"Hace 25 años, yo estaba allí. En Tor Vergata" Una fe que no envejece: Roma, 25 años después del Jubileo de los Jóvenes con Juan Pablo II

Juan Pablo II
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Hace 25 años, yo estaba allí. En Tor Vergata. Entre la multitud de jóvenes que —al borde del milenio— escuchaban a Juan Pablo II gritar con fuerza: “¡No tengáis miedo!”

Los temas que atraviesan este Jubileo son reveladores: ecología integral, justicia social, espiritualidad del silencio, salud mental, migraciones, escucha intercultural…

Roma, agosto de 2025. Una nueva oleada de jóvenes ha vuelto a ocupar las plazas de la Ciudad Eterna. Como hace un cuarto de siglo, sus mochilas, cantos, pancartas y risas parecen decirle al mundo que la fe, cuando es auténtica, no envejece: se transforma, se adapta, resurge con nuevos lenguajes.

Hace 25 años, yo estaba allí. En Tor Vergata. Entre la multitud de jóvenes que —al borde del milenio— escuchaban a Juan Pablo II gritar con fuerza: “¡No tengáis miedo!” Eran otros tiempos, sin duda. Pero algo permanece: el anhelo de sentido, la búsqueda de un nosotros, el hambre de trascendencia.

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Jubileo

Cuando Roma tembló de juventud

Recuerdo perfectamente aquella noche del 19 de agosto del 2000. Caminábamos por la ciudad después de haber peregrinado durante días. Dormíamos en patios de colegios, comíamos con tickets compartidos, nos refrescábamos en fuentes públicas y, sobre todo, hablábamos. En todas las lenguas. Con gestos, canciones, dibujos. Una chica italiana me regaló una estampa con una frase escrita a mano: “Preghiamo insieme per la pace. Siamo uno.” [Recemos juntos por la paz. Somos uno.]

En Tor Vergata no solo hubo discursos. Hubo silencio. El silencio orante de más de dos millones de jóvenes, iluminados por velas, en una vigilia que aún recuerdo como un momento espiritual profundo. Una marea humana arrodillada, silenciosa, respirando al unísono. Aquello no se improvisa. Se provoca con autenticidad.

No era fácil llegar al área de confesiones, como ahora en el Circo Máximo. Muchos hacían fila para reconciliarse, para descubrir una mirada nueva, en lugar de ver —equivocadamente— ese sacramento como expresión de culpa. La Iglesia no era allí una institución lejana, sino un rostro amable, comprensivo, tierno.

No he estado ahora allí para ver en los jóvenes de 2025 el mismo brillo en los ojos. Pero lo imagino. Son jóvenes que no buscan fórmulas. Buscan testigos. No necesitan etiquetas. Necesitan un ambiente.

Este Jubileo, impulsado por el papa León XIV, es muy distinto a los anteriores —cada tiempo tiene su contexto, con sus aciertos y sus fallos— pero ha querido ser, por encima de todo, una tregua espiritual: una invitación a reconstruir vínculos y a imaginar un futuro en paz.

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Del protagonismo a la escucha: la Iglesia del presente

Ya no se trata —como entonces— de movilizar millones. Se trata de escuchar sus preguntas, acompañar sus dudas, valorar sus búsquedas. Como dijo el papa Francisco: no se trata de “colonizar los sueños” de los jóvenes, sino de caminar con ellos.

Los temas que atraviesan este Jubileo son reveladores: ecología integral, justicia social, espiritualidad del silencio, salud mental, migraciones, escucha intercultural… Ya no es solo una cuestión de identidad confesional, sino de ética global, de espiritualidad encarnada, de encuentro sincero entre personas diversas.

La memoria que empuja hacia adelante

Al volver sobre mis recuerdos del año 2000, me doy cuenta de que no pensábamos en ser héroes, sino en ser testigos. No era tiempo de fundar nada nuevo, sino de abrir una grieta de esperanza. Hoy otros toman el relevo. Con otros lenguajes, con otras heridas, con otras preguntas. Pero con la misma fuerza: una fe que no teme envejecer, porque se deja rejuvenecer por el amor.

Yo tuve que hacer gestiones por la ciudad y comprobé ese apoyo entusiasta. Yendo en coche, pregunté a un conductor cómo entrar en una avenida, y me indicó que le siguiera. Me puse detrás de su coche y, al llegar al destino —bastantes minutos más tarde— me dijo que se volvía por donde había venido. Le dije que no tenía por qué haberse molestado... y me contestó con alegría: “Por vosotros es necesario hacer todo lo posible.”

Mientras pasaban los peregrinos hacia Tor Vergata, los romanos —famosos por su aparente indiferencia hacia los visitantes— salían a ofrecer agua o a regar a los jóvenes acalorados. Los voluntarios se portaron de maravilla. Recuerdo que, al llegar un sacerdote con su grupo, cargado de problemas porque el punto de acreditación ya estaba cerrado, acudió a otro lugar y una chica le sonrió y dijo: “Te resuelvo todo... a cambio de que me tengas memoria en una misa.”

Todo era fácil. Había ese punto de locura necesario para que no existieran los nervios en medio de una marea de problemas que no se vivían como tales. Cuando nos íbamos, al lado de la caravana de peregrinos saliendo de Tor Vergata, saludaban los voluntarios, dando la mano y sonriendo felices, muchos con lágrimas en los ojos.

Al final del segundo milenio, hubo algo grande en ese encuentro de la juventud. Algo que algunos no captaron (basta ver la escasa cobertura de ciertos canales de televisión). En cambio, otros sí que retransmitieron bien la vigilia y la misa del domingo. En Italia se portaron muy bien, con gran elegancia y apertura mental ante un evento de tanta trascendencia.

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En medio de aquel calor espiritual, del clima de oración y recogimiento, los periodistas preguntaban cosas, a veces inoportunas. Recuerdo lo que unos jóvenes respondieron a preguntas cargadas de cinismo: “Mirad, no os enteráis porque se necesita un poco de fe para entender esto. Dejadnos gozar en paz de esta fiesta y no metáis la política en todo…” Otros periodistas, en cambio, entendieron perfectamente la sinceridad de esos jóvenes y su búsqueda de verdad sin componendas. Seguir a Jesús, simplemente.

Roma sigue siendo el símbolo. Y quizá hubo un milagro: ver a los romanos “nefreguistas” (pasotas con los que vienen de fuera) entusiasmados. Pero el verdadero milagro está en el corazón de cada joven que sigue creyendo —contra toda lógica— que el mundo puede ser distinto.

Como entonces, hoy también se canta: “Jesus Christ, you are my life…” Pero ahora muchas otras voces se suman. Otras músicas, otros nombres, otras lenguas. Y eso no empobrece el mensaje: lo amplifica.

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