Con Jesucristo nace y renace la alegría

Carta Pastoral en el Año Misionero

I. COMO EN EL CAMINO DE EMAÚS


Queridos diocesanos:

Hace un año comenzaba la carta pastoral que os escribía para convocaros a la Misión Diocesana Evangelizadora con unas palabras, que me voy a permitir recordaros: Os escribo esta carta, que tiene vocación de ser el envoltorio de un regalo: el de ayudaros a crear las condiciones para que crezca entre nosotros la conciencia misionera. En realidad, el regalo que nos hacemos siempre los cristianos unos a otros es nuestra fe en Jesucristo. Él es el corazón, el centro, el contenido del anuncio feliz y agradecido a los demás de lo que nos ha sido dado por el amor de Dios. Y os hago este regalo, porque tengo la obligación de crear en nuestra Diócesis una gran complicidad, que nos haga a los más posibles testigos de la fe. Eso es lo que el Señor me encomendó cuando me llamó y eligió para ser entre vosotros un sucesor de los Apóstoles: que creara comunión para la misión que hoy como ayer -me refiero al primer envío- la Iglesia tiene encomendada.

La carta que ahora os escribo es el envoltorio de un segundo regalo, que es continuación del anterior. Ahora, sin embargo, lo que antes era sólo una invitación es ya mi servicio a la preparación espiritual y pastoral de cuantos seáis misioneros, tras haberos reconocido a lo largo del curso pasado como “discípulos del Señor”. En esta carta pretendo fortalecer la conciencia misionera de cada uno de vosotros. Con esta intención la he escrito después de haberme preparado mucho, sobre todo en la oración al Señor, que continúa enviándonos a evangelizar en el mundo. Por eso, si me lo permitís, os pediré que ninguno de vosotros se sitúe en la Misión sin antes haber reflexionado esta propuesta misionera que os hace vuestro Obispo. En ella he querido poner todo mi corazón y todo mi sentido pastoral al servicio de esta preciosa tarea que le ha sugerido el Espíritu Santo a nuestra Iglesia diocesana para el curso que ahora comienza.

El Evangelio colma los deseos más nobles y profundos del corazón humano

“Cada persona lleva en su corazón el deseo de plenitud y por eso lo abre cuando escucha palabras fuertes y verdaderas sobre la vida y, sobre todo, cuando encuentra testigos de la caridad. El Evangelio tiene fuerza para abrir el corazón y las mentes, para interpelar nuestra libertad, para llamar a la responsabilidad y para ponernos en camino” (CEI, Incontriamo Gesù, 8).

Este precioso texto nos sitúa en el horizonte de la Misión Diocesana Evangelizadora: nos recuerda que vamos al corazón de cada hombre y de cada mujer, en atención a su corazón inquieto, y nos hace ver que lo que hemos de decir para abrir esos corazones está en la fuerza del Evangelio. Es por eso por lo que hemos de concluir que nunca podremos ser verdaderos misioneros si no nos dejamos evangelizar, si no se abre también nuestro corazón y nuestra mente a la fuerza del Evangelio.

Nadie puede ser misionero sin recorrer a fondo el camino de la fe, ese que lleva al encuentro con Jesucristo. Sólo desde el encuentro con Cristo, que “vive en mí”, como vivió en Pablo, nos convertimos en apóstoles de Jesucristo. Evangelizar se convierte en una urgencia, en una necesidad, en un modo de vida. ¡Ay de mí si no evangelizara! (1 Cor 9,16). Con la vida en Cristo empieza todo lo bueno, lo verdadero y lo bello que nos pueda suceder. “Con Jesucristo nace y renace la alegría” (EG 1). Sólo su compañía hace “arder el corazón” y, por tanto, desencadena el ya muy querido por nosotros itinerario: nos hace “discípulos” “misioneros”. En efecto, en la vida cristiana todo sucede con un compañero al que poco a poco, a lo largo del camino conocemos, amamos, imitamos y anunciamos.

Todo sucede en camino

Seguramente lo que acabo de decir os haya sugerido lo que les sucedió a unos jóvenes al encontrarse con el Resucitado cuando iban de camino de Jerusalén a Emaús: Lc 24,13-35. Por eso os propongo hacer el camino con ellos. Estoy convencido de que conoceréis las claves espirituales y pastorales que se necesitan para el camino misionero que hemos emprendido. Para hacerlo bien, os ruego que dejéis de momento la lectura de esta carta y que os vayáis directamente a la Biblia. (No incluyo el texto para que hagáis lo que siempre deberíamos hacer: leer directamente la Sagrada Escritura). Antes, disponeos a escuchar. También a vosotros os dirá cosas muy especiales.

Tras leer el texto, quizás os estéis preguntando por qué Jesús elige hacer este viaje y acompaña a estos dos discípulos. En realidad el Resucitado se sale del ambiente habitual en el que se está moviendo: su Madre, María Magdalena, Pedro, Juan, los discípulos… Seguramente quiere tener un detalle especial con todos aquellos que a lo largo de los siglos, como nos sucede también a nosotros, le busquemos un sentido a la cruz. Seguramente Jesús hace este viaje no sólo por aquellos dos, sino también por todos los desconcertados ante su muerte, por todos los que en el camino de la fe sienten las “noches oscuras del alma” ante todo lo que lleva la impronta de la cruz de Cristo. Pero entremos en lo que hizo Jesús con los de Emaús.

Jesús ve que estos caminantes le necesitan, que entre ellos y especialmente “dentro de ellos”, había que poner orden, paz y, sobre todo, verdad, alegría y vida. Ellos “conversaban y discutían” mientras caminaban. Y Jesús se da cuenta, siempre se da cuenta, y “se acerca”, “se pone a caminar con ellos”. Quizás lo hizo, como enseguida veremos, para decirle a la Iglesia, entonces muy pequeña, reducida prácticamente a sus pobres y desencantados discípulos, cómo empieza el camino de la fe: por el encuentro con Jesús vivo y resucitado en el camino de la vida.

Allí estoy yo en medio de ellos

En realidad, desde que los de Emaús salieron de Jerusalén, Jesús ya estaba con ellos, aunque ellos no se dieran cuenta y lo dieran por muerto. Se cumplía ya en los de Emaús lo dicho por el Señor: “Donde dos o tres estén reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18,20). A nosotros nos muestra que allí donde hay inquietudes, preocupaciones, necesidades que han de ser colmadas, sanadas, orientadas, donde hay dudas que necesitan ser esclarecidas, allí está el Señor. En efecto, en la experiencia de Emaús es el Señor quien toma la iniciativa, quien se pone a la altura de aquellos dos caminantes, el que se entromete en la conversación, el que los sonsaca para que hablen sin temor. Y ellos cuentan lo que les preocupa, lo que les lleva de vuelta, lo que ha roto la esperanza de sus corazones, lo que ha frustrado su proyecto de vida. Pero ha sido Jesús quien les ha dado la oportunidad de contar lo que cada uno de ellos lleva dentro, su problema. Sin esa conversación seguramente sus vidas hubieran tenido otro rumbo, pero afortunadamente le pudieron contar lo que sentían al único que les podía ayudar.

