¡TODOS AL CIELO! ¿SÍ O NO?

Cuando nos adentramos en el otoño me suelo convertir un poco en filósofo, y me pongo a reflexionar con mayor facilidad. Será porque la luz del sol se oculta pronto y las penumbras invitan a adentrarse en las profundidades del alma. Desde hace un rato visita mi mente una idea que suelo escuchar en los funerales de amigos y conocidos: “Ya está en el Cielo nuestro compañero”. ¡Qué pronto hoy se canoniza a los difuntos! Y nos quedamos tan anchos. ¡Qué bien! Incluso los funerales ya no son en sufragio de las almas, sino en homenaje a las personas. ¡Cómo va cambiando todo! ¿Pero será así, como ahora canta la moda? Porque antes, a nuestros familiares y conocidos difuntos siempre los encomendábamos a la misericordia divina.



Y ahora, de golpe, se ofrece a mi imaginación una visita que hacía Juan Pablo II al santuario de Lourdes cuando tan solo le quedaban unos meses de vida en nuestro planeta. Él vivió a tope hasta el último día. Y decía en aquel santuario más o menos a los enfermos: “Estoy con vosotros; comparto con vosotros el sufrimiento; y nuestro apostolado es fecundo, tanto o más que en tiempo de salud”. Esta vida es una gaita. A nadie nos gusta sufrir. Muchos llevan el dolor con amor, con fervor. Otros buscan el placer en la injusticia y en el libertinaje, y blasfeman de Dios cuando se sienten mal. Porque lo constatamos, hay de todo: gente humilde y piadosa, personas prepotentes, arrogantes, soberbias e injustas. Abusones del prójimo, y otros que se entregan a favorecer a los demás. Después, ¿todos al Cielo? No sé, no sé... me parece que desbarramos un poco.


Mi reflexión en esta noche de otoño me abruma. Me gustaría llevar a todos al Cielo, soy muy buenico. Me inclino con mis colegas a la compasión. ¡Es tan fácil! Además, Jesucristo ha venido a salvar a todos. ¿No lo decimos cada dos por tres? ¿No lo afirma el Concilio? Entonces, ¿qué? ¿Irán todos al Cielo? Somos tan débiles...

Pues tengo que entrar sin dudarlo ni un momento en nuestros principios cristianos, en el Evangelio, en la doctrina de la Iglesia. Por supuesto, si uno muere en gracia de Dios, va al Cielo. Jesús le dijo al joven: “Si quieres entrar en el Cielo, guarda los mandamientos”. Y Jesús nos contó la parábola del Rico Epulón y del Pobre Lázaro para enseñarnos que hay Cielo y también Infierno. Y la Iglesia en varios Concilios nos ha hablado de la doble posibilidad que todos tenemos cuando se llegue el final de nuestra existencia terrena. Benedicto XII proclamó solemnemente este dogma que está en la revelación: “Definimos además que, según la ordenación de Dios, las almas de los que salen de este mundo con pecado mortal actual, inmediatamente después de su muerte, bajan al infierno donde son atormentados”.

Y concluyo mi reflexión otoñal así: No hay más remedio que arrepentirse mientras vivimos: con una buena confesión, con la Unción de Enfermos y dolor de atrición, con un acto de Amor a Dios y el deseo al menos implícito de confesarse en el momento oportuno. Una por una estar preparados. Siempre preparados. Que la vida es frágil y cuando menos pensamos, llega el momento de rendir cuentas. ¿Todos al Cielo? Ojalá. Es nuestro deseo, pero como dice san Agustín: “El que te ha creado a ti sin ti, no te salvará a ti sin ti”. Vamos a corresponder a la gracia de Dios.

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