"La obstinación de la viuda se convierte en metáfora de toda minoría que no acepta el silencio" Spadaro: "La viuda se convierte en una figura de la persistencia que agrieta los sistemas opacos"

Había una vez una ciudad anónima, un lugar cualquiera en el que se movían un juez y una viuda: dos figuras en los extremos del poder y la fragilidad. Lucas nos ofrece una parábola breve y dura, construida sobre un contraste feroz. Por un lado, un hombre que no teme a Dios ni se preocupa por los hombres. Por otro, una mujer que lo ha perdido todo —marido, protección, voz— y, sin embargo, vuelve incansablemente a pedir justicia.
La escena es sencilla, pero radical. No hay multitudes. No hay un contexto religioso. No hay oraciones, ni altares. Solo dos personajes, un silencioso intercambio entre la arrogancia y la tenacidad. El juez no tiene nombre, no tiene rostro. Es la caricatura de la justicia corrupta, cansada, nihilista. Alguien que no cree en nada, salvo quizá en su propia comodidad. La viuda, en cambio, solo tiene su insistencia. No tiene poder, ni recursos, pero no cede. No llora. No suplica. Vuelve. Siempre. Y pide: «Hazme justicia contra mi adversario».

La tensión narrativa nace de la desproporción: él lo tiene todo, ella no tiene nada; sin embargo, es precisamente ella la que pone en crisis el orden de las cosas. El juez se defiende, no de sus razones, sino de su presencia. Le molesta. El texto griego es más crudo: dice que teme ser «golpeado debajo del ojo», como en un combate de boxeo. La viuda es insistente como un gancho continuo, invisible pero implacable. No lo convence, lo agota, lo cansa. Y así, sin cambiar de opinión, al final el juez cede: «Aunque no temo a Dios y no tengo consideración por nadie, dado que esta viuda me molesta tanto, le haré justicia para que no venga continuamente a molestarme», se dice a sí mismo, harto.
Aquí se rompe toda imagen edificante. No hay empatía. No hay justicia moral. Solo hay la eficacia de un gesto repetido. Es el elogio de la insistencia. No del heroísmo. No de la pureza. Sino de la constancia. La viuda se convierte en una figura de la persistencia que agrieta los sistemas opacos. No tiene alianzas, no tiene tribunales amigos. Solo el cuerpo, la voz, la repetición.
El mensaje es contundente: si incluso un juez injusto puede ceder ante la insistencia, ¿cuánto más el tiempo y la vida —o Dios, para quienes creen— sabrán reconocer la fuerza de la constancia? Lucas lo dice de forma narrativa, no doctrinal. Sin embargo, no hay nada más profundamente político. Porque la obstinación de la viuda se convierte en metáfora de toda minoría que no acepta el silencio.
La parábola termina con una pregunta que deja sin aliento: «Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe en la tierra?». Aquí Lucas desmonta la ilusión del cuento moral. La victoria de la viuda no basta para sentirse tranquilos. La pregunta queda abierta, la duda. El final no consuela. ¿Seguirá viva la fe, la confianza misma, o será apagada por un mundo que premia a los poderosos y olvida la justicia?
En el rostro de la viuda no hay solo un personaje evangélico. Está Antígona, que desafía la ley de los hombres para defender la del corazón. Está la madre valiente de Brecht. Está la superviviente que vuelve, cada día, a pedir que se haga justicia. Está quien, cuando está cansado o sufre una injusticia, no deja de llamar a la puerta. No porque crea en el buen corazón de quienes están arriba. Sino porque sabe que callar sería como morir.
La parábola no pide ganar. Pide no ceder. Resistir ante cualquier forma de dolor, tragedia, injusticia, genocidio, catástrofe. Incluso cuando la justicia parece sorda y Dios parece ausente. Volver, cada día, a llamar a la puerta cerrada de quienes quieren que nos conformemos con nada y permanezcamos en silencio. Una y otra vez. Una y otra vez. Una y otra vez.
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