Cleofás, el más locuaz, reacciona bien a la pregunta de Jesús: “¿Qué conversación es esa que traéis mientras vais de camino? (Lc 24,17). Pudo haberse callado, pudo recelar del caminante, o pudo contestarle con insolencia, como a veces hacen tantos: “¿A ti que te importa lo que a nosotros nos preocupa?” Pero no, se lo cuenta todo. Es una conversación sincera, a corazón abierto. Una conversación que también nosotros podemos mantener con Él. Aunque nos cueste reconocerle, él está siempre dispuesto a escucharnos cuando le hablemos de las cosas que llevamos dentro, que siempre serán suyas.

Abrir el corazón sin reservas

Hemos de hablarle con sinceridad, con franqueza, abriendo el corazón, y, además, con la humildad de saber que seguramente nuestros sentimientos, e incluso nuestro discurso, pueden ser torpes. Para él eso no tiene importancia. En esa conversación, a Jesús no le importa que nos falten datos para encontrar respuestas a nuestras inquietudes y preocupaciones, como les sucedía a los de Emaús; no le importa que andemos con una fe a medias, siempre escucha con suma atención nuestra historia. Para completar lo que nos falte está él, está la Iglesia, que con la Escritura nos descubrirá el significado de todo. Lo importante es comenzar con Jesús una oración abierta, sin reservas, con disponibilidad a escuchar y a acoger lo que nos quiera decir. Él nos lo hará ver todo, y hasta lo que antes nos parecía, como a los de Emaús, pura fantasía, llegaremos a comprenderlo como la Verdad que salva. Pero hay que ir con el corazón al encuentro del Señor, al encuentro del “misterio” que todos llevamos dentro.

Jesús da la visión de Dios

Jesús les hace ver las cosas desde la Palabra, les pone en contacto directo con el amor de Dios, les da la visión de su Padre. Y les dice: todo lo que me habéis contado que ha sucedido en Jerusalén con ese tal Jesús de Nazaret, miradlo ahora desde lo que Dios ha ido mostrando a través de Moisés y de los profetas. Y así lo hicieron, miraron desde la Palabra de Dios, escucharon desde los labios mismos de Jesús ese relato salvador de la historia y descubrieron en los acontecimientos tristes de Jerusalén la profecía de futuro, encontraron el camino de la esperanza, vieron que la aurora rompía la oscuridad. Eso sucedió poco a poco. Todo empezó siendo un atisbo en el corazón que ardía. Luego, sin saber por qué, se encontraron con el deseo de permanecer con Jesús, descubrieron la alegría de su presencia, y le dijeron: “Quédate con nosotros”.

La Palabra de la Escritura les ha hecho arder el corazón y les ha despertado el deseo de permanecer con Jesús. Es evidente que la fe de los de Emaús se ha puesto en ebullición. Y Jesús lo sabe, ¡cómo no! Por eso accede a quedarse con ellos. Sabe que le necesitan aún, que falta el último toque de luz para que la fe empiece a ser una experiencia que les renueve.
En la mesa le reconocieron

Y lo que tenía que suceder llega mientras que están sentados a la mesa. El momento más hermoso de nuestra relación con Dios, de nuestro encuentro con Jesús, siempre sucede estando a la mesa de la Eucaristía. Es en torno a la mesa cuando nosotros le confesamos como: “Señor mío y Dios mío”. A los de Emaús “se les abrieron los ojos y le reconocieron”; pero “él desapareció de su vista”. Sin embargo, no se va, sigue con ellos para siempre, ahora ya con la clara presencia de la fe. Por eso, la desaparición de Jesús no produce desencanto, al contrario, les abre a una nueva evidencia: entienden todo su misterio, aprenden a reconocer entre ellos al Resucitado. Cleofás y su compañero a partir de ese momento van a vivir de otra manera, se van a convertir en testigos felices del Señor, en testigos de un encuentro que los cambia por completo. Una vez que lo han reconocido, todo lo que Jesús deja en su corazón es para compartirlo con quienes aún están en el camino de la fe como lo estuvieron ellos; sobre todo, con los que hacen las travesías más duras y difíciles. “Los dos discípulos de Emaús, tras haber reconocido al Señor, «se levantaron al momento» (Lc 24,33) para ir a comunicar lo que habían visto y oído. Cuando se ha tenido verdadera experiencia del Resucitado, alimentándose de su cuerpo y de su sangre, no se puede guardar la alegría sólo para uno mismo. El encuentro con Cristo, profundizado continuamente en la intimidad eucarística, suscita en la Iglesia y en cada cristiano la exigencia de evangelizar y dar testimonio” (San Juan Pablo II, MND 24).

Discípulos que se convierten en misioneros

A los dos de Emaús siempre les hemos llamado discípulos, y los conocemos así, porque hicieron su discipulado con Jesús Resucitado. Después de ellos ha venido toda una corriente de discípulos que siguen el mismo itinerario, viven la misma experiencia, y lo hacen con Jesús en la Iglesia, donde hoy ella se acerca, acompaña, cura heridas, abre esperanza y se sienta a la mesa y da el Pan que salva. En esa corriente hemos querido entrar nosotros en el Año del Discipulado, que acaba de finalizar.

Estoy convencido de que, si hemos recorrido el camino con Jesús, en poco varía nuestra experiencia con la de los de Emáus. ¿Hemos caminado con Jesús y le hemos dejado entrar en nuestra vida? ¿Le hemos relatado lo que llevamos en nuestro interior, lo que nos preocupa y nos duele, lo que nos ilusiona y buscamos? ¿Le hemos escuchado cuando ponía el amor de Dios en nuestras cosas, en nuestras dificultades, en nuestras cruces? ¿Ardía nuestro corazón en la conversación con Jesús? ¿Hemos reconocido al Señor en el partir el pan?

Pues ahora toca la misión, porque la evangelización sigue funcionando del mismo modo: de la Eucaristía a la misión. “La Eucaristía es un modo de ser que pasa de Jesús al cristiano y, por su testimonio, tiende a irradiarse en la sociedad y en la cultura” (San Juan Pablo II, MND, 25). También hoy la Palabra que hace arder el corazón ha de salir de corazones ardientes en el amor a Cristo Eucarístico. También hoy sólo quienes estén ilusionados por haber reconocido a Jesucristo podrán correr con entusiasmo hacia quienes se les ponen por delante, para decirles: creo en Jesús y eso es mi vida, la fuerza de mi vida, la ilusión de mi vida. “Cristo resucitado y glorioso es la fuente profunda de nuestra esperanza, y no nos faltará su ayuda para cumplir la misión que nos encomienda. Su resurrección no es algo del pasado; entraña una fuerza de vida que ha penetrado el mundo. Donde parece que todo ha muerto, por todas partes vuelven a aparecer los brotes de la resurrección. Es una fuerza imparable” (EG 275-276).

De acompañados a acompañantes

Haremos muy bien el recorrido misionero, si nos inspiramos en el del Señor Resucitado con estos dos afortunados discípulos. Primero hemos de alcanzar a los que caminan con nosotros y llevan una inquietud en el corazón, que, por cierto, no nos será difícil encontrarlos. Luego, hemos de ponernos a su altura y procurar prestarle mucha atención. Sólo así podremos entablar un diálogo misionero: ¿Qué es eso que te inquieta, que te preocupa, qué buscas? Hay que dejar que hablen, que se expresen, que digan lo que quieran. Para poder dialogar hay que dejar hablar, aunque lo que escuchemos nos resulte incómodo e incluso insulso. Tienen que hablar, porque es su problema. Si nos ganamos la confianza escuchando, esperarán de nosotros una palabra que ilumine su situación, su dificultad, su desencanto. Cuando hablemos, lo haremos para nuestros interlocutores, para sus vidas, para poner algo de luz en su oscuridad, para que se despierte su deseo de plenitud.

