Hace falta en este mundo la esperanza

Son palabras de un dinamismo extraordinario, que motivaron a los primeros discípulos a salir del solar de Palestina a todos los puntos del mundo conocido de entonces. Llevaban la presencia de Dios en sus vidas. Fueron sin miedo, contagiando esperanza a todos los que se acercaban: judíos y griegos, esclavos y libres, hombres y mujeres, pobres y ricos, pequeños y grandes. Es verdad que lo hacían con signos, les acompañaban las obras que el Señor a través de ellos quería hacer para que se manifestara su presencia. Al contemplar sus vidas, he pensado que lo que mejor podía deciros en esta carta de verano, la última que os escribo hasta comenzar el nuevo curso en septiembre, es hablaros de la esperanza.
Y para hablaros de la esperanza, me he acercado a los discípulos primeros del Señor y ante ellos me hice esta pregunta: ¿Cuál es la característica, la experiencia, que les da una manera de ser de fondo de estos hombres? Sin lugar a dudas, he respondido que la esperanza. Entre otras cosas, porque en ellos he descubierto que viven la alegría verdadera que nace de sentirse queridos por el Señor; la oración constante, es decir, el diálogo abierto y sincero con Dios que les lleva a no olvidar nunca al prójimo; la perseverancia que les hace fiarse con todas las consecuencias del Señor, en todas las situaciones que llegan a su vida; la paciencia en todas las circunstancias, porque saben que el Señor es el que en definitiva triunfa. Y es que os hago esta confesión: la esperanza cristiana es fuente de alegría, de oración, de perseverancia y de paciencia. Recordemos aquellas palabras del Apóstol: “Vivid alegres en la esperanza, pacientes en la tribulación, perseverantes en la oración”. El que tiene esperanza siempre tiene un buen humor y un buen amor de la vida. Y lo expresa en las cuestiones pequeñas y también en las grandes, de tal manera que sabe penetrar con una hondura especial en las diversas circunstancias que la vida misma lo sitúa. La esperanza es inseparable de la fe y del amor. Sin la esperanza el riesgo es convertir la fe en ideología y el amor en una organización social más.
Un cristiano sabe que la esperanza le viene de Dios. Y se le ha mostrado de una manera singular en Jesucristo. En momentos y situaciones como las que estamos viviendo, donde la desesperanza y la desilusión se hacen presentes en la historia de los hombres, se ha de entregar con más fuerza lo que el Señor nos ha regalado, la gracia de la esperanza. Se trata de ir al mundo a caminar con los hombres y entregar a cada uno lo que necesita, pero de aquello que entrega Dios y que colma la vida y la existencia. Quien vive en la esperanza, sabe que la tiene y la vive para los demás. Y sabe, además, que es un gran servicio y, muchas veces, un gran sacrificio el que tiene que hacer para ejercerla. Porque tiene que dar esperanza como lo hizo Jesucristo, hasta el don de su vida misma. La esperanza es fuente de amor y servicio al prójimo. Para los cristianos, ¡qué bueno es saber que quien cuida de uno es el Señor! Por eso, para quien no tiene que tener cuidado de sí mismo, la angustia no existe. Puede haber –y es legítimo que existan– preocupaciones pero, en última instancia, en el Señor se cambia de sentido y de profundidad. Ni lo presente ni lo inminente, ni la vida ni la muerte, son superiores al hombre que se ha confiado al amor de Dios que se ha mostrado en Jesucristo.
¡Qué maravilla poder ser portadores de esperanza! Hay que anunciar a Jesucristo. Hay que dar a conocer al Señor con todas nuestras fuerzas. Porque como nos dice el Apóstol San Pablo en la carta a los Romanos, “nadie que cree en Él, quedará defraudado”. Y, por otra parte, añade, “¿cómo van a creer, si no oyen hablar de Él? Y ¿cómo van a oír sin alguien que proclame?... ¡Qué hermosos los pies de los que anuncian el Evangelio!” (cf. 10, 5-21). Anuncia la paz del Señor, anuncia la esperanza que trae Él y solamente Él. Tienes este mes por delante para ser pregonero de esperanza, de la que viene de Cristo y se hace carne en esta historia. Nada más ajeno a la esperanza que el resentimiento, la agria seriedad, la angustia perenne, la incapacidad para la alegría, el ensimismamiento, que muy a menudo desemboca en amargura y en desprecio del prójimo.
Sed en este tiempo hombres y mujeres de esperanza. Es cierto que es un don que nos da el Espíritu Santo. En la Iglesia recibimos el Bautismo en el que nos son dados, junto con la gracia y las otras virtudes teologales, los dones del Espíritu Santo. Pues si el Bautismo engendra la esperanza, es en la Eucaristía donde la alimentamos y la acrecentamos. Sed hombres y mujeres que renováis siempre la esperanza en la celebración y en la adoración de la Eucaristía. La fe funda la esperanza y el amor la acrecienta. Solamente esperamos aquello a lo que creemos y solamente nos confiamos a aquello que amamos. Creemos en Dios y amamos y nos dejamos amar por Dios. Por eso, una generación que no ama a Dios o lo retira y arrincona, también a la larga retira al prójimo de su lado o, por lo menos, hace distinciones entre unos y otros dependiendo de gustos, ideas y aficiones. Y esa generación pierde la esperanza. No hagamos una generación sin esperanza, ni engendremos una historia sin ella. La carencia de amor de Dios y de amor al prójimo, tal y como nos ha enseñado y revelado Jesucristo, es la causa de la pérdida de la esperanza en la vida de los hombres.
Este es un tiempo para entregar esperanza y para pensar y vivir en esperanza. El discípulo de Cristo no vive de sus propias esperanzas o desesperanzas, sino que vive confiado a la promesa del Dios fiel, misericordioso. Vive sabiendo que Dios es capaz de acoger la vida del hombre que se fía de Él con todas las consecuencias. Y, por eso mismo, Él le sustrae de la muerte, le perdona, pero sobre todo le da su propia vida divina. Por eso el contenido de la esperanza es Dios mismo. En el Dios que nos ha sido revelado por Jesucristo, encontramos el fundamento de la esperanza. La esperanza es inseparable del amor solidario. Por eso, hoy más que nunca hay que mostrar la esperanza haciéndonos solidarios por amor de todos aquellos que pueden estar en situación de perderla. Se nos presenta un tiempo bueno para entregar esperanza. Hay que darla siempre teniendo la actitud de María que se resume en estas palabras: “Hágase en mí según tu palabra”.
Con gran afecto, os bendice
+ Carlos, Arzobispo de Valencia