Para después de la Resurrección

La resurrección es el mensaje central del cristianismo. Sin la experiencia de Cristo resucitado nuestra fe seria vana, tal como afirma Pablo: “Si Cristo no resucitó, vana es entonces nuestra predicación, vana es también vuestra fe.” (1 Corintios 15-14). Y en 2 Corintios 5:16-17 nos detalla que el conocer a Cristo, ahora lo será de una manera diferente de como lo conocían los que habían conocido a Jesús en persona, según la carne. La Palabra de Dios es completada cuando sucede la resurrección como el corolario de toda la Sagrada Escritura.

Si esto es así, se explican la Cuaresma y la Semana Santa hasta el Sábado Santo como un tiempo de preparación para el gran misterio del amor de Dios encarnado con un mensaje muy concreto: hacer Reino entre nosotros, buscando la conversión personal para salvar a los que se están hundiendo o pueden hundirse, resucitar a los hundidos poniendo amor porque Dios pondrá el resto. Y todo ello como anticipo del Reino Grande para siempre al que estamos llamados por el amor Padre.

Pero entonces, lo que no se explica bien es que a partir de la celebración litúrgica de la Resurrección, el tiempo pascual en el que debería cobrar fuerza los Hechos de los apóstoles (Lucas), pasamos hasta Pentecostés sin pena ni gloria. Después de un tiempo fuerte de ejercicios espirituales, meditaciones, procesiones y sacrificios, llega por fin la gran fiesta pascual de Cristo resucitado, y es cuando desaparece la tensión religiosa como por ensalmo.

Todo ha estado centrado en el Vienes Santo cuando este no es el mensaje central del evangelio, que se traduce como buena noticia. Lo central es vivir como hijos de Dios una vida plena y para siempre a la luz de Cristo resucitado. Tenemos que pasar por las cruces de las dificultades y limitaciones y por el servicio al hermano según nuestros talentos, pero la alegría es la actitud querida por Dios y el gozo de ser amados por Dios para siempre debiera ser una experiencia suficiente para que durante todo este tiempo hasta Pentecostés digan de nosotros “mirad como se aman”. De lo contrario, lo que sobresale es la primera parte del Triduo Pascual y surge la tentación del dolorismo como si lo que celebramos es solamente la muerte y el fracaso de Jesús de Nazaret.

Aunque lo insinuaba en una reflexión anterior, ¿no estamos descompensando las celebraciones del misterio de la muerte y resurrección del Maestro? ¿No damos una imagen excesivamente triste y trágica de nuestro Dios hecho hombre por amor? Quizá lo que hay que revisar es si nuestra actitud y conductas están alineadas con la manera de comportarse que tuvo Jesús, en el dolor y en la vida cotidiana, donde irradió acogida a raudales con alegría. Revisar si nos hemos quedado en el recogimiento doloroso sin dar el paso a la audacia de los hechos propios de una conversión desde las obras. Las obras de amor que nos transforman y se convierten en luz para los otros.

Por eso esperamos la celebración de Pentecostés o la fuerza del Espíritu que hace Reino con nuestras pobres fuerzas. Quizá por eso, deberíamos ver y vivir la Semana Santa como un tiempo fuerte, sí, pero con la perspectiva que da la Resurrección y me atrevería a decir con la perspectiva de Pentecostés como el corolario de todo el misterio santo que debemos llevar y hacer realidad en nuestra vida de cada día.
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