Democracia y Sinodalidad desde los excluidos Jesús ante los instigadores del miedo, el odio y la violencia

Al confrontar a Jesús con los instigadores al odio de su época, el Evangelio se convierte en espejo de nuestras propias sociedades, atraídas actualmente por nacionalismos excluyentes, populismos manipuladores, fundamentalismos ideológicos y clericalismos retrógrados.
la lógica del chivo expiatorio, mediante el cual una comunidad es incitada a proyectar su violencia sobre una víctima inocente para construir una falsa asociación, la del "unidos por el odio".
Jesús desenmascaró los mecanismos de odio de su tiempo y ofreció la alternativa transformante de la compasión. Su vida y su cruz son un juicio sobre todo sistema que sacrifica inocentes y una invitación a optar por las víctimas. Seguirlo es bajar de la cruz a los crucificados, desenmascarar a los provocadores de miedo y sembrar gestos de justicia, hospitalidad y reconciliación.
Democracia y sinodalidad son procesos sociales que expresan en planos distintos, la lógica del Reino, inclusiva de los diferentes. La democracia reconoce la dignidad y la voz en diálogo de cada persona, afirmando que nadie puede imponer su voluntad por riqueza o poder. La sinodalidad es “caminar juntos” desde las periferias hacia la plenitud del Reino de Dios.
Jesús desenmascaró los mecanismos de odio de su tiempo y ofreció la alternativa transformante de la compasión. Su vida y su cruz son un juicio sobre todo sistema que sacrifica inocentes y una invitación a optar por las víctimas. Seguirlo es bajar de la cruz a los crucificados, desenmascarar a los provocadores de miedo y sembrar gestos de justicia, hospitalidad y reconciliación.
Democracia y sinodalidad son procesos sociales que expresan en planos distintos, la lógica del Reino, inclusiva de los diferentes. La democracia reconoce la dignidad y la voz en diálogo de cada persona, afirmando que nadie puede imponer su voluntad por riqueza o poder. La sinodalidad es “caminar juntos” desde las periferias hacia la plenitud del Reino de Dios.
Introducción
La vida y muerte de Jesús de Nazaret son una clave ineludible para comprender los mecanismos históricos de odio, miedo y violencia. Su pasión no fue un accidente ni un designio abstracto, sino el resultado de una existencia que desenmascaró, con coherencia radical, las estructuras del pecado que se perpetúan a costa de demonizar, excluir y sacrificar al “otro”.
René Girard describió esta lógica como el “mecanismo del chivo expiatorio”, mediante el cual una comunidad es incitada a proyectar su violencia sobre una víctima inocente para construir una falsa unidad (Girard, 1986): "unidos por el odio". Así, un grupo "mesiánico" se atribuye poseer las verdaderas "esencias nacionales" o las "ortodoxias inflexibles"para apropiarse de la "patria", la "iglesia", etc., mientras proclama cruzadas e inquisiciones contra los "impuros y traidores"... En cambio, lo original del Evangelio es que la narración se sitúa del lado de la víctima y no de estos verdugos, revelando la mentira sacrificial que sostiene tal “orden establecido” con discursos violentos.
James Cone, en su teología negra, afirmó que “la cruz solo puede entenderse desde la perspectiva de los linchados”. Esto es Jesús: su condena solo adquiere sentido si se contempla desde las víctimas de todos los tiempos —migrantes rechazados, pueblos oprimidos, mujeres violentadas, pobres invisibilizados—.
Al confrontar a Jesús con los instigadores al odio de su época, el Evangelio se convierte en espejo de nuestras propias sociedades, atraídas actualmente por nacionalismos excluyentes, populismos manipuladores, fundamentalismos ideológicos y clericalismos retrógrados que prometen mesiánicas soluciones simplistas a problemas complejos.
Los poderes que condenaron a Jesús
Los evangelios revelan que la eliminación de Jesús fue fruto de una alianza entre distintos poderes que coincidieron en la necesidad de silenciarlo. Allí se reconocen arquetipos de violencia que siguen operando hoy.
El nacionalismo religioso y xenófobo buscaba un Mesías guerrero que aniquilara al extranjero. Los zelotas aspiraban a una liberación por la espada, mientras la élite del Sanedrín justificó la condena de Jesús en nombre de la supervivencia nacional: “Conviene que muera uno por el pueblo, y no perezca toda la nación” (Jn 11,50). Esta lógica de “razón de Estado” se prolonga en las consignas actuales, donde se sacrifica al extranjero en nombre de una identidad cerrada y autofágica.
La vocación del populismo ultra es manipular la multitud con medias verdades y soluciones simplistas. La muchedumbre que celebró a Jesús en su entrada a Jerusalén exigió días después su crucifixión, alentada por las élites (Mc 15,11).
El pueblo sufriente, instigado con miedo y resentimiento, se convierte en instrumento de violencia colectiva. Hoy este patrón se repite en redes sociales y manifestaciones donde se estigmatiza a migrantes, minorías o adversarios políticos.
El fundamentalismo y el clericalismo representan otro rostro del poder opresor. Jesús denunció a escribas y fariseos que “cerraban el Reino” con leyes ideologizadas para dominar, controlar y marginar (Mt 23,13). Ese mismo fundamentalismo se actualiza en iglesias que excluyen a divorciados, marginan a las mujeres, rechazan sacerdotes casados o legitiman nacionalismos excluyentes. El Papa Francisco ha descrito el clericalismo como una de las mayores plagas de la Iglesia (Francisco, 2018).
La praxis de Jesús: desmontar el odio desde sus raíces
Frente a estos provocadores, Jesús no planteó un programa político alternativo, sino una praxis de amor y justicia que humaniza desde Dios, al orden injusto de los hombres.
