La Caridad como fundamento ®

A la vista del gran entusiasmo que se desborda hacia la figura del papa Francisco, no será ocioso enriquecer estos artículos con los consejos del filósofo español y gran educador, Jaime Balmes, al que tuve la suerte de conocer en sus libros cuando yo era un muchacho de 15 años. Una de sus más enriquecedoras enseñanzas se condensa en las líneas que siguen. (Los paréntesis son míos):

«Si a causa de la debilidad de nuestras luces estamos precisados a valernos de las ajenas, no las recibamos con innoble sumisión, no abdiquemos el derecho de examinar las cosas por nosotros mismos; no consintamos que nuestro entusiasmo por ningún hombre (líder, profesor, confesor o director espiritual, inclusive el Papa, en cuanto hombre) llegue a tan alto punto, que, sin advertirlo le reconozcamos como oráculo infalible. No atribuyamos a ninguna criatura lo que se recibe sólo del Criador. (…) No debemos limitarnos a ’saber los libros’; es preciso que ‘conozcamos las cosas’; no hay que contentarse con seguir el camino trillado, sino que hemos de buscar veredas que nos lleven mejor, más recto y, si es posible, a puntos más elevados. No admitamos idea sin analizar, ni proposición sin discutir, raciocinio sin examinar, ni regla sin comprobar; formémonos una ciencia propia, que nos pertenezca como nuestra sangre, que no sea una simple recitación de lo que se ha leído o se ha oído, sino el fruto de lo que hemos observado y pensado por nosotros mismos. (cf. JAIME BALMES, El Criterio, c. XVIII.) »


Palabras sabias de quien justamente se distinguió en desmontar los argumentos de libre examen de los portestantes. Que una cosa es la libertad para 'hacer bueno lo que nos gusta' y otra el inviolable derecho de aceptar con la propia razón las verdades que se nos enseñan. No afirmamos que dos y dos son cuatro porque nos lo han dicho sino porque lo hemos comprobado; si no lo hubiéramos comprobado seríamos loros. Esta distinción aplicada a las verdades de la fe cristiana afianza la Caridad, que es amar a Dios, es decir a la Verdad, sobre todas las cosas.

Porque Dios no nos creó, digo, para que le amásemos por automatismo; sería absurdo en el Criador que nos dio la inteligencia y la libertad de usarla. No somos reproductores miméticos de lo que interpreta este o aquel personaje sino usufructuarios de lo que siempre enseñó la Iglesia. Por su inmedible amor por nosotros, Dios merece ser correspondido con nuestra inteligencia y la apuesta vital hacia Él. Creyendo en su Palabra. Lo cual no se hace a ojos cerrados sino abiertos a la Revelación personificada en Jesucristo, al que creemos Dios mismo hecho hombre.

Esta determinación no riñe con el Magisterio ni con el dogma de la Infalibilidad, que se sostienen en el depósito de dicha Revelación confiado a la Iglesia, sellado en las últimas recomendaciones de Jesús a San Pedro y cerrado con la muerte del último de los Apóstoles. Porque, recordémoslo, el Magisterio es de solo Jesucristo, y del Papa en cuanto que es su Vicario, para entenderlo mejor su Representante, y de la Iglesia de la que recordamos en el Credo que es apostólica en tanto que por su riguroosa lealtad a aquellas primeras enseñanzas.

Partiendo de esta realidad fundamental, es decir, desde lo que siempre y en todas partes se enseñó y se ha creído, la Iglesia por axioma es indefectible y tiene asegurada la asistencia del Espíritu Santo. Asistencia prometida a ella; a la Iglesia como institución divina (Mt 16, 18) y no humana; es decir, excluyentemente en solo San Pedro y sus sucesores, que pueden errar. En otras palabras, como bien se arguye en la definición dogmática, la infalibilidad de la enseñanza se funda, se blinda y se protege en la fidelidad a lo ya enseñado. El llamado aggiornamento del "pastoral" Concilio Vaticano II es un engaño. ¿O no es absurdo que para pintar las paredes de una casa tengamos que arrancarla de sus cimientos?

Ahora, con la paciencia de mis lectores, seguiré reflexionando acerca de la Caridad, virtud fundamental de nuestra religión pues que de ella se derivan todas.


