Durante mi infancia y primera juventud, hablar del P. Pío de Pietrelcina, era tema favorito de conversaciones espirituales, entretenidas y llenas de misterio. El P. Pío era un enigma. Ahora que lo han beatificado, el 2 de mayo del año pasado, podemos ver las cosas con más objetividad.
El P. Pío no era un enfermo en el sentido psíquico, como alguien puede pensar, sí sufrió tremendas enfermedades que le torturaban el cuerpo, pero a su alma su alma la iban elevando a grandes alturas místicas, como pocos humanos habrán alcanzado.
Fue dotado este capuchino de una constitución física normal, pero resultó un auténtico enigma para los médicos. Tuvo que incorporarse, siendo ya sacerdote, al servicio militar. Allí casi se les moría, pero nadie encontraba la causa de sus terribles padecimientos. Tomaron los médicos la resolución de licenciarlo del ejército como tuberculoso incurable. A pesar de los reparos que esta enfermedad lleva consigo por el peligro de contagio, fue destinado al convento de San Giovanni Rotondo, donde residían jóvenes estudiantes. El mismo padre Pío aseguró que no existía tal enfermedad ni había peligro de contagio. No era pues un tuberculoso.
Las afecciones gripales le atacaban, y en su edad madura aparecen dolores de artrosis, y junto a ellos, los terribles cólicos nefríticos que todos los años le visitan repetidamente. Las indisposiciones graves eran muy frecuentes en él. Por los años cincuenta se encontró tan mal que pidió los últimos sacramentos y se esperaba que la muerte de un momento a otro. Toda su vida fue un continuo viacrucis.
En la juventud, poco después de su primera Misa, los médicos lo enviaron a su casa paterna, y allí permaneció siete años lleno de dolores. En cuanto volvía la convento, todavía se hallaba peor, de tal manera que habían de nuevo de mandarlo a casa a reponerse.
Murió a los 81 años. Los dos últimos de su existencia terrena sufrió grandes crisis de arritmia con disminución de la presión arterial. El asunto de los estimas y de su hipertermia necesitaría capítulo aparte.
Este hombre, a pesar de sus achaques continuos vivió con una gran paz de espíritu. Su actividad apostólica fue constante. Hubo días en que permaneció más de dieciséis horas en el confesonario. Los grupos de oración deben su existencia a nuestro santo.
Su contemplación divina era elevadísima, y el trato con las personas, lleno de sencillez, vivacidad e incluso con gran sentido del humor.
Cuando nos toque padecer en nuestra vida, hemos de mirar a este hombre que, imbuido en el dolor, supo ser útil, ejemplo para los humanos, y además vivió con esa felicidad relativa a la que todos aspiramos.
José María Lorenzo Amelibia
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