El de Asís nos enseña a vencer el rencor y la ira de San Francisco de Asís
Espiritualidad
| José María Lorenzo Amelibia
El de Asís nos enseña a vencer el rencor y la ira de San Francisco de Asís.
Francisco de Asís
Una página de la vida de San Francisco de Asís en el momento en que estaba muy afectado por la oposición de Fray Elías y el grupo de intelectuales.
"Se arrodilló Francisco frente a una gigantesca encina, extendió los brazos y gritó a pleno pulmón:
- ¡Eterno Dios, apaga estos ardores y calma mi fiebre! Repitió estas palabras muchísimas veces. Comenzó a tranquilizares.
- No puede ser - se dijo a sí mismo -. La ira y la turbación son explosivos que destruyen la Fraternidad. No debo sentir ninguna hostilidad en contra de los opositores. Eso sería como dar una lanzada contra el corazón de Dios. Después de apagar las llamas, necesito sentir ternura por cada uno de ellos. ¿Quién sabe si así entrarán en el redil del ideal?
- Ese es el peligro - se dijo a sí mismo en voz alta - : transformar al adversario en enemigo. Luchar por un ideal , cosa noble es. Pero si durante el fragor se pasa del campo mental al emocional, y al adversario ideológico lo transformamos en enemigo cordial, Dios no puede estar en medio de todo eso. Cuando el opositor se transforma en enemigo, se cierran todos los caminos del entendimiento. No puedo resistir al que se resiste. No puedo permitir que crezca en mi huerto la maldita hierba del rencor.
Y diciendo esto se tendió en el suelo, bajo la gran encina, apoyando su frente sobre las manos. El contacto con la tierra lo calmó, como si hubiera descargado sus energías agresivas.
Por cada opositor, y pensando en ellos, besaba tres veces el suelo. Pensaba positiva, concentrada y prolongadamente en cada uno de ellos. Luego decía en voz alta:
Madre, Tierra, transmite esta ternura a fray Elías, dondequiera que esté.
Y así decía con cada uno de los hermanos de la oposición. Luego pedía perdón a Dios por haberle ofendido sintiendo hostilidad contra su hijos, y recordando nominalmente a cada uno de ellos, decía:
- Padre, en tus manos lo deposito; guárdalo como a la niña de tus ojos. Mi Dios - decía - entra hasta las raíces de mi ser, toma posesión de mi y calma este tumulto. Dios mío, quiero sentir en este momento lo que Tú sientes por aquel hermano, lo que Tú sentías al morir por él.
Abría las puertas de su interioridad por cada uno de sus hermanos díscolos y decía:
- Ven hermano, te acojo con brazos de cariño
José María Lorenzo Amelibia
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