Según San Juan

Los infiltrados de la progrez humanista nos argumentan con la primera carta de San Juan: «No puedes decir que amas a Dios al que no ves si no amas a tu hermano al que ves.» (1 Jn 4, 20) Con lo que quienes se dejaron dominar por ese ectoplasma revolucionario, llamado ‘Espíritu del Concilio’, dan la vuelta a San Juan y llaman virtud al amor a las criaturas, haciendo el bien para sí mismos y no por amor a Dios. Nadie me persuadirá de que se entregó a los pobres “por Cristo” si a Cristo no le defiende, o peor aún si ni siquiera le nombra. O, con mayor delito todavía, si retuerce su inigualable figura para servirse de Él en ideologías que finalmente, y probadamente, le expulsan de este mundo. Para entendernos, San Juan nos dice que el hipócrita se delata a sí mismo diciendo que ama a Dios cuando a lo que es de Él, nuestro prójimo, nuestro cercano, lo ignora o lo desprecia. Vendría a ser igual a esto: ¿Cómo puedo decir que quiero a mi padre si no respeto a mi hermano que también es hijo suyo? Imposible. Igual que a los enamorados les es imposible disimular su amor, al cristiano sincero le es espontáneo beneficiar a su prójimo. (Esto era común entre el pueblo llano español.)

En mi opinión, el mayor pecado de nuestro tiempo y, lo podemos decir, “a la luz del CVII”, es haber reducido nuestra religión a un campeonato de ayuda en las necesidades primarias del hombre, especialmente si está en remotos escenarios para tapadera del error esencial de ignorar las penas y penurias del que tengo al lado, justo el que Jesús señala: el próximo.


El sentido solidario

Sorteando los elogios que merece todo esfuerzo humanitario, la solidaridad sin orientación sobrenatural tiene muy poco encanto. Su consecuencia inmediata es la indiferencia religiosa y el imperio del materialismo. No es casual que la mayoría de los ‘nuevos samaritanos’ de los derechos del hombre -“y de la mujer”-, sean los promotores del aborto como paradigma de libertad y derechos. El recorrido es bien sabido: Primero, nuestros ojos se vuelcan en las criaturas y nos olvidamos de Cristo, o le perdemos de vista; después, estafado Dios, la Iglesia pasa a ser una ONG respetable y la religión no más que una emanación de nuestras neuronas. Por eso es apremiante instruirnos en que la Caridad es mucho más que solidaridad, más que filantropía o que la mundana compasión – que también, por supuesto – hacia quien sufre o carece. La Caridad es un concepto que contiene a Dios por definición. Sin Dios, cualquier compasión hacia nuestro prójimo doliente tiene el mismo precio que la que, también, puede inspirarnos un animal herido o un geranio sin agua.

Es canalla rebajar a simple filantropía el afán que movió a los Apóstoles (Hch 3, 1-6) a dar la vida por Cristo y su Evangelio. A ver si ahora va a resultar que se les perseguía, se les encarcelaba, torturaba y mataba sólo porque eran humanitarios... Jesucristo lo enseñó en aquel su mandamiento, que condensa todos, colocando primero a Dios y luego al prójimo. (Mt 22, 36 y ss) Porque, como pienso y creo, es el amor a Dios, la Caridad, lo que empuja a las obras de misericordia, y no al revés.


¿Hasta dónde «como a nosotros mismos»?

Los cristianos no amamos a nuestro prójimo por sí mismo, al menos no solamente, sino por lo que significa para Dios. Esa es la fuerza del lazo sacramental que une a unos esposos con amor irreversible; es la que movió a miles de misioneros y santos. Porque ese “otro-como-yo”, ese ‘próximo’, es “propiedad de Dios”, es alguien al que, igual que por mí, Cristo vino a evitar que su nacimiento fuera inútil. Desde ese convencimiento será lo propio desear su vuelta a Dios, ayudar a su conversión, facilitarle el entendimiento del origen último de sus interrogantes. ¿Qué se encontrará al otro lado del tiempo el falso humanismo? (Falso humanismo porque esconde que sólo es materialismo.) Se encontrará la nada a la que ya fueron expulsados unos soberbios “criaturistas”. Las palabras de Jesús: “Sólo Dios es bueno” (Mc 10, 18) significan que sólo Dios hace el Bien. Sin la primera mitad del mandamiento, Dios, lo de amar al prójimo «como a nosotros mismos» no es otra cosa que un “haz igual que yo”. Es decir, por ejemplo, que el cocainómano proponga a quien ama, con toda coherencia, que pruebe una rayita… como a él le gusta. Sin el amor a Dios por encima de todo, como expresa San Pablo en su primera carta a los de Corinto (13, 2), nuestra obras humanitarias son, en el mejor de los casos, simple amor a la propia especie.