Para eso, no acudamos a nuestra elocuencia, a nuestra sabiduría, a nuestras soluciones, que quizás nunca conocieron los problemas de los otros. Confiemos en la luz que nos da el Evangelio, en la que hemos encontrado en la escucha de la Palabra, en la oración de intimidad con Jesús: acudamos a las palabras del Señor, porque sólo Él tiene palabras fuertes y verdaderas sobre la vida. El Evangelio tiene fuerza para abrir el corazón y la mente. Es un maravilloso misterio, pero sólo la sabiduría divina hace arder el corazón. Cuando menos lo esperemos descubriremos que algo empieza a cambiar en el otro mientras lo evangelizo. No lo dudéis, es el Señor: ha sido un milagro patente. Y entonces esperad, con paciencia esperad a que se manifieste el deseo de que nos quedemos con ellos, confiad hasta que sean capaces de vernos en la comunión de la Iglesia, hasta que deseen estar con vosotros en la Iglesia, en la Eucaristía. Y allí también hay que esperar ahora, como la más deseada aspiración, a que Jesús se manifieste al partir el Pan. Y así vendrá la fe, así llegará el discipulado, la vuelta a Jesús, la vuelta a la Iglesia, así se desencadenará la misión. Dad tiempo, estad atentos, porque, si hemos hecho bien el camino, lo que viene se desencadenará con naturalidad en el seno de la comunidad cristiana.
¿Os habéis quedado bien con el itinerario? Repasadlo en oración. Si podéis, id al sagrario y volved a leer allí el texto. Y i estáis en grupo, recordaros unos a otros los pasos que ha dado Jesús con vosotros. Si estáis solos, haced lo mismo en diálogo con el Señor.

Para que nuestras parroquias sean más misionera

Seguramente esta alusión al camino de Emaús habrá sido suficiente para entender que tiene que pasar algo grande, distinto y nuevo en nosotros, algo que nos haga sus discípulos para ser misioneros. En realidad la fe viva de cada bautizado es el mayor tesoro de cada comunidad cristiana. Sólo creciendo en el discipulado del Señor, hemos de hacer que nuestras parroquias sean capaces de mostrar que son para comunicar la fe. En nuestro caso, que nuestras comunidades cristianas sean más misioneras, pasa por la Misión Diocesana Evangelizadora. Esta es ahora la gran oportunidad evangelizadora para nuestra Diócesis. A lo largo de todo este año, y hasta que finalicemos, queremos aprender a ser misioneros y lo aprenderemos siéndolo, siéndolo todos y entre todos, aunque cada cual lo sea con la responsabilidad concreta y específica que se le encomiende.

II. PARA NUESTRA CONVERSIÓN MISIONERA

“Cada parroquia una misión. Cada cristiano un misionero”

En realidad la razón fundamental por la que hacemos esto es porque aceptamos, movidos por el Espíritu, una conversión misionera, porque hemos aceptado que cambiara nuestra mentalidad, nuestra sensibilidad y hemos comprendido que ser cristiano, desde el día mismo de nuestro Bautismo, es sentirse enviado, es llevar el amor de Cristo a nuestros hermanos. Queremos recuperar la naturaleza más genuina de nuestra condición de miembros de la Iglesia, que tiene que ser misionera, es decir, estar abierta, en todos sus miembros, al anuncio de la salvación. Queremos ser - secundando las palabras del Papa Francisco - “una Iglesia en salida”, haciendo de ella una comunidad de discípulos misioneros que saben adelantarse, tomar la iniciativa sin miedo, salir al encuentro, buscar a los lejanos y llegar a los cruces de los caminos para invitar a los excluidos” (cf EG 34). Nuestro horizonte de vida es salir, hacer éxodo, hacer que la Iglesia encuentre el rostro de cada ser humano. Porque “la Iglesia nació católica, es decir, sinfónica, en salida misionera desde sus orígenes” (Papa Francisco, Audiencia general, 17-9-14).

No somos una Iglesia preocupada por el número, sino una comunidad empeñada en suscitar vidas cristinas, hombres y mujeres capaces de asumir la fe como un horizonte de sentido. Lo hacemos todo en nombre del Señor para servir al hombre, para servir a su dignidad en sus circunstancias personales y en sus condiciones sociales. “La fuerza de nuestra fe, a nivel personal y comunitario, también se mide por la capacidad de comunicarla a los demás, de difundirla, de vivirla en la caridad, de dar testimonio a las personas que encontramos y que comparten con nosotros el camino de la vida” (Papa Francisco, mensaje para la Jornada Misionera Mundial, 19 de mayo, 2013).
Fue por todo esto, por lo que elegí, en su momento, el lema general de este movimiento evangelizador: “Cada parroquia una misión. Cada cristiano un misionera”. Todos, absolutamente todos, en comunidad, en la Iglesia, hemos de compartir nuestra experiencia del amor de Cristo. Cada comunidad parroquial, en cada pueblo y en las ciudades, en cada barrio, en cada casa y en cada parroquia va a ser invitada a asumir de nuevo la conciencia de su propia fe y a vivir un camino renovado de comunión y de misión.

Con un corazón y un lenguaje misionero

Para esta experiencia misionera que ahora vamos a hacer en cada una de las parroquias de nuestra diócesis, os vais a encontrar con unos materiales y unas actividades, que serán el contenido y los medios con los que vamos a hacer la Misión, sobre todo ese “concentrado” misionero que llamamos “semana de misión”. Los temas para los encuentros, las catequesis y la reflexión son muy sencillos, asequibles y muy adaptados al estilo del kerygma, llevarán la impronta del primer anuncio. En realidad pretenden conformar a nuestras comunidades parroquiales en un lenguaje misionero, para un estilo misionero.

El evangelizador ha de ser fiel en su corazón y en su palabra a la esencia del kerygma. En realidad, como es misión lo que hacemos, hay siempre que empezar por un mensaje sencillo, esencial, primario, que abra el camino de la fe y roture el surco por el que se encuentra a Jesucristo. En la misión, el anuncio se ha de concentrar en lo esencial: “que es lo más bello, lo más grande, lo más atractivo y al mismo tiempo lo más necesario” (EG 35). Será naturalmente un mensaje que hable de Jesús, que lo presente como el Señor, nuestro Señor; será un mensaje que favorezca el encuentro con Él. Hay que tener en cuenta que el encuentro con Jesús es el desencadenante de todo el universo de la fe. Encontrarlo, conocerlo, vivirlo y gustar su bondad y su amor es lo que deseamos, buscamos y ofrecemos en la misión.

En la confesión se ha de oír, dicho por los labios de unos y otros, lo que creemos y vivimos: “Jesús es el Señor”. Sólo así se podrá producir un repentino, un asombrado abrir de los ojos ante esta confesión que señala a la persona de Jesucristo. Así es el primer paso de la fe: “No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o por una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una persona que da un nuevo horizonte a la vida y con ello una orientación decisiva” (DCE 1). Es por eso que en la Misión Diocesana todos hemos del volvernos más kerigmáticos con una profunda conversión al primer anuncio como el gran valor de nuestra vida pastoral.

