"El seguimiento es un ejercicio de desencanto. Y, por lo tanto, de verdad sobre uno mismo" "Llevar la cruz no significa buscar el dolor para hacerse la víctima, sino aceptar que un verdadero camino no se recorre sin pérdida, sin ruptura, sin esfuerzo"

Jesús va, camina. Pero no está solo. Hay una multitud. Mucha gente. Gente que lo sigue, que lo escucha, que tal vez espera algo. La imagen de Lucas (14, 25-33) es familiar: un maestro itinerante y una masa creciente de rostros que se unen a su camino. Un movimiento que, en apariencia, habla de éxito, atracción, implicación. Pero es precisamente aquí, mientras la multitud crece, donde Jesús se da la vuelta.
Y mira. Hay un momento de suspensión porque está claro que Jesús no está alineado con los sentimientos de aceptación triunfal del éxito propios de los líderes que bien conocemos. Desconcierta: no acoge con entusiasmo, no anima. Habla, sí, pero sus palabras no son atractivas. Al contrario: son cortantes. «Si alguno viene a mí y no aborrece a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas, e incluso a su propia vida, no puede ser mi discípulo». Odio: Jesús lo ha dicho. Es una frase dura, extrema, desconcertante, inoportuna. ¿Por qué?

Debe quedar claro: seguir a Jesús no es un paseo ni una marcha triunfal. Esto es lo que impulsa a Jesús a ser tan severo. Pero tal vez hay más, hay algo más. La multitud, símbolo de consenso, de popularidad, se convierte en un obstáculo. Jesús no busca números. Su palabra no adula.
Al contrario, hiere, como solo las palabras necesarias saben hacerlo. Esa palabra que traducimos rápidamente como «odiar» no es una llamada a la ruptura afectiva, sino una invitación al desapego, a la capacidad de no dejarnos determinar por las relaciones que nos definen. No se le puede seguir de verdad, dice Jesús, si se permanece prisionero de las pertenencias y los intereses de familiares, amigos y compañeros. Redefine el liderazgo.
Luego añade: «El que no lleva su cruz y no me sigue, no puede ser mi discípulo». La cruz es un instrumento de muerte. Jesús la evoca con naturalidad. No la promete, la pide. No como un vago símbolo de sufrimiento, sino como signo de una elección que tiene un precio. Llevar la cruz no significa buscar el dolor para hacerse la víctima, sino aceptar que un verdadero camino no se recorre sin pérdida, sin ruptura, sin esfuerzo.
Jesús continúa y cuenta: nos muestra a un hombre que quiere construir una torre. ¿Qué hace, entonces? Se sienta, calcula, evalúa. Si no tiene lo suficiente para terminar la obra, corre el riesgo de convertirse en el hazmerreír de la ciudad: todos dirán «empezó, pero no fue capaz de terminar». Luego cambia de escena: enfoca a un rey que va a la guerra. Mira el número de sus hombres. Hace cuentas. No tiene fuerzas suficientes, así que envía una delegación y pide la paz.
En ambos casos, la cuestión es la misma: detenerse, evaluar, medir. Seguir no es ser un seguidor. No es un instinto, ni un entusiasmo. Es un cálculo que tiene que ver con el sentido, una evaluación. Construir y luchar no son actividades fáciles. Y tampoco lo es seguir. No es puro impulso de fanbase. Jesús no es un influencer. No quiere prosélitos, no quiere seguidores.
Luego cierra sus relatos con una frase que roza lo imposible: «El que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser mi discípulo». «Bienes» es todo lo que poseemos: propiedades, relaciones, roles, certezas. Seguir a Jesús es un vacío que se pierde.
El relato de Lucas es una deconstrucción. Parte de una multitud y termina con una ausencia. Comienza con un movimiento colectivo y termina con una petición individual, profunda y radical. El lenguaje se vuelve cada vez más exigente, las imágenes cada vez más concretas. La torre, la guerra, la cruz, las posesiones. Todo habla de construcción, de conflicto, de peso. Sin exaltación. Sin idealización. El seguimiento es un ejercicio de desencanto. Y, por lo tanto, de verdad sobre uno mismo.
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