Una imagen vale más que mil palabras

Tal vez ayude a distinguir entre amor sensiblero y Caridad la afición que un hijo tiene por el reloj del padre fallecido y que gusta llevar en su muñeca en su recuerdo. Obviamente, no quiere al reloj por sí mismo sino “porque es el reloj que llevaba mi padre”. Así también la mecedora donde la madre se sentaba a hacer sus labores y que la hija escoge para hacer lo mismo. Son el padre o la madre en el reloj y la mecedora los que merecen sus recuerdos y cuidados. Incluso su amor. Nuestra relación con el prójimo es buena si está inmersa en el amor de Dios. Los otros amores son propios de relojeros y de ebanistas.

Espero, pues, quede entendido que sin la Caridad, es decir, sin hacer por Dios lo que se haga, actuaremos con un amor inferior, terrestre, desgajado del amor principal. Porque, en todo caso —¡afuera fantasías hipócritas!— si no reconocemos a Dios como dueño suyo ¿para qué servir a tan poca cosa, el hombre? Bastante fatigoso nos es luchar cada cual consigo mismo y la carga de nuestros errores… La “prueba del algodón” sobre la adulteración hoy predicada por los muchos descreidos que viven dentro de la Iglesia, sería que pudieran proponerle a Jesús, hoy, sus propias dudas. Pero, miren qué suerte, que las respuestas ya las conocemos. Nos las dio en Betania elogiando a aquella María que escogió la mejor parte (Lc 10, 41); o en el derroche de la Magdalena y la hipocresía de Judas (Jn 12, 3 y ss); o al final de la multiplicación de los panes y peces (Jn 6, 27); o en la clave de cómo quiere Cristo que nos amemos los unos a los otros (Jn 15, 12); o en su repulsa a Simón Pedro, (primer papa, ¡ojo!) al cual apartó de sí como si fuera el mismo Satanás. (Mc 8, 33).

Recordemos un certero aviso del Papa Pío XI con respecto al endiosamiento del hombre y que, triste e inesperada paradoja, vale hoy para dentro de la propia Iglesia:

Por más que un hombre encarnara en sí toda la sabiduría, todo el poder y toda la pujanza material de la tierra, no podría asentar fundamento diverso del que Cristo ha puesto (1Cor 3,11). En consecuencia, aquel que con sacrílego desconocimiento de la diferencia esencial entre Dios y la criatura, entre el Hombre-Dios -el Verbo- y el simple hombre, osase poner al nivel de Cristo, o peor aún, sobre Él o contra Él, a un simple mortal, aunque fuese el más grande de todos los tiempos, sepa que es un profeta de fantasías... (Encíclica Mit brennender sorge).


Hay sobrada similitud entre el tiempo de esta encíclica y el humanismo que hoy nos aplasta colocando en segundo plano al Dios Único. Osar poner a un simple mortal -como el hombre Buda, Moisés, Mahoma, Confucio...-, en igualdad con Cristo o, peor aun, por encima suyo o contra Él, es mucha maldad del clero rector de nuestro tiempo. Maldad que ya no se disculpa con las debilidades de la carne y del mundo, como en el Renacimiento, sino que sube al escalón de no distinguir entre la Caridad teologal, virtud religiosa, social y cristiana por antonomasia, y este pagano y ramplón humanismo cuyo real objetivo es prescindir de Dios, única fuente de donde nos llegan la Verdad, la Belleza y el Bien.

Una malicia, una perversidad sólo atribuíbles al príncipe de los engaños, plasmada en decenas de adulteraciones, presentadas como actualizaciones de los textos post-conciliares en que la palabra amor ha sustiuido el concepto cristiano de Caridad . (1Co 13,1). Tergiversaciones similares, innúmeras en textos vernáculos, que separan de Dios a los católicos por manipular las traducciones hacia otro evangelio, inaceptable aun si fuera propuesto por un ángel del cielo. (Gal 1, 8)
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