Estar con Jesús y proponer el encuentro con Él es lo que se nos pide a cada uno de nosotros en la Misión. “La primera motivación para evangelizar es el amor de Jesús que hemos recibido, esa experiencia de ser salvados por Él que nos mueve a amarlo siempre más. Pero ¿qué amor es ese que no siente la necesidad de hablar del ser amado, de mostrarlo, de hacerlo conocer? Si no sentimos el intenso deseo de comunicarlo, necesitamos detenernos en oración para pedirle a Él que vuelva a cautivarnos. Nos hace falta clamar cada día, pedir su gracia para que nos abra el corazón frío y sacuda nuestra vida tibia y superficial” (EG 264).

Convendría que nos preguntáramos: ¿Sigue teniendo fuerza y ardor el primer anuncio (el kerigma) en nosotros? Compartid, a la luz de los materiales que ya tenemos para la Misión, cómo anunciaríamos a Jesucristo ante los demás.

Evangelizar con el tono de la alegría

La Misión Diocesana Evangelizadora está en marcha. Ya hemos encontrado a quien tenemos que anunciar, ya le hemos conocido y ya sabemos lo que Él es para nosotros; ahora toca compartir, comunicar que Jesús está interesado en entrar en otros corazones; ahora toca decir alto y claro que si nosotros lo proponemos es porque sabemos de su interés por encontrarse con todos. Es Él, enviado por su Padre, quien nos busca. Pero, ¿cómo hacerlo? ¿Qué tono poner en nuestra palabra para que resulte convincente? El Papa Francisco nos ha recordado que el tono no puede ser otro que el de la alegría. Hoy la Iglesia está repitiendo en torno al sucesor de Pedro: Evangelii Gaudium.
El tono, en efecto, es muy importante para hacer creíble el mensaje. Por eso se nos recuerda que no se puede evangelizar con un corazón y “una cara de vinagre” o de “funeral”. Al contrario, “la alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Cristo”. Por eso, y como garantía para la misión, será la alegría el tono pastoral de los cristianos placentinos en este Año Misionero. En efecto, todos cuantos intervengamos en la Misión Diocesana hemos de hacerlo con alegría y libertad, como se hace todo lo que se ofrece desde la gratuidad de Dios. “Siempre debemos tener el valor y la alegría de proponer, con respeto, el encuentro con Cristo, de hacernos heraldos de su Evangelio; Jesús ha venido entre nosotros para mostrarnos el camino de la salvación, y nos ha confiado la misión de darlo a conocer a todos, hasta los confines de la tierra” (Mensaje del Papa Francisco para la Jornada Misionera Mundial, 19 de mayo 2013)

Proponer es un homenaje a la libertad

“La propuesta”, en efecto, ha de ser nuestra norma misionera. Proponer no sólo no recorta las posibilidades del evangelizador, sino que, por el contrario, convierte la evangelización en una extraordinaria aventura: hacer todo lo que tengamos que hacer para que lo que suceda se mueva entre la gracia de Dios y la libertad de aquellos a los que llegue nuestro mensaje, nuestro anuncio. La propuesta es siempre el mejor modo de respetar el amor de Dios y la libertad del hombre. Pero tiene que ser una propuesta clara, valiente, oportuna y siempre llena de ilusión y de esperanza. Como ha recordado el Papa Francisco, citando a Pablo VI: “Sería… un error imponer cualquier cosa a la conciencia de nuestros hermanos. Pero proponer a esa conciencia la verdad evangélica y la salvación ofrecida por Jesucristo, con plena claridad y con absoluto respeto hacia las opciones libres que luego pueda hacer… es un homenaje a esta libertad” (Mensaje del Papa Francisco para la Jornada Misionera Mundial, 19 de mayo 2013).

Respetar la libertad sí, pero proponer sin miedo, y conscientes de que eso es lo que tenemos que hacer en favor de los demás. “Uno no vive mejor si escapa de los demás, si se esconde, si se niega a compartir, si se resiste a dar, si se encierra en la comodidad. Eso no es más que un lento suicidio” (EG 272). Por eso evangelizamos, porque sentimos la necesidad, la urgencia de proponer a todos el Evangelio de Cristo. Hagamos el servicio de la propuesta de la fe en Jesucristo a nuestros parientes, amigos o vecinos, ofrezcamos a todos la cercanía del amor de Dios, su misericordia, su salvación; digamos alto y claro que el amor de Dios es capaz de vencer las tinieblas del mal y conducir hacia el camino del bien. Anunciemos a todos la esperanza. Y hagámoslo con este lema: proponer, no imponer; acompañar, no presionar; invitar, no expulsar; despertar inquietud, nunca desilusionar.

Para una propuesta pública de nuestra fe

Hacemos la misión para impulsar la actitud misionera de nuestras parroquias (de cada uno de nosotros en ellas). Sus acciones y su presencia tienen que ser un cauce para hablar de Dios en nuestros ambientes, en los diversos ambientes y ámbitos de nuestros pueblos y ciudades. La misión ha de hacernos comprender que hemos de hacer una propuesta pública de nuestra vida de fe, una propuesta que salga de nuestros templos y se meta en las preguntas, las inquietudes, las soledades, los vacíos o en los rechazos de la gente. “La misión en el corazón del pueblo no es una parte de mi vida, o un adorno que me puedo quitar; no es un apéndice o un momento más de la existencia. Es algo que yo no puedo arrancar de mi ser si no quiero destruirme. Yo soy una misión en esta tierra, y para eso estoy en este mundo” (EG 273).

Por eso hemos de pedirle al Espíritu Santo que nos dé una sabía creatividad con la que discernir aquellos lugares a los que hemos de llevar el primer anuncio. Hemos de pedir también audacia para hacer un anuncio de “proximidad”: en todas las zonas de los pueblos y ciudades y en todos los ámbitos sin excepción. Hemos de pedirle también el Espíritu que se cumpla el sueño misionero de llegar a todos. En todas partes, aun en las que nos parezcan más difíciles, hostiles o alejadas, hemos de mirar con profunda atención espiritual y con empatía humana para descubrir las “semillas del Verbo”. “El misionero está convencido de que existe ya en las personas y en los pueblos, por la acción del Espíritu, una espera, aunque sea inconsciente, por conocer la verdad sobre Dios, sobre el hombre, sobre el camino que lleva a la liberación del pecado y de la muerte. El entusiasmo por anunciar a Cristo deriva de la convicción de responder a esta esperanza” (Juan Pablo II, Redemptoris missio, 272).

Apasionados por todo lo humano

Todos sabemos que hay muchas personas que, si bien dicen que no creen, sin embargo se apasionan y se empeñan por lo humano; pues bien, cada una de estas pasiones y compasiones son un potencial lugar de revelación y de encuentro con un Dios que se ha hecho hombre y se ha apasionado por todo lo que es humano. Por eso nunca hay que descartar a nadie, de ese modo estaríamos negando la presencia de Dios en su vida, en su corazón; y eso nunca sucede. Esta apertura de la evangelización a todos es lo que define a la Iglesia. “La Iglesia existe para evangelizar” (EN 14), esa es su más íntima naturaleza: diálogo de llamada y respuesta, don y acogida, propuesta y libertad.

