Me espantan los talibanes, mal llamados católicos. Y por desgracia, haylos. Del mismo modo me inquietan los católicos que construyen una moral a su gusto, aunque no se atrevan a inventar nuevos dogmas. También los hay, por desgracia.
De los dos grupos, me quedo sin ninguno. Pero me gustaría explicotearme un poco. Antiguamente existían en abundancia los talibanes, mal llamados católicos. Eran sucesores de la santa inquisición: denunciaban ante la Iglesia cualquier asunto que no les gustaba: a un cura porque se bañaba él solito en el río, aun en sitios ocultos; a una hija de María porque bailaba; a un famoso predicador porque lo vio una noche de invierno cruzar una calle de ciudad con una boina calada, por si podría venir de una casa pública. No dejaban vivir a nadie. Ellos habían de ser la policía secreta de la religión. Se hallan en todas las confesiones religiosas; no solo entre los islamistas.
Y también hoy existen estos modernos talibanes, mal llamados católicos: insultan a los obispos porque no actúan conforme a las propias convicciones del acusador; cubrirían de excrementos la cabeza de los gays; no son partidarios de la pena de muerte, a no ser que sea por Jesucristo. Y podríamos colocar un largo etc. Lamentan todos estos que los jerarcas no estén continuamente suspendiendo a divinis a ciertos curas; o que continúe la Iglesia concediendo dispensas de celibato; o que se produzcan tantas declaraciones de nulidad, a lo que denominan “divorcio por la Iglesia”.
También quedan – aunque cada vez menos – algunos talibanes, mal llamados católicos, dentro de la jerarquía eclesial. Entre esos pocos están quienes ellos mismos construyen la moral para amedrentar a los fieles sencillos. Ya lo hemos explicado en distintas ocasiones. Existieron varios en anteriores décadas; hoy los hay aunque en menor número y de manera más disimulada.
Todos estos meten el corazón en un puño a los más débiles, o pusilánimes, o escrupulosos, o insuficientemente formados.
¿Y qué diremos del grupo contrario? Los que hacen de su capa un sayo y construyen la moral a su antojo. Se denominan creyentes, pero van a Misa media docena de veces al año, incluidos los funerales. Comulgan las pocas veces que acuden a la Eucaristía sin previamente confesarse, aunque estén cohabitando con su posible futura esposa o esposo. Defraudan todo lo posible a la hacienda pública, porque – dicen – “más roban ellos”. Tratan con dureza y desprecio a sus empleados, porque ¿para qué darles más, si no saben gastar su dinero? Eso sí: hablan mal de la jerarquía de la Iglesia, y llegan a acomodar la moral con sus caprichos propios; van construyendo una religión a su antojo. Y podríamos poner otros muchos ejemplos. Cada uno puede inventarlos o recordarlos; no es difícil.
¿Qué pensar de ellos? No son testimonio de nada; son comodones; gustan de vivir con una vela puesta a Dios y otra al diablo. Y lo duro es que cada vez existe mayor número de estas personas, libertarias de conciencia o con conciencia deformada; se pueden considerar como esperpentos religiosos. Los no creyentes, les llaman hipócritas, porque viven sin las normas morales de la Iglesia pero siguen llamándose Iglesia.
Yo pienso que es conveniente tratarlos con amor y misericordia; porque tienen fe. Dialogar con ellos y hacerles ver que están regando fuera de tiesto. Pienso que son personas de buena voluntad pero mal formadas. No me producen grima ni indignación como los talibanes, pero les vendría bien practicar unos Ejercicios Espirituales o unos Cursillos de Cristiandad. Dejar de una vez ese comportamiento laxo y convertirse de verdad a Jesucristo. Pienso que pueden convertirse más fácilmente que los talibanes, mal llamados católicos.
José María Lorenzo Amelibia
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