Me queda un amargo sabor de boca de mis estudios de Derecho Canónico, en la segunda mitad de la década de los cincuenta. Ha llovido mucho desde entonces, e ignoro si todavía los nuevos doctores de la ley seguirán con las fantasmadas de los antiguos. Pero cuado pronuncio esta palabras, no los desdeño; muy al contrario, sigo en mi fuero interno teniendo muy en cuenta cuanto ellos decía de “sub gravi” y “sub levi”, pero ojalá que desaparezcan estos términos, poco consonantes con la Iglesia Madre de Salvación.
¿Qué querían decir cuando afirmaban que había de cumplirse aquella ley o mandado “sub gravi”? Que quien lo infringía cometía un pecado mortal. Así de claro. Y cometer un pecado mortal es algo tremendo: perder la gracia de Dios, dejar de ser miembro vivo del Cuerpo Místico de Cristo, hacerse reo de las penas eternas del infierno. ¡Horrible!
Y esto tan sólo deberá afirmarse cuado se trata de asuntos que de suyo son muy graves, de asuntos que, aun sin ser legislados se ve a las claras que se trata de pecado mortal. Porque entonces te decían “sub gravi” por cualquier cosa, por ejemplo por colocar un copón para la consagración fuera de los corporales, por dejar de echar la gota de agua en el cáliz en el ofertorio… Después del Concilio muchos clérigos se pasaban al extremo opuesto y hacían lo que les daba la gana tanto en liturgia como en cuestiones de Derecho Canónico.
Menos sub gravi, señores canonistas, y más amor a la gente. la Iglesia es madre de salvación y no de condenación. Menos leguleyos y más seriedad evangélica.
José María Lorenzo Amelibia
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