Seguramente nos ayudarán estas preciosas recomendaciones de Francisco de Asís al hermano Tancredo: “Mira, evangelizar a un hombre es decirle: Tu también eres amado de Dios en el Señor Jesús, y no sólo decírselo, sino pensarlo realmente. Y no sólo pensarlo, sino portarse con este hombre de tal manera que sienta y descubra que hay en él algo de salvado, algo más grande y más noble de lo que él pensaba... Y eso no podemos hacerlo más que ofreciéndole nuestra amistad; una amistad real, desinteresada, sin condescendencia, hecha de confianza y de estima profundas. Es preciso ir hacía los hombres... Es preciso, sobre todo, que al ir hacia ellos no les aparezcamos como una nueva especie de competidores. Debemos ser en medio de ellos testigos pacíficos del Todopoderoso, hombres sin avaricias y sin desprecios, capaces de hacerse realmente sus amigos. Es nuestra amistad lo que ellos esperan, una amistad que les haga sentir que son amados de Dios y salvados en Jesucristo” (Éloi Leclerc, Sabiduría de un pobre, capítulo 12).
Dialogad entre todos sobre el valor y la necesidad de la “propuesta misionera”.

Apostamos por la Misión Diocesana Evangelizadora

Como habéis podido comprobar, desde el principio he apostado porque la Misión Diocesana Evangelizadora se realice y porque la hagamos bien, al modo de Jesucristo, al modo del Evangelio. Para animaros a todos he procurado que mis palabras fueran siempre estimulantes, si bien a veces han podido sonar con una fuerza casi impositiva. Si así os han parecido, creedme si os digo que sólo han querido ser un servicio a vuestra ilusión y a vuestra conversión misionera; pero no sin antes haberme puesto yo también a disposición del Espíritu. Quizás me haya mostrado muy exigente, sobre todo cuando me costaba entender ciertas reticencias ante lo que estoy convencido es una exigencia del Espíritu del Señor a nuestra Iglesia diocesana.

Sin embargo, ahora quiero deciros a todos que quienes no estén dispuestos a dar lo mejor de sí mismos, tienen toda la libertad del mundo para echarse atrás. Si en alguna parroquia o en alguna zona no os sentís con fuerza para hacer la misión, en modo alguno queremos cargar sobre nadie cargas más pesadas de las que puedan soportar. Pero que vuestra renuncia vaya siempre precedida de un intento de haber hecho las cosas como Dios manda. De cualquier modo, permitidme que os recuerde lo dicho por el Señor: “Mi yugo es llevadero y mi carga ligera” (Mt 11,30). Y siempre será muy gratificante a la hora de tomar una posición lo que nos recuerda el Papa Francisco: “Más allá de que nos convenga o no, nos interese o no, nos sirva o no, más allá de los límites pequeños de nuestros deseos, nuestra comprensión y nuestras motivaciones, evangelizamos para la mayor gloria del Padre que nos ama” (EG 267).

Quizás sea este el momento de pronunciarse ante el Señor sobre nuestro compromiso de participar activa e ilusionadamente en la Misión.

III. LA SEMANA DE LA MISIÓN


Hablemos ahora de la Misión en cada parroquia
Hecha esta larga reflexión, hablemos ya de nuestro proyecto misionero compartido, hablemos de la Misión Diocesana Evangelizadora, que ya está en su fase decisiva en este Año de la Misión. A partir de ahora lo que toca es movernos de cara a la preparación y, más concretamente, de cara a la acción que entre todos hemos de hacer en cada parroquia, en cada pueblo y ciudad: han de hacerse los calendarios concretos para la celebración de las semanas de misión, y todos los que han de intervenir en ellas han de agilizar la preparación. Toda la Diócesis ha de orientarse hacia ese proyecto común, desde el mismo día que renovaremos juntos nuestro compromiso misionero en torno a María, la Virgen de la Victoria, en un encuentro Diocesano en Trujillo.
Pero, además, en todas las parroquias se ha de seguir haciendo la pastoral ordinaria que, como sabéis, es siempre mucha. Si alguno teme de que pueda salir perjudicada nuestra pastoral ordinaria, le digo que no se preocupe, porque la Misión no será un estorbo para lo ordinario, al contrario, lo hará más ágil y más llevadero: nuestra liturgia, nuestra catequesis, nuestra acción caritativa, nuestros encuentros pastorales llevarán la impronta misionera que la Misión le dará a todo. Misión y pastoral ordinaria no se pueden obstaculizar, sino que por el contrario, se han de enriquecer. Todo se hace, justamente, para que la pastoral ordinaria se mueva al ritmo misionero: ese será un gran objetivo de cara a una parroquia misionera.

Con el listón misionero alto

Naturalmente, ese nuevo modo del hacer misionero de nuestras parroquias ha de repercutir en sus miembros, y de un modo especial en cuantos participan activamente, de un modo u otro, en la Misión. Por eso, aunque se ha ofrecido a todos un manual para la preparación y celebración de la semana de misión, entiendo que en esta carta que dirijo a toda la comunidad diocesana, os debo recordar algunos acentos que se han de poner a lo largo de este año; estoy convencido de que, si se tienen en cuenta, elevaremos el listón misionero de nuestras comunidades. Me dirijo, por tanto, a los sacerdotes, animadores natos por su consagración de la misión de la Iglesia; a los consagrados y consagradas, misioneros por naturaleza; a vosotros laicos, hombres y mujeres, misioneros cada uno por vuestro bautismo. Sea cual sea vuestra edad y condición, poneos en camino misionero.

1. Situar la misión en la oración

El primer acento hemos de situarlo en la oración. Hay que intensificar de mil maneras la oración por la misión. La misión no es fácil, por eso sentimos algo de miedo: nos asusta cómo hacerla y, sobre todo, cómo la van a acoger… Todo eso lo superaremos mejor con la ayuda del Señor. “Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá; porque todo el que pide recibe, y el que busca halla, y al que llama se le abre” (Lc 11,9-11). Con la oración, además, aprendemos a ser evangelizadores con Espíritu. “El Espíritu Santo infunde la fuerza para anunciar la novedad del Evangelio con audacia (parresía), en voz alta y en todo tiempo y lugar, incluso a contracorriente.” (EG 259). Si estamos abiertos a la Misión, si nos preocupa el compromiso misionero, recemos. La oración es siempre fuente de creatividad misionera. “La creatividad se encuentra en la oración. El que no reza, ha cerrado la puerta a la creatividad” (cf Papa Francisco, A los sacerdotes de Caserta). No obstante, hay que advertir que los evangelizadores con espíritu oran y trabajan. “No sirven ni las propuestas místicas sin un fuerte compromiso social y misionero, ni los discursos y praxis sociales o pastorales sin una espiritualidad que transforme el corazón” (EG 282).

Necesitamos la espiritualidad misionera para participar en la Misión. Nos ayudarán a afianzarnos en ella sobre todo los que sólo pueden participar en la Misión desde la oración y el sacrificio. Me refiero a tantos cristianos y cristianas que, al preguntarse cómo ser misioneros, han de descubrir que lo serán orando al Dueño de la mies por el fruto de la Misión en la Diócesis, en sus parroquias. De un modo especial, me refiero a la participación de nuestros mayores y de los enfermos, a los que recomendamos que abran su corazón a la Misión y ofrezcan sus achaques y dolores como su apoyo a una evangelización fuerte y amorosa. En este acento de la misión se sitúan sobre todo nuestros Monasterios de contemplativos y contemplativas. Confiamos mucho en vosotros y vosotras, queremos sentir el calor espiritual de vuestra vida contemplativa. Siempre habréis de recordar que “hay una forma de oración que nos estimula particularmente a la entrega evangelizadora y nos motiva a buscar el bien de los demás: es la intercesión” (EG 281). A todos cuantos sentís interés por la misión os digo: “Siempre hace falta cultivar un espacio interior que otorgue sentido cristiano al compromiso y a la actividad. La Iglesia necesita imperiosamente el pulmón de la oración” (EG 262).
Conviene que cada cristiano y cada parroquia haga un programa concreto y propio de oración por la Misión.

