Se dirá: con misericordia la madre Iglesia dispensa de sus obligaciones a quienes se encuentran en esas circunstancias. Que se case y que vivan también alejados del sacerdocio al que se consagraron, no por un voto de virginidad, sino por la recepción del sacramento del Orden que imprimió carácter en sus almas.
Esta solución, a mi modo de ver y de otros muchos, no es justa desde el punto de vista teológico. Un sacramento recibido da derecho al uso del mismo, según las fuentes del dogma profesado por la Iglesia.
Por otra parte se priva al pueblo de Dios de elementos de fe sincera, de pastores celosos, de líderes aceptados. Cada día se acentúa más la carencia de ministros de Dios y una fuerte sangría proviene precisamente de una ley exigida sin condiciones.
Creo, y con bastante fundamento, que la vivencia del celibato es para una mayoría del clero más carga que liberación. Y carga ingrata, a veces insoportable.
La pureza juvenil, cosa buena. Forja el carácter. Lleva el espíritu de buscar las cosas de arriba, a gustar de las cosas de arriba. La esperanza de un matrimonio, el ideal de una vida consagrada a Dios, han ayudado a superar la crisis de adolescencia. Mas en la edad adulta, cuando el celibato no llega a alcanzar dimensión mística, el hombre puede volver al vicio solitario, sucedáneo del desahogo normal en la relación de esposos.
Muchas rarezas y enfermedades mentales de clérigos, incluso vicios inconfesables, se deben a una continencia prolongada sin expectativas de matrimonio. La tensión emocional producida por el dominio de los instintos no puede ser compensada ni con terapias humanas ni siquiera con la dedicación a la plegaria. Si el don carismático no ha sido dado a la persona, sería necesario un milagro para hacer cambiar la naturaleza de un individuo concreto.
¿Qué solución queda? Renunciar al ejercicio del ministerio sacerdotal pidiendo dispensa, o continuar una existencia penosa hasta la muerte. ¡Qué sencilla sería la solución de dejar en libertad plena al clérigo la opción por el celibato que abrazó o cambiar al estado matrimonial.
No parece lógico que impongan su voluntad los ancianos ni los que tienen el don de la virginidad. Es verdad que a éstos últimos alienta el pertenecer a un cuerpo de célibes. Ciertamente estimula vivir la virginidad dentro de un grupo de vírgenes. Mas ¿no estará reñida esta postura con la verdadera caridad que exige no dominar al prójimo privándole de su libertad? Si estamos abogando por el pluralismo y respeto a las ideas de los demás, ¿por qué no admitimos un pluralismo de opciones para vivir nuestra relación con Dios, con el prójimo, con la Iglesia, con el sacerdocio?
El celibato puede resultar más llevadero en el entorno de comunidades religiosas. Allí se sentirán los hermanos en unión. Se verán libres de todos los problemas familiares, que tanto desvirtúan la entrega a la virginidad. De hecho muchos célibes soportan las cargas de una familia y no disfrutan de compensaciones.
El clero secular debiera vivir en grupos bajo un mismo techo. Así cada uno se dará cuenta de que no es el único célibe de este mundo. Existe de este modo la fuerza de un cuerpo constituido en el que mutuamente se animan sus miembros.
El mensaje del Evangelio, las cartas de San Pablo, nos hablan del hombre libre. ¿En qué parte del Nuevo Testamento se ofrece la idea de votos que obliguen hasta el fin de la vida? ¿No dice más bien Jesús que no impongamos a nadie cargas insoportables, cargas que tal vez nosotros no podamos cumplir?
Es hora de que revisemos con valentía , con las mismas entrañas de Cristo, todas las leyes de la Iglesia, de tal forma que sean ayuda en el camino y no obstáculo insuperable.
José María Lorenzo Amelibia
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