Lustiger, el cardenal judío que se opuso a la beatificación de Isabel la Católica

En la actualidad, la Iglesia católica llama “hermanos mayores” a los judíos. Pero no siempre fue así en la tormentosa relación entre ambas religiones, que tienen al mismo padre en la fe, Abraham, y comparten gran parte de la Biblia. Hasta el Concilio Vaticano II, se les llamaba “pérfidos judíos”, incluso en la liturgia. De ahí la escasez de conversiones del judaísmo al catolicismo. Con algunas excepciones. La más conocida, sin duda, la de Aaron Lustiger.
Nacido el 17 de septiembre de 1926 en París, en el seno de una familia de comerciantes judíos de origen polaco, se convirtió al catolicismo en 1940, con 14 años, escogiendo el nombre de Jean Marie. Sólo dos años antes de que su madre fuera deportada, en 1942, al campo de exterminio nazi de Auschwitz, donde murió. Sus padres no aceptaron de buen grado la conversión de su hijo, pero la respetaron. De hecho, muchos años después, el propio Lustiger recordará el día en que comunicó a sus padres la decisión de convertirse como una “escena dramática, dolorosa e insoportable”.
El pequeño Jean Marie no sólo se convirtió al catolicismo, sino que sintió, como Samuel, la llamada de Dios a servirle por entero. Entró en el seminario y, tras una brillante carrera, fue ordenado sacerdote en París en 1954. Su primer servicio pastoral fue entre los jóvenes universitarios de la Sorbona, donde fue capellán durante 15 años.
En 1969, sus superiores le encomendaron el cuidado pastoral de diversas parroquias de París. Ya en aquella época pasaba por ser un clérigo bien preparado pero de talante conservador. Su estrella comenzó a brillar, precisamente cuando, tras el pontificado de Pablo VI, llegó a la sede de Pedro el Papa llegado del Este
Juan Pablo II se propuso reconducir la barca de Pedro, demasiado escorada a la izquierda para su gusto, hacia aguas más conservadoras. Para hacerlo, contó con diversos peones en los principales países católicos.
Por ejemplo, Camilo Ruini en Italia y Jean Marie Lustiger, en Francia. De ahí que le concediese la mitra a los dos años de haber ocupado la cátedra de Pedro, nombrándolo obispo de Orleáns, la ciudad donde Lustiger había estudiado de pequeño y se había convertido.
Pero Orleáns fue sólo el primer peldaño hacia metas mayores. A los 15 meses, Juan Pablo II le eleva nada menos que a arzobispo de París y lo convierte, con este gesto, en su hombre de confianza en Francia. Con un objetivo concreto: controlar los nombramientos episcopales y enderezar el rumbo de la Iglesia gala. De hecho, fue padrino de toda una generación de obispos que, poco a poco, fueron cambiando el rostro eclesial francés.
Y también en esto Lustiger cumplió a fondo. Tanto que, a los dos años, el Papa le concede el honor del birrete cardenalicio y le consagra con ello entre las personalidades eclesiásticas más importantes y decisivas del siglo XX. Con el tiempo, la sintonía entre el Papa polaco y el cardenal francés fue en aumento.
Todos sus biógrafos destacan la similitud entre Lustiger y el Papa, sobre todo en el plano doctrinal y apostólico. Algunos expertos apuntan que los convertidos son más ortodoxos que quienes han recibido el bautismo a los pocos días de haber nacido.
A pesar de ser profundamente conservador eclesialmente hablando, en Francia pasaba por ser un moderado, pero sus abundantes escritos y homilías rezumaban firmeza doctrinal, adobada con las tres grandes categorías espirituales en las que basaba toda su concepción teológica: el misterio, la comunión y el diálogo interreligioso, especialmente, como no podía ser menos, con el judaísmo.
Lustiger fue el principal artífice de la peregrinación de Juan Pablo II a Tierra Santa en el año 2000, cuando el Papa comparó el Holocausto con “una Gólgota de los tiempos modernos”. Aunque convertido, el purpurado francés nunca cortó con sus raíces judías. Tanto que algunos le llamaban el gran rabino de París. Por eso nunca quiso que Isabel la Católica, a la que reprochaba la expulsión de los judíos, subiese a los altares. Y de hecho, consiguió bloquear su proceso en Roma, donde duerme el sueño de los justos.
Hombre de carácter y de fuertes convicciones, algunos le reprochaban precisamente el que “no tenía buen carácter” o que “tenía una fuerte personalidad”. Y tomaba decisiones. Por ejemplo, la de colocar al catolicismo en el debate nacional de la laica Francia.
Utilizando para ello los medios de comunicación. En 1981, crea la cadena de radio Notre-Dame y, en 1999, la cadena televisiva KTO, que terminó por convertirse en uno de los fracasos más importantes de su pontificado.
Autor prolífico de más de 20 obras, en 1995 es elegido para formar parte de los Inmortales y entra en la Academia Francesa. Precisamente de los académicos se despidió el 31 de mayo en los siguientes términos: “He venido para decirles adiós. No me volverán a ver”. Los académicos suspendieron la sesión, conmovidos por la entereza del purpurado.
Querido y criticado, pero siempre respetado, ejercía una enorme seducción sobre políticos, sindicalistas o intelectuales. De hecho, aunque algunos de ellos le criticasen, todos hacían cola para verlo. Y en el seno de la Iglesia, a pesar de haber sufrido muchas críticas, hoy se le profesa el reconocimiento casi generalizado de haber contribuido decisivamente al despertar religioso de Francia. Y a hacer visible el catolicismo en el país que inventó el laicismo.
De hecho, la Arquidiócesis de Paris destacaba en un comunicado que el cardenal tuvo “un rol notable en nuestra sociedad y los debates intelectuales de nuestro tiempo”; mientras que el presidente francés Nicolás Sarkozy señalaba desde Estados Unidos que “Francia pierde una gran figura de la vida religiosa, moral, intelectual y espiritual de nuestro país”.
José Manuel Vidal