¿En qué pongo el acento cuando oro?

«Oración es tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama». Así definía la oración nuestra Teresa de Jesús, de quien estamos celebrando los 500 años de su nacimiento.
Quizá el primer acento de mi oración, en la sociedad de la prisa y del estrés que vivimos, para la propia salud de mi mente, sería silenciar durante un tiempo al día la actividad, para descansar, reflexionar, meditar, orar, entrando en mi interior, dirigiendo mi mirada contemplativa de amor hacia «quien sabemos nos ama», pues «no hay menester alas para ir a buscar a Dios, sino ponerse en soledad y mirarle dentro de sí».
En la oración recojo, en un segundo momento, como un eco de mi humanidad, lo que me une a todo lo que me rodea; mi propia imagen y la de los demás, mi familia humana, que posee un parecido excepcional a Quien nos ha creado. Esos ecos que al final me resultan conocidos, y que están apagados ante tanta tensión como vivo, comienzan a aflorar, a resonar en mi interior, devolviéndome mi esencia original que, muchas veces, voy perdiendo poco a poco sin darme cuenta.
Pero (y este sería un tercer acento) la auténtica oración, personal o en comunidad, no me aparta de la vida, al contrario, me sumerge, me ayuda a encarnarme más en ella. Cuando oro con sinceridad, el espíritu de la Verdad me inunda y, como dice Pedro Casaldáliga, no puedo hacer otra cosa que incorporar a ella las voces, los rostros, las dificultades, las injusticias, las alegrías y los gozos de quienes me acompañan por el camino de la existencia.
Siguiendo también a Teresa, en la que siempre resuena la palabra y la vida de su amado Jesús, el acento principal, cuando me pongo a orar, sería comprobar si al final la oración me mueve a amar, «pues el amor de Dios ha de ser probado por obras», llevando a la práctica en mi existencia lo que experimento en la plegaria.
Este sendero, por lo tanto, no lo puedo recorrer si no vinculo vida y oración, contemplación y solidaridad, mística y compromiso, encarnación y soledad, sin ningún tipo de dicotomías. Para caminar en libertad al encuentro del Espíritu vivo del Misterio diáfano de Dios en nuestro mundo.

(Miguel Ángel Mesa, en Revista ORAR nº 254 de 2015)
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