Niebla ingrata: En mañana de setiembre, cuando el otoño avisa ya su proximidad, parece que te agarras a las plantas e incluso a los riscos de la montaña.
Subida penosa al lugar de mis consuelos espirituales. Calor de un verano que se resiste a abandonarnos. Fatiga de hombre maduro. ¡Pendiente empinada en las últimas rampas de la cumbre!
Arriba comenzaba ya el sol a rasgar los últimos retazos de una bruma perezosa.
No era como otras veces mi visión de las nubes peregrinas por la tierra. En esta ocasión divisaba un valle negro; daba angustia la mancha aquella de tinte oscuro. Sabía yo de la belleza de mi paisaje. ¿Y si nunca lo hubiera conocido?
Luego, muy lentamente, comenzó a difuminarse el velo ambiguo de la naturaleza, y entre jirones disueltos por el calor, aparecían los árboles y los rebaños y el rastrojo de las últimas mieses segadas.
Allí, en lo alto de la sierra, todo me hablaba de Dios.
¿Cómo penetraré, Señor, a través del misterio denso de mi fe, en tu bondad y en tu sabiduría, en el silencio eterno de tu amor?
Yo seguiré en la oración y me fiaré de tu Palabra. Yo sé que la oscuridad de vez en cuando se resuelve, como las nubes negras de esta mañana, y entonces entreveo tu rostro santo, lo adivino, lo intuyo, y sé bien de quién me he fiado.
Cuando aparezca la realidad, si en esos momentos cupiera alguna pena, sé que diría yo: "¡Qué necio he sido, Señor, ¿por qué no me habré fiado siempre?
Estoy del todo seguro. Algún día descubriré esa cuarto o quinta dimensión: la divinidad hasta ahora inaccesible.
- Antes por la niebla densa, difuminada o negra, no te veíamos. Pero cerca, muy cerca estás, Dios mío.
José María Lorenzo Amelibia
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