El Padre

Una de las cuestiones fundamentales de la fe es la relación de Jesús con el Padre. Es algo que va unido al misterio de la Trinidad y que Jesús mismo comparte con sus discípulos: “Si llegaseis a conocerme del todo, conoceréis también a mi Padre. Creedme, estoy identificado con el Padre. Pero Felipe, tan pragmático como Tomás, le responde: haz que veamos al Padre, y nos basta. (Jn 14, 1-12). Casi nada.

Jesús lo deja claro: Él es el camino para conocer al Padre. “Y si no me creéis a mí, creedlo por las obras que hago” (Juan). Por eso me llama la atención que no haya un día en la liturgia dedicado al Padre. Hay un día dedicado a la Trinidad, otro al Espíritu (Pentecostés) y Cristo es el centro nuclear del evangelio, con festividades como la de Cristo Rey, festividades múltiples en honor a María, a multitud de santos y santas... Pero no hay un domingo litúrgico centrado en el Padre.

Hubo algún movimiento popular que propuso una suscripción para pedir a la Iglesia una fiesta litúrgica en honor a Dios Padre: se recogieron un gran número de firmas (más de cien mil) recordando textos evangélicos como “Todo lo que pedís al Padre, en mi nombre..."; y "Cuando vayáis a orar, hacerlo de esta manera: Padre nuestro...". E incluso se decantaron por el cuarto o quinto domingo de Pascua.

Todo parece indicar que la razón final de esta ausencia es que el Padre está omnipresente en la liturgia y todo confluye en Él. Para los ortodoxos orientales vamos al Padre a través del Espíritu mientras nosotros conocemos y “vemos” al Padre a través de Cristo. Son acentos que nos diferencian cuando lo esencial es que Dios, uno y trino, es Amor. Y el verdadero amor es la única manera de conocer a Dios y al Padre.

No quisiera que esta reflexión se quedara en un mero academicismo formalista. Por el contrario, lo importante es potenciar nuestra fe con obras y ese día de la “fiesta del Padre Nuestro” (Jean Galot), nada abstracto, tal como ha sido revelado y afirmado por Jesús mismo, sería la gran exhortación de la confianza en el Padre cercano a quién Jesús llamó “Abba” en medio del mundo y sus dificultades.

Por otra parte, los libros de la Biblia nacieron en una cultura claramente patriarcal en las que Dios es Padre Todopoderoso como signo del poder y autoridad. Por eso mismo no se debe prescindir de la imagen de lo femenino. Parece que fue Clemente de Alejandría el primer Padre de la Iglesia en establecer (s. II) un paralelismo entre la paternidad y la maternidad de Dios apoyándose en la cantidad de imágenes y textos específicamente maternos: Dios es como el águila que revolotea sobre sus polluelos (Dt 32, 11) o los lleva sobre sus alas (Ex 19, 4). Es como la osa que ataca cuando le quitan sus cachorros (Os 13, 8). El salmo 130 habla del descanso en Dios como un niño duerme en los brazos de su madre. Y sobre todo, Isaías: ¿Acaso puede una madre olvidarse del hijo de sus entrañas que está amamantando? Pues aunque sucediera, yo nunca me olvidaré de ti (Is 49,15). Todo el libro llamado Segundo Isaías, llamado también el Libro de la Consolación, es un mar de ternura y de consuelo divino como expresión maternal.

Moisés recuerda cómo Dios trata de forma maternal a su pueblo: ¿Acaso he sido yo el que ha concebido a todo este pueblo, y lo ha dado a luz, para que me digas: "Llévalo en tu regazo, como lleva la nodriza al niño de pecho, hasta la tierra que prometí con juramento a sus padres?" (Nm 11,12).

En laBiblia, las entrañas maternas son la sede de la misericordia. Aplicado a Dios Padre, el término adquiere un significado teológico de gran emotividad, presentando a Dios con sentimientos maternos y entrañas de amor y ternura. Jesús es comparado con una madre que reúne a sus polluelos bajo sus alas (Mt 23, 37). En Lucas 15, está más cerca a la forma de actuar de una madre que de un padre, según los arquetipos patriarcales de la época: corre hacia el hijo pródigo, le abraza, le besa efusivamente… En las cartas de los apóstoles abundan referencias maternas de Cristo (1Cor 3, 1-2; 1 Tes 2, 7-8; 1 Pe 2, 2, etc.).

Pero dicho esto, tampoco debemos caer en un antropomorfismo superficial: nuestro Dios no es un adusto padre ni tampoco un Dios femenino, es decir, una diosa, sino un Dios materno, de actitudes entrañables, que solo significa que todos los atributos humanos que solemos atribuir al padre y/o a la madre, ya los tiene Dios hasta el infinito. No hay que paganizar el culto reduciendo a Dios a categorías sexuales sino sentirnos acogidos por un Dios amor total, padre-madre, abba-ima en la lengua aramea de Jesús.

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