Voces en el desierto

Mucho se ha hablado y escrito sobre el descubrimiento de América una vez que Colón llegó a las Antillas por primera vez, sobre los desmanes coloniales que allí se perpetraron de manera continuada en nombre de nobles causas. Sin embargo, hubo quien denunció sin pelos en la lengua aquella tropelía legalizada a manos de portugueses y castellanos, de cristianos y maleantes, que allí todos fueron mezclados en busca de riquezas y gloria, amparados en la necesaria conversión de aquellos pueblos a los que se les trató de infrahumanos.

Hubo de todo, ciertamente, pero el regusto fue de conquista con mucho salvajismo codicioso y racista. Y entre los que alzaron la voz contra los latrocinios de los compadres del rey Fernando, "El católico", se encontraban dos dominicos: fray Bartolomé de las Casas, que escribió un alegato que pone los pelos de punta (Alianza lo sigue publicando en edición de bolsillo) y fray Antonio de Montesinos, algo menos popular, pero que merece igualmente un gran lugar en la historia. Fue un poco antes de estas fechas navideñas de 1511, posiblemente a mediados del Adviento, cuando Montesinos pronunció su célebre discurso en la actual República Dominicana, con el título joánico de “Voz que clama en el desierto”.

Quienes fueron a escucharle, esperaban palabras de refuerzo cristiano para sus acciones sanguinarias contra los indígenas. Pero lo que se encontraron fueron preguntas como estas: ¿Con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre a estos indios? ¿Con qué autoridad habéis hecho tan detestables guerras a estas gentes que estaban en su tierras, mansas y pacíficas, con muertes y estragos nunca oídos, habéis consumido? ¿Cómo los tenéis tan presos y extenuados, sin darles de comer ni curarlos de sus enfermedades, que de los excesivos trabajos que les dais se os mueren, y por mejor decir, los matáis por sacar oro cada día? ¿Es que estos no son hombres? ¿No tienen almas racionales? ¿No estáis obligados a amarlos como a vosotros mismos?

Y así durante toda su alocución hasta anunciarles que estaban en pecado mortal. Todos se quedaron consternados pero no parece que cambiaron sus costumbres contra aquellos pueblos, tratados como si fueran animales. Cuatro años más tarde, Montesinos y De las Casas volvieron a la metrópoli española para denunciar con hechos las salvajadas y los exterminios que estaban ocurriendo en ultramar. A partir de entonces y durante muchos años, De las Casas defendería con pasión en su país los derechos de los indios incluso frente a poderosos teólogos españoles que justificaban el fin con lo injustificable.

Vaya nuestro reconocimiento a ambos religiosos, sobre todo a Montesinos, que logró al menos una conversión que al hablar de este tema, ya no se recuerda: influyó decisivamente en la de Bartolomé de las Casas, que tomaba parte en las conquistas sanguinarias por las que recibió esclavos indígenas a su servicio así como sus bienes y tierras… hasta que escuchó a su compañero dominico, cambiando radicalmente de actitud.

Todavía estamos en fechas pascuales de Navidad. Todavía somos muchos que nos decimos cristianos, o por lo menos no contrarios al mensaje de Cristo. Y siguen las injusticias estructurales en América latina y bastante más cerca, con muchos inmigrantes que viven en condiciones precarias, víctimas directas de esta crisis tan injusta. La Buena Noticia pasa por este mundo antes de llegar al otro, y precisa de todas las personas de buena voluntad para hacer un mundo mejor, más solidario y menos esclavo, en nuestro caso del consumismo, capaz de deshumanizar hasta embrutecernos como aquellos conquistadores esclavos de su tiempo. Tuvieron mucho mérito los dos dominicos que al final no han sido tratados por la Iglesia como se merecen los profetas, inómoda de nuevo con la Teología de la Liberación cuando ya estaba inventada. Ambos actuaron como los primeros cristianos: tuvieron muy claro el tipo de armas que debían utilizar para ser testigos de Cristo: servicio, coraje, amor y ejemplo. Supieron darse y se hicieron vulnerables por amor a pesar de las consecuencias.
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