Spadaro: "La verdadera grandeza nunca se mide. Se vive en un gesto mínimo que lo cambia todo"

Fe como un grano de mostaza
Fe como un grano de mostaza

«¡Aumenta nuestra fe!», le dicen los discípulos a Jesús. Se dirigen a él pidiendo no pan ni gloria. Piden más fe. Una hermosa petición: piadosa, devota, justa. Ciertamente lo es, pero es también como si la fe fuera una cantidad, una medida. Como si bastara con añadir un poco para sentirse más seguros, más tranquilos. Un enamorado no le dice a quien ama: quiero que me hagas amarte más. No tiene sentido.

La respuesta es desconcertante. Jesús no promete dar más fe. No distribuye dosis de confianza como se haría con el trigo o el vino. En cambio, dice: «Si tuvierais fe como un grano de mostaza, podríais decir a este sicómoro: «Desarráigate y plántate en el mar», y os obedecería».

El grano de mostaza es minúsculo, casi invisible. El sicómoro, por el contrario, es un árbol grande, con raíces profundas. Y el mar, además, es el elemento menos adecuado para albergar raíces. La imagen es deliberadamente paradójica, absurda. Una semilla minúscula que desplaza un árbol enorme y lo planta donde no puede vivir. No es una lección de botánica. Es un desvío narrativo, una metáfora que exagera los contrastes.

Fe como un grano de mostaza

La fe no se mide en cantidad: si se hace, se desata la paradoja, lo absurdo. No es más o menos grande. Es otra cosa. Es un gesto que mueve. No es un depósito que acumular, sino una fuerza que desestabiliza. Basta muy poco, pero que sea verdadero. No hace falta mucho, hace falta autenticidad. La desproporción de la imagen dice que lo importante no es la aritmética, sino la calidad. Lo sabemos: desde el Rey Lear de Shakespeare, donde un mínimo gesto de amor cambia el destino, hasta Kafka, donde un detalle cotidiano puede trastornar toda una existencia. En toda gran historia, el verdadero giro argumental no proviene de lo enorme, sino del detalle que rompe el orden aparente.

La historia no se detiene aquí. Jesús cambia de escenario y habla de siervos y amos. Es una parábola, construida como un pequeño drama cotidiano: «¿Quién de vosotros, si tiene un siervo que ara o pasta, le dirá al volver: «Ven enseguida y siéntate a la mesa»? ¿No le dirá más bien: «Prepara la comida, átate el delantal, sírveme y después comerás»?». La escena es doméstica, ordinaria. Un siervo que vuelve del trabajo no encuentra acogida, sino más órdenes. No recibe agradecimientos, sino deberes. Es la lógica despiadada de la dependencia: quien es siervo no tiene derecho a la gratitud. Hace lo que debe.

Y Jesús concluye con dureza: «Así también vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que se os ha mandado, decid: “Somos siervos inútiles. Hemos hecho lo que debíamos hacer»». El contraste con la pregunta inicial es fuerte. Los discípulos pedían más fe, más seguridad, más fuerza interior. Esperaban ánimo. En cambio, reciben dos imágenes duras: una semilla minúscula que mueve lo imposible y un siervo que ni siquiera recibe un agradecimiento.

Narrativamente, el pasaje se construye sobre esta tensión. La fe, que parecía un bien que había que aumentar, se transforma en algo mínimo pero atómico. Y el servicio, que parecía poder dar reconocimiento, es un trabajo sin recompensa.

Como en los cuadros de Van Gogh, donde una brizna de hierba o una semilla se convierten en protagonistas de un lienzo inmenso, aquí un grano de mostaza se convierte en el centro de una narración que desmonta las ilusiones de grandeza. Y como en ciertas tragedias griegas, donde el héroe descubre su fragilidad solo en el momento de la elección, así los discípulos comprenden que su lugar no está en la cima, sino en el fondo.

Es una parábola sin caricias. Pero precisamente por eso está viva. Porque dice que la verdadera grandeza nunca se mide. Se vive en un gesto mínimo que lo cambia todo.

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