2. Una creativa preparación

El segundo acento consistirá en una creativa preparación. En ella se procurará que esta experiencia misionera que estamos haciendo tenga un toque de novedad. Es muy importante romper en la misión el viejo tópico de que “siempre se ha hecho así”. “Para ser fieles, para ser creativos, hay que saber cambiar. ¿Y por qué debo cambiar? Para adecuarme a las circunstancias en las que he de anunciar el Evangelio. Para permanecer con Dios es necesario saber salir, no tener miedo de salir” (Papa Francisco, Audiencia a los catequistas en el Año de la fe, 27 de septiembre de 2013). Hemos de cuidar de un modo especial la animación de la misión en cada una de las parroquias, en las que hemos de procurar que la noticia de su celebración llegue a todos, y llegue, a ser posible, de un modo personalizado, aunque también utilicemos otros medios a nuestro alcance. Poner ilusión, garra y mucha creatividad en la animación es un primer paso muy importante. Ante todo recomiendo poner nombre a las personas, conocer sus vidas y sus circunstancias, saber el número de su casa, la fisonomía de su portal, situarlo en su barrio, en sus problemas laborales, sociales, familiares… Todo lo que sea estar cerca de la gente es misionero. Por eso dice el Papa Francisco que “el amor a la gente es una fuerza espiritual que facilita el encuentro pleno con Dios” (EG 272).

Para que la animación misionera se haga bien es necesario estudiar, con los medios que se nos van a ofrecer, la realidad a la que vamos a llevar la buena noticia. Ninguna persona, ninguna situación ha de ser excluida, todos serán destinatarios del anuncio del Evangelio. Por eso siempre hay que hacer ver que esta “bulla apostólica”, este “lío misionero” va dirigido a todos. Nunca hemos de renunciar a “ir” a nadie y menos a los más lejanos social y religiosamente. Esos serán los preferidos. Hay que ir a todos, aun a los que nos pudiera parecer que están cerrados a recibir el amor de Dios por su forma de vida. Con esperanza y “sentido del misterio” hemos de ir a todos. Eso significa tener claro que quien se ofrece y se entrega a Dios por amor seguramente será fecundo (cf. Jn 15,5). “Tal fecundidad es muchas veces invisible, inaferrable, no puede ser contabilizada. Uno sabe bien que su vida dará frutos, pero sin pretender saber cómo, ni dónde, ni cuándo. Tiene la seguridad de que no se pierde ninguno de sus trabajos realizados con amor, no se pierde ninguna de sus preocupaciones sinceras por los demás, no se pierde ningún acto de amor a Dios, no se pierde ningún cansancio generoso, no se pierde ninguna dolorosa paciencia” (EG 279).
Este modo de hacer las cosas sólo es posible si nos reconocemos a nosotros mismos como “marcados a fuego” para la misión de iluminar, bendecir, vivificar, levantar, sanar” (EG 273). “Jesús quiere que toquemos la miseria humana, que toquemos la carne sufriente de los demás” (EG 270). Cada uno de nosotros deberá saber decir a lo largo de este año: Yo soy una misión en la tierra y para eso estoy en el mundo, para eso he sido llamado a la fe en mi pueblo, en mi ciudad. El contexto actual de nueva evangelización requiere que todos sepamos afrontar situaciones en todo o en parte inéditas. Por eso es necesario que aparezcan laicos misioneros que lleven primer anuncio a donde ya no se llega, a ámbitos que más o menos se han apartado de un clima cristiano, pero que no por eso rechazan que se les ofrezca el amor de Cristo. Hay que ir convencidos de que “tenemos un tesoro de vida y de amor que es lo que no puede engañar, el mensaje que no puede manipular ni desilusionar. Es una respuesta que cae en lo más hondo del ser humano y que puede sostenerlo y elevarlo. Es la verdad que no pasa de moda porque es capaz de penetrar allí donde nada más puede llegar” (EG 265).
Revisad bien todo lo que estáis haciendo como preparación para la Misión. Y renovad, sobre todo, las actitudes que se os proponen para ser creativos.

3. Llenos de amor pastoral

El tercer acento llegará si llenamos nuestro corazón de amor pastoral, sobre todo a la hora de convocar concretamente a las personas a la misión. Cada uno de los llamados a participar en los actos de la semana de misión debería de notar que ha sido invitado, porque quien lo ha hecho le quiere, quiere lo mejor para él o para ella. Y debería notar que detrás de ese amor no sólo está quien le ha llevado a esos actos, sino que está también Jesús, el que a todos en la misión nos llama a su encuentro. Es él quien le dice a todos a través de nuestra invitación: “Venid y lo veréis” (Jn 1,39.) Venid a mi corazón, venid a mi vida, venid a comprobar cómo os quiere Dios. “La misión es una pasión por Jesús, pero, al mismo tiempo, una pasión por su pueblo” (EG 268).
La convocatoria para la Misión hay que hacerla llegar a los más posibles y este “más” no lo pedimos porque nos movamos por el número, sino porque al bien no hemos de ponerle límites, al contrario buscaremos siempre la abundancia de bien y de gracia para nuestros hermanos. Cada vez que evangelizamos, lo hacemos concientes de que “si logro ayudar a una sola persona a vivir mejor, eso ya justifica la entrega de mi vida” (EG 274). En efecto, cada vez que vayamos a un hermano, hemos de recordar lo que nosotros llevamos en el corazón y nos mueve a evangelizar: “No es lo mismo haber conocido a Jesús que no conocerlo, no es lo mismo caminar con Él que caminar a tientas, no es lo mismo poder escucharlo que ignorar su Palabra, no es lo mismo poder contemplarlo, adorarlo, descansar en Él, que no poder hacerlo. No es lo mismo tratar de construir el mundo con su Evangelio que hacerlo sólo con la propia razón. Sabemos bien que la vida con Él se vuelve mucho más plena y que con Él es más fácil encontrarle un sentido a todo. Por eso evangelizamos. El verdadero misionero, que nunca deja de ser discípulo, sabe que Jesús camina con él, habla con él, respira con él, trabaja con él” (Evangelii Gaudium 166). Pues, si no es lo mismo, no podemos contentarnos con llegar sólo a unos pocos. Cuántos más se beneficien del conocimiento de Cristo, mejor. Se puede decir que la evangelización es siempre un ejercicio de confianza, evangelizamos conscientes de la sobreabundancia del amor del corazón de Dios que llevamos en el nuestro.
En fin, todas las parroquias han de hacer un buen barrido de su territorio en la convocatoria, para que nadie se quede sin la oportunidad de participar en los actos o, al menos, en alguno de los actos que van a tener lugar en la semana de misión. Sobre todo hay que saber decir que la misión es para todos, que nadie está excluido, que quien la convoca es Jesús, que nos llama a su encuentro y no excluye jamás a nadie ni por su religión, ni por su sexo, ni por su cultura, ni por su dinero… es decir, por nada. “Todo ser humano es objeto de la ternura infinita del Señor, y él mismo habita en su vida” (EG 274).
Junto al sagrario, os invito a preguntarle a Jesús cómo pasar de la indiferencia a un intenso amor pastoral.

