DÍA DE RETIRO - DESIERTO
Espiritualidad
| José María Lorenzo Amelibia
DÍA DE RETIRO - DESIERTO
Necesitamos dedicar un día al mes al retiro espiritual. Todo el día en soledad al menos relativa. Mejor sería total. Día de revisión, de meditación de encontrarnos más próximos a Dios. No es necesario practicarlo varios juntos; bueno sería, pero no siempre es posible.
Estar sobre todo ese día como la esponja en el mar, sumergidos en Dios. Que las aguas de su amor nos vayan penetrando por esos poros tantas veces ajenos al Señor. Permanecer envueltos en el silencio exterior y sobre todo interior. Dentro de su paz.
Pero no creas que el enemigo de tu paz te va a dejar en perfecto sosiego. Quizás te suscite inquietudes acerca del pasado o del futuro; quizás cunda en tu alma el desaliento o la tristeza. Por eso no vayas a pasártelo bien en esa especie de unción romántica. No vayas a gozar; vete a buscar a Dios. Y tampoco vayas con temor a fantasmas. Pero ayúdale a Dios a que te ayude. Desecha los pensamientos deprimentes, pero sin ponerte a dialogar con ellos. Dile al Señor: ¡Señor, yo te amo; en Ti confío y creo en tu amor!
Mucha gente practica el retiro mensual. Incluso gente trabajadora lo hace con el plan Zen o yoga cristiano. Los conozco, aunque no he estado todavía con ellos. Esto que te digo a ti, me lo digo, por supuesto, a mí mismo. Si no podemos un día entero, al menos una mañana o una tarde completos.
Leí en el diccionario de espiritualidad un artículo sobre el desierto. Retirarse a un lugar solitario, no habitual. Dedicar allí unas horas o unos días sin bagajes, fuera de lo estrictamente necesario. A lo sumo llevar la Biblia. Dejar tiempo para pensar, encontrarse consigo mismo, encontrarse con Dios.
Era largo aquel artículo. Y yo pensaba mientras lo leía: Algo así venía yo practicando desde hace varios años en mis mañanas domingueras de subida al monte y paseo por el campo. Suelo salir de casa a las 8 y media o nueve de la mañana. Marcho al monte distante de 10 a 30 kilómetros. Siempre dejo en casa escrito un papel, indicando el lugar adonde voy, por si me ocurriera algo.
Lo primero rezo los quince misterios del Rosario. Siempre caminando a ritmo relativamente lento, mi paso. Después repito muy pausadamente una serie de jaculatorias, oraciones breves. Cuando mi atención se dirige hacia personas amigas, conocidas, familia, compañeros, difuntos, gente antipática, pido al Señor por ellos con todo mi corazón. De vez en cuando me detengo ante la naturaleza y levanto más mi corazón hacia el Señor, le adoro a través de la maravilla de sus obras.
Si puedo descansar un rato en una sombra o en un lugar abrigado, leo algún salmo que conmigo llevo. Si se me ocurre alguna idea espiritual, tomo nota de ella. Así se me pasan las cuatro o cinco horas de la mañana del sábado o del domingo en el monte o en el campo.
Para mí, éstos son los días de desierto. Me gusta la soledad. Parece que Dios, a la vez que me va quitando la voz, me da una inclinación mayor hacia la soledad. ¡Qué verdad era aquella que nos decían en nuestra juventud! Que, para encontrar a Dios, hay que amar la soledad.
En el desierto, en el campo, andando a través de los caminos solitarios, me he encontrado más cerca de Dios y de mí mismo. La soledad conduce insensiblemente a una relación más personal con Dios. Sigo en medio de la naturaleza las huellas de Dios y su presencia a través de lo creado. Me regocijo allí del encuentro con el Señor, de la conversación con El. El tiempo se hace breve. Cuatro o cinco horas se pasan sin darse cuenta.
Observamos en la vida de Francisco de Asís que contemplaba las criaturas con la misma devoción con que leía el Evangelio.
Para mí el encuentro con el Señor me resulta atrayente sobre manera en el Sagrario, en la Naturaleza solitaria, en la lectura espiritual.
Marcho cuatro o cinco horas los sábados al desierto no para gozar de la soledad, ni para disfrutar de la paz de Dios, sino para encontrarme con Dios y conmigo mismo. Tampoco voy a sufrir, sino a orar a Dios en medio de la naturaleza.
José María Lorenzo Amelibia
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