ser y con qué nombre querrá ser añadido a la lista de sumos pontífices, conserve y promueva la conciencia social, como hizo Francisco, y que haga suyo el compromiso sincero de ir caminando hacia una Iglesia que se organiza y funciona realmente de un modo sinodal. Y que, como parte de dicho compromiso, permita y fomente que los biblistas, los teólogos y los especialistas en otros tipos de conocimientos busquen y expongan las razones para que la Iglesia católica retome algún día la tarea de renovación interna, dejándolos investigar y enseñar con libertad.
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