Nuestro Dios hace inmensos prodigios desde las cosas y las personas más pequeñas. El hace realidad lo imposible para los seres humanos. Una de esas maravillas admirables es haber hecho que su Hijo, Dios, se hiciera hombre. El misterio de la encarnación, imposible de explicar en términos humanos, es reconocido por la fe. Y dentro de esta perspectiva, la Iglesia proclama una realidad imposible para los ojos y las filosofías humanas: que una mujer –María- se haya convertido en la Madre de Dios hecho hombre.

En la historia de las religiones se suele ver dioses con formas humanas. No se consigue un dios que se haya convertido en hombre. En el cristianismo esta es la diferencia radical: Dios, sin dejar de serlo pero renunciando a su condición, se hizo hombre igual en todo a los demás hombres menos en el pecado. Por obra y gracia del Espíritu Santo lo hizo de María, la Virgen Madre.

María es venerada por ser la Madre de Dios. Ella no es una súper-mujer al estilo de los criterios del mundo o de las propuestas de Hollywood. Nos narran los evangelios que era una sencilla muchacha de Nazaret, a quien Dios eligió para hacerla madre del Altísimo. Por eso su nombre –María- puede ser conocido como “altísima”. Sin embargo no se llenó de soberbia sino que supo reconocer la inmensa misericordia de Dios, quien se fijó en la pequeñez de su servidora. Con su “sí”, María abre las puertas de la historia humana al Salvador.

Al pensar sobre el misterio de María la Madre de Dios, la Escritura nos propone unos elementos muy interesantes para la reflexión. Uno primero, ya lo indicamos: ella se ha convertido en la Madre del Dios humanado. Es un misterio que sólo se puede aceptar por la fe. En ella se va a dar la unión de la naturaleza divina con la humana en la persona del Hijo de Dios. Entonces, se convierte en instrumento para hacer realidad la presencia viva de Jesús en medio de la historia humana.

Ese hecho tiene una enorme consecuencia. Dios humanado se hace presente para realizar una misión: la salvación de la humanidad. Un fruto concreto de esa misión es convertir a los seres humanos en hijos de Dios. Pablo, al hacer mención de la encarnación y nacimiento de Jesús, hace mención directa de esta gran consecuencia de la presencia salvadora de Jesús en el mundo: “Cuando se cumplió el tiempo, envió Dios a su Hijo nacido de una mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley, `para que recibiéramos el ser hijos por adopción”.

Por otra parte, María, desde los pocos minutos posteriores al parto, comenzó a realizar una tarea que ha mantenido con el tiempo desde aquellos instantes: presentar a su Hijo para que pudiera ser conocido por todos. Desde el primer encuentro con los pastores de Belén hasta hoy, María ha dado a conocer la Persona de su Hijo. Poco a poco fue compartiendo su experiencia de acuerdo a lo que iba conservando en su corazón con la meditación de su plegaria continua.

María es la primera evangelizadora. Sigue siéndolo en el tiempo. Por ser Madre del redentor se ha asociado a Él para contribuir en el anuncio de la salvación de su Hijo. De hecho en todos los momentos de la historia así como en las variadísimas culturas de la humanidad, María ha sido aceptada como estrella de la evangelización. No por ser una santa cualquiera, si podemos hablar en estos términos. Algo más profundo: por ser Madre de Dios. Todas las advocaciones y devociones que han surgido en torno a María, encuentran su razón de ser en el misterio de ella como Madre. En el momento culminante de la Cruz, el mismo Señor nos la va a dejar como Madre, para que siguiera acompañándonos e intercediendo por nosotros.

El misterio de María Madre de Dios nos conduce a una conclusión bien determinante para la fe: El Dios que hace realidad lo imposible, en quien profesamos nuestra fe, es el mismo Dios hecho hombre que va a hacer posiblemente real otro imposible: la redención, el perdón de los pecados y la incorporación de la humanidad a su intimidad. Por eso, el Hijo nos hará hijos de su Padre. Todo ello, gracias al “sí” de la Madre de Dios.