4. Todos disponibles para todos
El cuarto acento consistirá en que en la Semana de Misión desde el primer día, desde la primera hora todos hemos de estar disponibles para todos. Que nadie se quede a mirar, a ver cómo van las cosas y luego ya veremos lo que hacemos. Desde la primera hora todos somos necesarios. No hay mucho tiempo y, por tanto, la misión hemos de hacerla todos al mismo tiempo. Que me perdone el Señor si os digo que en este caso no me gustaría que se aplicase la parábola de los trabajadores en la viña. Arrimar el hombro y poner el corazón desde la primera hora a disposición es fundamental para que salga bien lo que con la ayuda del Señor estamos intentando. Cada momento, cada acto, cada celebración, cada actividad, cada charla ha de contar con nosotros. Cada vez que haya algo que hacer, hemos de saber decir: allí estoy yo para lo que haga falta. En la Misión no se os ocurra decir: eso que lo hagan los de siempre. Esos también han de hacer lo que les corresponda, pero hay cosas que sólo podemos hacerlas nosotros en nuestra situación, en nuestro ambiente. Por ejemplo, si en la misión queremos llegar al corazón de nuestros vecinos que están un poco más alejados de las cosas de la fe, no lo van a hacer quienes vengan de fuera y ni siquiera los conocen.
Y siempre que hagamos algo en cualquier momento de la Misión, sabed que aquellos a los que os dirigís se van a preguntar: ¿Qué les mueve a estos para que estén tan activos y para que pongan tanto interés? ¿De dónde sacan esas ganas de hacer las cosas y ese gusto por colaborar? No dudéis de que esa pregunta siempre llevará a Jesús. Descubrirán que “unidos a Jesús, buscamos lo que él busca, amamos lo que él ama” (EG 267). Todos entenderán que con nuestra ilusión y nuestras ganas de evangelizar les estamos diciendo: Id a su encuentro, merece la pena. En resumen, “hemos de intentar que nuestros interlocutores lleguen a comprender el transfondo de lo que decimos, es decir, que puedan conectar nuestro discurso con el núcleo esencial del Evangelio” (cf EG 34). El mejor modo de mostrar lo que nos mueve a evangelizar es que estamos disponibles. Ante cualquier llamada a lo que se nos necesite, siempre hay una actitud: “Aquí estoy, Señor”.
Compartid entre vosotros lo que ahora está impidiendo vuestra disponibilidad. Ayudaos mutuamente a responder a la llamada misionera con vuestra disponibilidad al Señor.

5. Con sentido misionero
Un quinto acento será que descubramos que, a partir de ahora, todo lo que hagamos en nuestra experiencia cristiana ha de tener sentido misionero. Eso es lo que esperamos realmente de la Misión: impulsar el aliento misionero de todos los cristianos y de todas las acciones pastorales de nuestras parroquias. Que cada parroquia sea una verdadera misión permanente y que nadie en ninguna de sus acciones deje de escuchar el anuncio de conversión a Jesucristo. En realidad, ese es el futuro que esperamos, el de una parroquia en estado, en situación, en clima de misión, en la que encontrar a Jesús sea la experiencia ordinaria de todos cuantos participen de un modo u otro en su vida.
Nuestras parroquias han de aprender a mirar hacia cuantos andan por otras rutas, por muy lejanas que estén de las nuestras. Con todos hemos de hacernos los encontradizos. “A veces sentimos la tentación de ser cristianos manteniendo una prudente distancia de las llagas del Señor. Pero Jesús quiere que toquemos la miseria humana, que toquemos la carne sufriente de los demás. Espera que renunciemos a buscar esos cobertizos personales o comunitarios que nos permiten mantenernos a distancia del nudo de la tormenta humana, para que aceptemos de verdad entrar en contacto con la existencia concreta de los otros y conozcamos la fuerza de la ternura” (EG 270).
El futuro es misión, más misión, siempre misión. El futuro es vivir siempre la vocación de la Iglesia: evangelizar. Eso es lo que nos dejará la Misión Diocesana Evangelizadora: cada parroquia una misión, cada cristiano un misionero. Pero, para eso, hay que poner misión en nuestras vidas y en nuestras comunidades cristianas. “Espero que todas las comunidades procuren poner los medios necesarios para avanzar en el camino de una conversión pastoral y misionera, que no puede dejar las cosas como están. Ya no nos sirve una «simple administración. Constituyámonos en todas las regiones de la tierra en un «estado permanente de misión» (EG 25).
Todo eso, en efecto, lo haremos en la parroquia, en la pastoral diaria y ordinaria de nuestras parroquias, que ha de verse a sí misma como “comunidad de comunidades, santuario donde los sedientos van a beber para seguir caminando, y centro de constante envío misionero” (EG 28). La misión quiere poner en valor a nuestras parroquias, nos hará ver, en efecto, que no es una “estructura caduca”, sino que es el ámbito comunitario esencial en el que la Iglesia actúa como “madre fecunda” que engendra en la fe y la hace crecer en sus hijos. En efecto, la parroquia es el ámbito más adecuado para la evangelización en las distancias cortas, de persona a persona, es decir, para una pastoral de “proximidad”, porque “la Iglesia necesita la mirada cercana para contemplar, conmoverse y detenerse ante el otro cuantas veces sea necesario” (EG 169).
En el territorio de la parroquia hemos de salir a todos sin excepción. Desde ella hemos de salir a los escenarios y desafíos siempre nuevos, a los espacios abiertos sin miedo alguno, sabiendo arriesgar, apostar. En la parroquia, cada cristiano comparte con los demás el fervor y el dinamismo misionero; y cada parroquia lo comparte con las otras parroquias de la Iglesia diocesana, y juntas aúnan esfuerzos. “Lo importante es no caminar solos, contar siempre con los hermanos y especialmente con la guía de los obispos, en un sabio y realista discernimiento pastoral” (EG 33). Nosotros, en nuestra Diócesis de Plasencia, hemos querido hacer juntos la Misión porque queremos ser fieles a lo que hoy el Espíritu le pide a las Iglesias de todo el mundo: que compartan el sueño del Obispo de Roma, Sucesor de Pedro: “Sueño con una opción misionera capaz de transformarlo todo, para que las costumbres, los estilos, los horarios, el lenguaje y toda estructura eclesial se convierta en un cauce adecuado para la evangelización del mundo actual más que para la autopreservación. La reforma de estructuras que exige la conversión pastoral sólo puede entenderse en este sentido: procurar que todas ellas se vuelvan más misioneras, que la pastoral ordinaria en todas sus instancias sea más expansiva y abierta, que coloque a los agentes pastorales en constante actitud de salida y favorezca así la respuesta positiva de todos aquellos a quienes Jesús convoca a su amistad” (EG 27).
¿Cómo andamos de sentido misionero? ¿Sois muchos los que estáis pasando de resistentes a activos animadores de la Misión? ¿Qué os ha movido al cambio?