Jesús no solo habló de los excluidos; se colocó físicamente entre ellos: tocó al leproso (Mc 1,41), defendió a la mujer adúltera (Jn 8,1-11), elogió la fe del centurión romano (Mt 8,10), desmontando prejuicios nacionalistas, raciales y religiosos. Cada gesto devolvía dignidad a quienes estaban descartados.
"La cruz fue la consecuencia inevitable de haberse puesto del lado de los crucificados de la historia" (Sobrino, 1991). Jesús revela en las Bienaventuranzas y María en el Magnificat, que Dios no está del lado de los verdugos, sino de las víctimas, y que la salvación pasa necesariamente por la justicia hacia ellos.
Él rechazó la instrumentalización de Dios. En el desierto (Mt 4,1-11) rechaza convertir las piedras en pan (mesianismo economicista y populista), tirarse del templo (mesianismo espectacular y manipulador) y adorar a Satanás (mesianismo político del poder mundano). Frente a los ídolos creados a la medida de los poderosos, reveló a un Abbá misericordioso, cuyo reinado se manifiesta en la debilidad de la cruz. Su muerte no es un sacrificio exigido por un Dios sanguinario, sino la entrega libre por amor para cambiar la violencia injusta del sistema sacrificial.
Transformó también el paradigma de la autoridad. Mientras los líderes imponían cargas, Jesús lavó los pies de sus discípulos (Jn 13,1-20), instituyendo un modelo de poder como servicio. “El que quiera ser primero, será servidor de todos” (Mt 20,27). Es una denuncia radical contra todo clericalismo y contra todo dominio ejercido como privilegio y termina en abusos. La verdadera religión, para Jesús, no es el culto ritualista separado de la justicia, sino “visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones” (Santiago 1:27).
La cruz es la opción preferencial por las víctimas
La cruz no fue una derrota, sino la revelación de la inocencia de la víctima y el juicio contra sus verdugos. El centurión romano proclama: “Verdaderamente este hombre era justo” (Lc 23,47), mostrando que la Revelación del Misterio resplandece desde el crucificado.
La pasión de Cristo es la “revelación definitiva” que despoja de legitimidad al mecanismo sacrificial (Girard, 2001) y lo reemplaza por la lógica de una Misericordia más grande. La resurrección, entonces, no es un final feliz, sino la vindicación de la víctima y la certeza de que Dios está con los crucificados de la historia, convocando al mundo.
En esa perspectiva, cada migrante muerto en la travesía, cada mujer asesinada, cada minoría despreciada por fundamentalismos, es un Cristo desfigurado que clama justicia. La pregunta de Jesús a Pablo —“¿Por qué me persigues?” (Hch 9,4)— se repite en cada acto de exclusión.
La democracia y la sinodalidad son caminos históricos que, con todas sus fragilidades, expresan en planos distintos la lógica del Reino. La democracia reconoce la dignidad y la voz de cada persona, afirmando que nadie puede imponer su voluntad por riqueza o poder (Berlin, 1997). La sinodalidad, entendida como “caminar juntos”, reconoce que todos los bautizados participan en la vida y misión de la Iglesia (CTI, 2018). Ambas opciones sustituyen el monólogo por el diálogo, el dominio por el servicio, la exclusión por la participación.
Pero estos modelos están amenazados por el populismo autoritario y el clericalismo retrógrado. Byung-Chul Han advierte que el populismo crea masas enfurecidas cohesionadas por el odio a un enemigo común (Han, 2014). El clericalismo transforma la Iglesia en casta sacerdotal privilegiada sin la corresponsabilidad de laicos y mujeres y negando el diálogo del Vaticano II con un mundo que piensa distinto. Ambos son anti-evangélicos porque niegan la encarnación: mientras el Verbo se hace carne en lo frágil (Jn 1,14), ellos levantan muros de superioridad, pureza y exclusión.
Conclusión
Jesús desenmascaró los mecanismos de odio de su tiempo y ofreció una alternativa: la fuerza transformante de la compasión. No venció al odio con odio, sino con amor llevado hasta el extremo (Jn 13,1). Su vida y su cruz enfrenta todo sistema que sacrifica inocentes y una invitación a caminar con las víctimas.
Hoy, seguirlo implica bajar de la cruz a los crucificados de la historia, desenmascarar a los instigadores del miedo y sembrar gestos de justicia, hospitalidad y reconciliación.
La esperanza cristiana no es ingenua, reconoce que trigo y cizaña crecen juntos (Mt 13,24). Pero confía en que el amor es más fuerte que la muerte y que la compasión puede desarmar al miedo. Frente a los populismos y clericalismos de hoy, democracia y sinodalidad aparecen como semillas del Reino en el barro de la historia. El crucificado nos recuerda que Dios nunca está con los verdugos, sino con las víctimas, y que la última palabra no la tienen el odio ni la violencia, sino la vida y la fraternidad.
Bibliografía
Berlin, I. (1997). El fuste torcido de la humanidad. Fondo de Cultura Económica. Comisión Teológica Internacional (CTI). (2018). La sinodalidad en la vida y en la misión de la Iglesia. Libreria Editrice Vaticana. Cone, J. H. (2018). La cruz y el linchamiento. Editorial Sal Terrae. Francisco. (2018). Carta al Pueblo de Dios. Libreria Editrice Vaticana. Girard, R. (1986). El chivo expiatorio. Anagrama. Girard, R. (2001). Yo veía a Satanás caer como el relámpago. Anagrama. Han, B.-C. (2014). Psicopolítica: neoliberalismo y nuevas técnicas de poder. Herder. Sobrino, J. (1991). Jesucristo liberador: lectura histórico-teológica de Jesús de Nazaret. Trotta.
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