6. Orientación social de la Misión
Un sexto acento siempre será la “orientación” social de la Misión. Evangelizar es hacer presente en el mundo el Reino de Dios, y esto significa que la evangelización alcanza “a todos los hombres y a todo hombre” (EN 25). Por eso, como dijo Pablo VI, “ninguna definición parcial o fragmentaria refleja la realidad rica, compleja y dinámica que comporta la evangelización, si no es con el riesgo de empobrecerla e incluso mutilarla” (EN 17). Por eso, la evangelización se desfigura si no tiene un claro acento social. Hay que tener en cuenta que el anuncio de Jesucristo tiene un contenido ineludiblemente social: en el corazón mismo del Evangelio está la vida comunitaria y el compromiso con los otros. Así lo ha vivido siempre la Iglesia desde sus orígenes, así lo ha mostrado con innumerables gestos a lo largo de toda su historia y así lo desarrolla el magisterio social de la Iglesia en nuestro tiempo y la praxis más auténtica de vida eclesial en esta España actual en profunda crisis.
Por tanto, en nuestra Misión no podemos ser ajenos a los problemas personales, familiares y sociales que sabemos que hay en cada uno de nuestros pueblos y ciudades. ¿Cómo, si no, vamos a oler a la gente, si no estamos percibiendo el olor de la situación concreta de cada uno: de su dolor, de su problema, de su necesidad? A la hora de preparar nuestra misión, hemos de analizar los problemas de nuestra tierra, y no podemos eludir ninguno, porque cada problema lo encarna un ser humano. En ese listado de problemas no puede faltar el alto índice de paro en nuestra Región, con sus tremendas cifras y porcentajes, que afectan de un modo especial a nuestros jóvenes; tampoco hemos de ignorar la situación de tantas familias en las que no trabaja ninguno de sus miembros. Hemos de analizar los problemas en cada uno de los sectores sociales: niños; empezando por los concebidos no nacidos, matrimonios en su diversidad de situaciones, familias, mujeres, mayores…
No podemos olvidarnos de los más pobres, de los marginados, de los sometidos a diversas adiciones. Pondremos un cuidado especial en la evangelización de las personas que viven en las zonas más marginales de nuestros pueblos y ciudades. Hemos de estar muy atentos a todos los sectores sociales y profesionales. Por supuesto, hemos de conocer los problemas del mundo rural, que es nuestro mayor capital social, pero también ha de ser nuestra mayor preocupación. Seremos especialmente minuciosos y concretos a la hora de conocer con criterios sanadores las necesidades de nuestros hermanos. Nuestras parroquias en misión han de recoger el deseo del Papa Francisco: “Quiero una Iglesia pobre para los pobres”. Desde ellas hemos de acercarnos a las periferias existenciales, porque es en la parroquia donde más de cerca se huele el olor de la gente, es el ámbito pastoral que mejor nos permite estar dentro de las situaciones.
Tenemos que actuar en la misión con conciencia de que “una auténtica fe —que nunca es cómoda e individualista— siempre implica un profundo deseo de cambiar el mundo, de transmitir valores, de dejar algo mejor detrás de nuestro paso por la tierra. Amamos este magnífico planeta donde Dios nos ha puesto, y amamos a la humanidad que lo habita, con todos sus dramas y cansancios, con sus anhelos y esperanzas, con sus valores y fragilidades. La tierra es nuestra casa común y todos somos hermanos” (EG 183).

No tengamos miedo a tocar los temas sociales, como a veces nos sucede, ni los consideremos ajenos a la fe y a la pastoral; si a algo tenemos que temer es a ignorar lo que le afecta a los hombres y mujeres a los que vamos a evangelizar. Traicionaríamos de ese modo la Misión que hacemos. No olvidemos que hemos de hacer real la relación entre anuncio y amor fraterno. Y, si insisto en esto, es porque hemos de reconocer con humildad y verdad en que no siempre lo hacemos. “¡Qué peligroso y qué dañino es este acostumbramiento que nos lleva a perder el asombro, la cautivación, el entusiasmo por vivir el Evangelio de la fraternidad y la justicia! La Palabra de Dios enseña que en el hermano está la permanente prolongación de la Encarnación para cada uno de nosotros: «Lo que hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, lo hicisteis a mí» (Mt 25,40)” (EG 179).
La inclusión social de los pobres y la preocupación por la paz han de ser asuntos que aparezcan explícitos en nuestro mensaje, si no queremos que el anuncio del Reino quede reducido y recortado. Del mismo modo que hemos de tener en cuenta a los más indefensos e inocentes. En fin, no olvidemos que “el mandato de Jesús es: «Id por todo el mundo, anunciad la Buena Noticia a toda la creación» (Mc 16,15), porque «toda la creación espera ansiosamente esta revelación de los hijos de Dios» (Rm 8,19). Toda la creación quiere decir también todos los aspectos de la vida humana, de manera que «la misión del anuncio de la Buena Nueva de Jesucristo tiene una destinación universal. Su mandato de caridad abraza todas las dimensiones de la existencia, todas las personas, todos los ambientes de la convivencia y todos los pueblos. Nada de lo humano le puede resultar extraño» (EG 181).
Dialogad entre vosotros a fondo, sin miedo, sobre este acento de nuestra Misión Diocesana. Y sed muy concretos, no paséis por encima de las situaciones que debéis afrontar en una misión con orientación social.

7. Siempre con acento mariano
En cualquiera de estos acentos misioneros, que vamos a poner a lo largo de este año de Misión, con nosotros estará la Virgen. Nadie como Ella prepara el encuentro con su Hijo, Ella es quien mejor dispone nuestro corazón y orienta nuestros pasos: “Haced lo que él os diga” (Jn 2,5). Por eso, todo en la Misión Diocesana Evangelizadora ha de tener un acento mariano. Esa es la razón por la que hemos encomendado a la Virgen nuestra Misión Diocesana. Todo nació junto a Ella, en El Castañar, y junto a María, la Virgen de la Victoria, abriremos este Año Misionero. Cuando llegue el momento, también haremos nuestra acción de gracias al Señor junto a Ella. De momento le encomendamos todo lo que vamos a hacer en cada parroquia y todos nosotros nos encomendamos a su intercesión maternal.
En Plasencia, el 15 de Octubre, fiesta de Santa Teresa, al celebrar los 500 años de su nacimiento, le encomendamos a la Santa Mística que nuestra Misión Diocesana sea para todos una experiencia profunda de santidad.
+ Amadeo Rodríguez Magro
Obispo de Plasencia


ORACIÓN POR LA MISIÓN

Señor Jesús,
porque queremos ser discípulos misioneros,
te pedimos que renueves en nosotros
la gracia del Bautismo
y fortalezcas nuestra vida en la Eucaristía.

Haznos ver el rostro paterno de Dios,
para que así crezca en nuestros corazones
la alegría del Evangelio.

Afiánzanos en el compromiso
de convertirnos en activos animadores
de la misión diocesana,
en la que nos proponemos ofrecer a todos
el amor misericordioso del Padre
y la cercanía entrañable de tu Persona.

Actualiza en nuestra Diócesis de Plasencia
el envío de tu Espíritu
para que, con la fuerza de la primera vez,
llevemos por todos los pueblos y ciudades,
en cada una de sus parroquias,
el anuncio de tu buena noticia.

Acoge la intercesión de tu Madre,
a la que le hemos pedido que nos acompañe,
como lo hizo con los apóstoles
en los comienzos de la misión de la Iglesia.
Amén.
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